En política, un régimen es la forma de gobernación o el conjunto de reglas, normas culturales o sociales, etc., que ordenan el funcionamiento de un gobierno o institución y sus interacciones con la sociedad. Las dos grandes categorías de regímenes que aparecen en la historia son el democrático y el autocrático. Y, según nos dicta la experiencia, en ambos casos pueden acabar convirtiéndose en un subconjunto de modelos diferentes (dictatoriales, totalitarios, absolutistas, monárquicos, oligárquicos, etc.). La similitud clave entre todos los regímenes es la presencia de mandatarios e instituciones formales o informales. Y la diferencia, el predominio de la razón, la ley y el orden o el de la insania, la injusticia y la corrupción.
España, esa gran nación poblada hoy mayoritariamente por gentes mezquinas, cuando no abyectas, está moribunda, pendiente del suero vigorizante de un nuevo régimen, de un proyecto regenerador, revolucionario. De un designio que lleve al conocimiento del mundo físico a través de la experiencia histórica. Que instale en su tejido social nuevas y viejas creencias renovadas, explicadas por la razón y amparadas por la educación y la justicia. De un ideal que inculque en el espíritu de sus pobladores los misterios irreductibles de la fe. De la fe en sí mismos y en su destino en lo universal y en lo trascendente.
Para ello cuenta con numerosas organizaciones bienintencionadas, pero carece del organizador u organizadores. Y, en ocasiones, aun siendo importante el violín, lo es mucho más quien sostiene el arco. El verdadero intelectual, el verdadero creador, el verdadero líder, no vive de la política, y menos de los políticos. El verdadero guía, como se lee en los Evangelios, pide al pueblo que entre por la puerta estrecha; porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la degradación, pero estrecha la puerta y angosto el camino que lleva al progreso, a la salvación, a la vida. Lo bueno, lo verdaderamente bueno, hay que ganarlo con esfuerzo y probidad. Y sobre este asunto, hoy, nadie se encara con el pueblo, y se lo dice. Tal vez porque a nadie le interesa que despierte.
El verdadero jefe lucha para volver al pueblo mejor, para liberarlo y darle alegría, para evitar su angustia, su confusión y su indiferencia. Para transformarlo de masa a ciudadanía soberana. Y si tiene que aparentar menosprecio por ciertos seres humanos, lo hace; no por odio, sino por amor a la humanidad. Trata de hacer ver a la multitud la necesidad de mejorar, de elevarse, de habitar en las cumbres. El verdadero caudillo da energía y esperanza, pero no deja de condenar las taras que esclavizan a la muchedumbre. A las taras y a los que las fomentan o se recrean en ellas.
Pero, de momento, en la sociedad española de hoy, no aparecen líderes con una talla estadista y humana de estas dimensiones. Unas veces por falta de grandeza, otras por ausencia de valor, y las restantes por no encontrar en el entorno la generosidad y el sacrificio suficientes para hacer cara a los medios necesarios y arrostrar los peligros consecuentes. Y así, sin buenos viñadores, el fruto de la viña seguirá siendo pobre e infecundo. Y desconocemos por cuanto tiempo.
En un mundo dominado por las asombrosas y permanentes mentiras de las grandes instituciones occidentales, y por su tóxica propaganda, es difícil que pueda emerger un salvador o un grupo de salvadores. Pero cuando ello ocurra, será apoyándose en la sabiduría clásica y, con ella, en el amor a la libertad, a la justicia y a la patria. Los hombres, como escribió Séneca, «creen más a los ojos que a los oídos; es largo el camino que pasa por los preceptos, breve y eficaz el que lo hace por los ejemplos».
Los salvadores han de ser hombres y mujeres prudentes, sabedores de que nada hay tan contagioso como el ejemplo. Porque nunca hacemos grandes bienes ni grandes males sin que se produzcan otros semejantes. Lo primero que conviene prevenir para la buena expedición y ejecución de un código de principios son personajes de legalidad y confianza, para convertirlos después en administradores y oficiales en provecho de la comunidad.
Y lo segundo, tener siempre presente que lo mismo que Aníbal fue conminado por su progenitor para jurar odio eterno a los romanos mientras viviera, también los españoles de bien, para honrar a sus predecesores, deben tener como precepto el no cejar hasta mantener viva y permanente la milenaria voz de España. Hasta que dejen de luchar hermanos contra hermanos, como vuelve a suceder ahora por culpa de los inacabables odios socialcomunistas. Hasta que obliguen a los rayos del cielo a caer en las siniestras oficinas de los forajidos y reducirlas a cenizas. Para que el daño que ellos causan, que no sienten ni a su conciencia remuerde, se acabe de una vez tras su exterminio político.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
Últimas entradas
- Actualidad14/11/2024Contra los «putos amos» y contra sus padrinos y mentores. Por Jesús Aguilar Marina
- Actualidad12/11/2024Toda maldad organizada se asienta en la bajeza y en la pasividad social. Por Jesús Aguilar Marina
- Actualidad05/11/2024Los votos insensatos o sectarios no salen gratis. Por Jesús Aguilar Marina
- Actualidad31/10/2024El caudillo futuro y el «Nuevo Orden». Por Jesús Aguilar Marina