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No quiero ni heridos ni prisioneros; los tiros, a la barriga”

ASÍ FUE LA MASACRE DE CASAS VIEJAS, QUE ACABÓ CON MANUEL AZAÑA EL «HOMBRE» DE LA II REPÚBLICA

Fue un holocausto de 26 seres humanos que serían una de las tumbas de la República

El periodista Julio Merino ha rescatado la memoria de los Sucesos de Casas Viejas, que para algunos fue el principio del final del presidente Manuel Azaña. Se cumple este mes de enero el 91 aniversario de aquel suceso trágico, que antes o después acabó con la vida política de Azaña, el “hombre” de la II República. Por la polémica orden que dio al Capitán Manuel Rojas Feigespán de “tiros a la barriga” y que éste ejecutó al pie de la letra.

Los hechos sucedieron el 10 de enero, la madrugada del 11 y el día 12 de 1933, cuando un grupo de campesinos afiliados a la CNT iniciaron una insurrección en el pueblecito de Casas Viejas (Cádiz). Por la mañana rodearon, armados con escopetas y algunas pistolas el cuartel de la Guardia Civil, donde se encontraban tres guardias y un Sargento y se produjo un intercambio de disparos a consecuencia de los cuales el Sargento y un guardia resultaron gravemente heridos (ambos morirían días después).

 El asalto a la casa de los Seisdedos

Naturalmente, las Autoridades de la provincia enviaron con urgencia un grupo de 12 guardias civiles al mando de un Sargento que liberaron a los compañeros que aun seguían defendiéndose y ocuparon el pueblo. Temiendo las represalias, muchos vecinos huyeron y otros se encerraron en sus casas. Después fueron llegando más refuerzos de guardias civiles y Guardias de Asalto y ya hacia las 10 de la noche llegó al pueblo una unidad de casi 100 Guardias de Asalto al mando del Capitán Rojas, que según se sabría después había recibido órdenes tajantes del Director General de Seguridad, Arturo Menéndez, de acabar con la insurrección “sin piedad”… y lo más grave, con la orden directa de Azaña, a la sazón Presidente del Gobierno, de “no quiero ni heridos ni prisioneros. Los tiros, a la barriga”.

El Seisdedos

El foco principal de la insurrección fue la casa (una choza de barro y piedra) de un carbonero de 72 años apodado “Seisdedos”, que se había hecho fuerte con sus familiares. El capitán Rojas dio orden de disparar con rifles y ametralladoras hacia la choza y después ordenó que la incendiaran. Dos de sus ocupantes, un hombre y una mujer, fueron acribillados cuando salieron huyendo del fuego. Seis personas quedaron calcinadas dentro de la choza (probablemente ya habían muerto acribilladas cuando se inició el incendio), entre ellos “Seisdedos”, sus dos hijos, su yerno y su nuera. La única superviviente fue la nieta de “Seisdedos”, María Silvia Cruz, conocida como “la Libertaria”, que logró salvar la vida al salir con un niño en brazos.

 

          Seisdedos y su esposa

Hacia las cuatro de la madrugada del día 12, Rojas y sus hombres se retiraron a la fonda donde habían instalado el cuartel general. Allí fue tomando cuerpo la idea de realizar un escarmiento. El capitán Rojas envió un telegrama al director general de Seguridad con el siguiente texto: “Dos muertos. El resto de los revolucionarios atrapados en las llamas”. Rojas ordenó a tres patrullas que detuvieran a los militantes más destacados, dándoles instrucciones para que dispararan ante cualquier mínima resistencia.

Mataron al anciano Antonio Barberán Castellar, de setenta y cuatro años, cuando volvió a cerrar su puerta tras la llamada de los guardias y gritó “¡No disparéis! ¡Yo no soy anarquista!”. Detuvieron a doce personas y las condujeron esposadas a la choza calcinada de “Seisdedos”. Les mostraron el cadáver del guardia de asalto muerto y a continuación el capitán Rojas y los guardias los asesinaron a sangre fría.

   A la derecha, el capitán Rojas

Pero, el mejor relato que se hizo sobre la “masacre de Casas Viejas” la escribió el ya famoso Ramón J. Sender en la serie de crónicas que publicó en “la Tierra”, que dirigía mi amigo Eduardo de Guzmán (y que después recogería en una obra que tituló “Viaje a la aldea del crimen”). Por su interés reproducimos una de aquellas crónicas:

Después de abandonar el Sindicato, “Seisdedos” subió a la choza acompañado de los suyos. Entraron y se fueron acomodando como pudieron, en silencio. Las escopetas de la casa —dos— volvieron a colgarse en la viga. El yerno, José Silva, se lamentó de haber perdido la suya en la escaramuza de la carretera. No contestó nadie. Estaban allí el viejo «Seisdedos», encorvado, con los codos en las rodillas; sus hijos Pedro y Paco, el yerno, el vecino y primo Francisco Lago Gutiérrez, su hija Paca Lago, de dieciocho años; la nuera de «Seisdedos» —viuda—, Josefa Franco, y dos nietos: Mariquilla —diecisiete años morenos y gentiles, con una alegría natural— y un chaval, hermano suyo, de diez años. Nadie pensaba en la defensa. De ser así no se hubieran quedado con sólo dos escopetas y hubieran hecho salir a las tres mujeres y al niño. Estaban en su casa, esperando, como los demás, los acontecimientos. Sabían que iban a detenerlos y que saldrían codo con codo, y aguardaban sin saber por qué. Ignoraban lo que habría sucedido lejos del pueblo. Oyeron tiros lejanos. Luego, más próximos. Mariquilla miraba sus alpargatas rotas, por donde asomaban dos dedos desnudos enrojecidos por el frío. Llevaba un vestidillo ligero —ya lo llevó en verano— muy remendado. No suspiraba demasiado por otros vestidos, por tres razones: porque no se encontraba fea con aquél, porque sabía que no podía pretender otro y, finalmente, porque el frío era cosa de viejos y estaba harta de oír decir a la gente, cuando se quejaba:

– Yo, a tu edá

– Cuando se tiene tu tiempo.

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             Los guardias de asalto entrando en Casas Viejas

Por esas tres razones no se quejaba tampoco de ir sin medias. Mariquilla, no sólo no se quejaba, sino que estaba alegre casi siempre, con motivo o sin él. Mariquilla Silva Cruz, morena gentil, con una tilde de melancolía entre dos sonrisas o dos frases dichas como ella las dice, atropelladamente, pero bien enderezadas a su objeto, había de revelar luego, en la cárcel, en la calle, ante los fotógrafos, con los periodistas, una inteligencia natural y una discreción muy superiores a lo usual en las personas cultivadas de la ciudad. Mariquilla animaba a sus parientes:

Tota, la cárse, ¿no es eso?

Soltaba a reír, tiraba del pelo a Josefa y advertía:

– No piense, mujé. Allá iremos tos.

El chico pensaba en lo que les contaría a sus amigos después, y en si por ser muy pequeño no le querrían llevar a la cárcel, una cosa tan de hombres. El padre de Mariquilla y del chaval rumiaba y gruñía:

– ¡Los trenes! ¿No dijiste tu, Josefa, que no andaban los trenes?

Josefa se encogió de hombros:

– Yo no los vi. Estuve a la mira media hora y no vi .

– Pues yo sí —terciaba Mariquilla.

Francisco Lago temía que hubieran entrado en su casa los guardias. El chico aseguraba que los había visto romper la puerta y salir con una escopeta. Juraba que iban armados con trabucos. «Seisdedos» levantó la cabeza y miró las dos armas colgadas a los lados de la litografía libertaria:

– Esas no se las llevan.

Como si quisieran responderle, se oyeron dos tiros próximos. «Seisdedos» se levantó y cogió la escopeta de la culata rajada. Repitió:

– Por lo menos, ésta no se la llevan.

Pedro, el hijo mayor, se levantó, sin decir nada, y cogió la otra. Los dos empujaron a los demás hacia el agujero que comunicaba con la cerca inmediata. Podían salir por allí. Se negaban todos. Cuando fueron las mujeres a salir, las voces y los tiros de los ojeadores las amedrentaron. Estaban demasiado cerca. Paco, el hijo menor, pensó un instante que los que llegaban podrían ser compañeros del Sindicato. Entre el tejado y la cerca había aspilleras naturales, porque no ajustaba bien. Miró. Se retiró y le dijo a su padre que mirara. «Seisdedos», con el ojo izquierdo casi cerrado, retrocedió y dijo secamente:

– Esto está perdío. No se podían mover.

Nueve personas en el recinto que dejaba libre el lecho apenas cabrían de pie. «Seisdedos» aseguró las tablas de la puerta. Quedaban casi en sombras. Insistió en que se marcharan las mujeres y el niño por el agujero que comunicaba con la cerca de al lado, pero nadie se movió. Como se oían las voces y los tiros de los guardias, pensaron los hombres que las mujeres tenían miedo, y no insistieron. «Seisdedos» miraba por las aspilleras. La choza estaba dominada por unos altozanos que la rodeaban por tres frentes. Se alzaban algunos hasta cuatro metros por encima del tejado, y el más lejano estaría a unos quince metros de distancia. Para abarcar la cima de los de la derecha tenía que romper ramaje y arrancar paja.

     Detenidos en los Sucesos de Casas Viejas

– A pedradas pueden echar la choza abajo —pensó «Seisdedos».

Luego insistió en que debían irse los demás. Allí quedarían él y otro. Había dos escopetas. Podía quedarse el mejor tirador. Se sintió aludido su yerno José Silva, padre de Mariquilla. Nadie se movía. El viejo explicó a su manera, sintiendo ya cerca los pasos de los guardias:

– Yo soy viejo y no sirvo pa ná. El año que viene ya no podría ganarlo.

Callaban todos. Se habían hecho el propósito firme de esperar lo que fuera alrededor del viejo. Éste añadió:

– He tardao treinta años en comensá; pero ya sabéis que no me gusta deja las cosa a medias. Marcharse.

Callaban. Josefa balbució:

– ¿Pa qué? Ya nos separarán en la cárse.

– ¿En la cárse? —replicó «Seisdedos»—. Yo no voy a la cárse.

Francisca Lago quería ir a buscar una escopeta para su padre. Salió sin que pudieran impedirlo, y cuando advirtieron su ausencia, el padre dijo:

– Es templá. Gorverá.

Todos estaban tranquilos, menos el viejo, que no ocultaba su disgusto por la testarudez de los demás, y los dos hijos, uno de los cuales repetía a menudo:

–  Ha debido fallar en Medina, en Jeré.

El otro replicó una vez, encogiéndose de hombros:

–  La idea es la idea.

Los pasos de los guardias sonaban allí mismo. Crujieron las tablas de la puerta bajo un culatazo. Al segundo se abrió de par en par. José Silva y «Seisdedos» dispararon sin tiempo para echarse la escopeta a la cara. Un guardia cayó hacia atrás. Se llenó la choza de humo de pólvora. «Seisdedos» salió, recogió el fusil, quiso quitarle los cartuchos; pero era demasiado dificultoso, y arrastró al herido hacia adentro. Volvió a cerrar la puerta.

Era un guardia de asalto. Paco Cruz, hijo del «Seisdedos», manejaba bien el fusil de cuando estuvo en «el moro». No había sitio para el guardia y lo dejaron sobre el arca. Josefa Franco le quitaba las municiones de las cartucheras y las depositaba en el suelo. A los disparos había sucedido fuera un hondo silencio. Mariquilla, más pálida, miraba de reojo al guardia. Josefa dijo secamente:

– Ha muerto.

Se quejaban los hombres de no tener bastantes armas, y «Seisdedos», que había soplado el cañón y vuelto a cargar la recámara, miró otra vez por las aspilleras. Luego sacó los dos jergones de la cama y los arrastró hasta la puerta. Asomó el cañón por un ángulo. Fuera iba haciéndose de noche. Volvió a mirar adentro y vio al chico con los ojos redondos como un gato puestos en el cadáver del guardia. «Seisdedos» se pasó la mano por la barba, tiró de dos pelos en el labio inferior y repitió:

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– Esto está perdió.

Al mismo tiempo sonaron dos descargas fuera, y tembló la techumbre acribillada. Sonaban las balas en la cerca de barro y gruñían entre las vigas. Las mujeres, por orden de «Seisdedos», se acurrucaron en el suelo. Josefa Franco sacaba un brazo crispado entre los harapos y quería alcanzar las hoses. Menuda y débil, se la veía vibrar bajo los disparos y crispar también la boca en insultos. Como no llegaba a las hoses, cogía sorreras de la mesa y llenaba los bolsillos de «Seisdedos».

Comisión de investigación

Sin embargo, la “tragedia de Casas Viejas” no terminó con la masacre llevada a cabo por las fuerzas del Estado, ya que los hechos acabaron en el Parlamento y en los Tribunales. En el primero con una Comisión de investigación para concretar las responsabilidades políticas y militares, por la que pasaron desde el Presidente del Gobierno, Manuel Azaña, hasta el capitán Rojas, el Director General de Seguridad y otros mandos. Naturalmente Azaña, dándose cuenta del desprestigio que para él podía significar aquella matanza incivil y asesina sobre su prestigio, reaccionó furibundamente negándolo todo y atacando a las organizaciones anarquistas y amparándose en la defensa y seguridad del Estado.

Juicio de Casas Viejas

Azaña negó, no una sino 100 veces, lo de “los tiros a la barriga”… pero a pesar de sus negaciones la frase caló en el pueblo y ya no podría borrarla nunca de su biografía. En un pueblecito perdido de la geografía española el “hombre de la República” pasó a ser “el asesino de Casas Viejas”.

Pero, más allá llegaron los Tribunales y hasta 3 Juicios se tuvieron que celebrar para poder llegar al fondo de la cuestión. El primero se celebró en 1934, con los hechos todavía frescos y el resultado fue el de siempre: los máximos responsables se fueron de rositas y sobre los “cabezas de turco” cayó la cárcel.

Si los sucesos habían sido la tragedia mediática de la Segunda República – reproduzco de Salustiano Gutiérrez Baena- , el juicio al Capitán Rojas por ello fue el que más seguidores y expectación tuvo en mucho tiempo en Cádiz. El juicio comenzó el 22 de Mayo de 1934, en medio de una expectación y seguimiento mediático fuera de lo normal. Rojas fue declarado culpable, condenado a 59 años de cárcel. Aunque debía cumplir un máximo de 21 años, pues ese era el límite legal. No obstante, a finales de 1934, el Tribunal Supremo anuló la sentencia al aceptar el recurso del abogado Pardo por “quebrantamiento de forma”.

Es decir, por no haber aceptado el juez instructor la comparecencia como testigos de Azaña y otros altos cargos del Gobierno. Hubo de celebrarse un nuevo juicio, en 1935, también ante la Audiencia Provincial. Decía así el Diario de Cádiz de 11-6-1935: “La expectación es máxima ante el comienzo en la mañana de hoy en la Audiencia de Cádiz del juicio contra el capitán de Asalto, Manuel Rojas, por los sucesos ocurridos en 1933 en la aldea de Casas Viejas. El juicio celebrado anteriormente ha sido anulado por el Tribunal Supremo y hoy comenzará la revisión. Como principal novedad, en el presente juicio deberán deponer como testigos los antiguos ministros Manuel Azaña y Santiago Casares Quiroga, que hoy deberán llegar a nuestra ciudad. La defensa del capitán Rojas está encomendada en esta ocasión al letrado Manuel Enterría Gaínza, que ayer estuvo con su defendido en el castillo de Santa Catalina. Para la celebración del juicio están establecidas en la plaza de la Reina las necesarias precauciones”.

Al final, el tribunal volvió a confirmar su fallo: los 21 años de prisión. Era sentencia de 14 de junio de 1935. Pero a la tercera fue la vencida y llevado el caso al Tribunal Supremo este dictó sentencia favorable a Rojas. La culpabilidad de Rojas fue evolucionando durante la Segunda República. En el juicio del 34 Rojas fue condenado a 21 años, los mismos que en el juicio del 35, pero en el 36 el Tribunal supremo rebajó la condena a 3 años… y a principios de 1936 fue liberado y puesto en libertad. Pero, lo que los Gobiernos, las Cortes y los Tribunales, ni la Prensa, ni la Historia pudieron evitar es que Manuel Azaña “el hombre de la República” quedara marcado para siempre como el responsable máximo de Casas Viejas con sus inhumanos “tiros a la barriga”

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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