La comitiva que seguía al Gran Duque en su cabalgar por sus dominios de Valdecorneja había dejado que, lentamente, se dibujara su silueta por los verdes y bucólicos parajes a los que Gredos enmarca por su vertiente norte.
La visita que, a modo de inspección a su regreso de Flandes realizaba el de Alba, transcurría sin incidencias. El amedrantado respeto que guardaban en sus corazones los siervos al señor que se hacía presente, se mezclaba con la alegría y el alborozo de las fiestas organizadas en honor del poseedor de todo cuánto los ojos alcanzaban a ver cuándo se extendía la mirada desde el ombligo del Valle del Corneja.
Los pueblos adornados. Las gentes luciendo sus mejores galas. Las volanderas y sonoras campanas tañendo en los altos campanarios.
Algunas urracas vestidas con sus albinegras plumas salpicaban los verdinegros encinares. Unas cigüeñas planeaban altas, muy altas, en el cielo azul. Arriba, mirando al sur, el pico Almanzor tenía sobre sus hombros una capa de nieve blanca. En su cumbre un sombrero de hielo. El rio Corneja junto con el río Tormes dejaban a sus aguas cantar canciones llenas de armonía y de belleza. El aire era fino y lleno de frescura.
Aquel día, en el Barco de Ávila, se corrían toros. Todo estaba preparado para que el tiempo que Álvarez de Toledo estuviera en su ducado transcurriera rebosante de espectáculo y pletórico de dicha para aquel que venía defendiendo los dominios de España en el flamenco y septentrional extremo de Europa.
El populacho vociferaba. Los rostros abortaban gritos, unos de iracundia, otros de algazara, algunos de saña. Una brisa de hedores de vino sin digerir peregrinaba por la plaza. En la arena, un nubarrón de polvo se estremecía. En su seno, un torbellino de cornadas, a modo de hachazos, eran lanzadas al viento. Un toro, en la soledad del ruedo improvisado, mostraba al universo su egregia dignidad. Una multitud de capas desgarradas y una legión de moribundos caballos ofrecían su postrero culto a la brava bestia. La algarabía quedó muda un instante.
Un muchacho destacó entre el gentío expectante. Unos harapos cubrían su cuerpo, Un salto le situó en la ensangrentada arena. El gesto recio. Sudoroso el rostro. Juncales, escurridos y nerviados sus miembros. Pronto, valerosa inteligencia y bestial fiereza quedaron enfrentadas. Un quiebro burló la embestida. Un ágil movimiento llevó a confundir hombre y toro en un todo. De nuevo el valeroso mozo burló la brutal acometida del burel. El polvo desbocado y el silencio mudo arroparon la congoja que todo lo cubría. Un torrente de sangre brava, bruta y noble vertida, permitió a los corazones volver a palpitar.
El “mozo guerrero y fornido” llegó hasta la balconada desde la cuál, a modo de palco, contemplaba el de Alba el festejo. El muchacho entregó al noble un anillo que portaba en la mano. Un gesto de incertidumbre tiñó el semblante del duque. Sus cejas se fruncieron. Apretáronse sus labios. Se acaricio despacio sus barbas. Los ojos del duque alternaban vertiginosas sus miradas. Unas se clavaban en el muchacho, otras se fijaban en el anillo. En aquella alhaja figuraban las armas de su escudo.
Las remembranzas de lejanos y juveniles amoríos llegaron hasta su mente, Las ya olvidadas jornadas de placer con la molinera del soto irrumpieron con estrépito en su memoria. Aquellas noches en las que un millón de estrellas escuchaban emocionadas y alegres las juveniles y enfebrecidas palabras de amor. Aquellas noches a las que, ni la alondra ni el ruiseñor ponían fin. Aquellas noches en las que aún no habían sido arados con surcos ni su rostro, ni tampoco su alma. Aquellas noches volvieron en tropel a sus íntimos adentros. Aquellas noches desfilaron en vertiginosa procesión a la largo y ancho de sus recuerdos..
En el molino del soto, dos días después, reconocía formalmente a su hijo el Gran Duque. Dos días después y ante la mujer, antaño jugosa y lozana, que ya solo en sus mejillas lucia las zanjas con las que los años habían cavado su semblante..
Un batallón de preceptores, maestros y tutores abrieron las puertas del saber al aguerrido muchacho. Clases de letras, normas de protocolo, técnicas de esgrima, uso de la lengua latina, aproximación al griego y a la helénica filosofía. Estrategias guerreras, entrenamientos en torneos. Nociones de cristiana teología y su adecuación a la católica liturgia, historia de las Españas y de la Cristiandad. Los autores clásicos y sus obras…un sinfín de conocimientos que acabaron forjando de aquel joven hijo de la molinera del soto y del gran Duque de Alba un insigne doncel español, valeroso, sabio y guerrero.
Pasado el tiempo, el mozo que un día, en el Barco de Ávila, mató un toro delante del padre que solo mediante un anillo le supo reconocer, había de rendir para España la plaza de Mons de Nao en Flandes y llegaría a ser Corregidor de Castilla siendo su nombre -Hernando Álvarez de Toledo-conocido y respetado.
Autor
Últimas entradas
- Destacados30/10/2024Las voces de las ruinas de Ulaca. Por Juan José García Jiménez
- Cultura15/10/2024Si “non hay homes quedamos fembras…”. Por Juan José García Jiménez
- Actualidad26/09/2024EL castillo de Villaviciosa (Ávila). Por Juan José García Jiménez
- Actualidad09/09/2024La satanidad. Por Juan José García Jiménez