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¡Tranquilos, mis queridos lectores! No es esta una historia como la que tan explícito título pudiera sugerir, o al menos no tan extraña. Es un relato breve de un día de retaguardia madrileña a mediados de septiembre de 1936 en el que casi todo es verdad. Dice así:
Corrían los días de la segunda semana de aquel mes. Madrid tenía para decenas de miles de ciudadanos timbres sombríos y de miedo, cárceles atestadas y miles de personas acogidas al paraguas protector de decenas de embajadas, la mayoría hispanas, entre las que no se encontraba la británica.
A la ciudad comenzaban a llegar refugiados como presentimiento de la proximidad de la guerra. Los vendedores de periódicos anunciaban continuas victorias que pocos creían aunque en público más valiera ser entusiasta a pulmón abierto.
Hasta esas fechas de septiembre abundaban la propaganda y los mítines, coches y camionetas con milicianos que daban muchas vueltas pero que tenían escaso interés por ir al frente; pero también un rosario de desapariciones nocturnas, agudizadas en algunas zonas de la capital, que en las más de las ocasiones se tornaban en trágica realidad por la mañana. Los silencios eran muchos al igual que los comentarios. Quedaban en sombras innombrables los asesinados en el Cuartel de la Montaña y en el asalto de los anarquistas a la cárcel Modelo, que se llevaron por delante hasta republicanos de esos que llamaban burgueses. La escuadrilla del amanecer andaba todos los días realizando registros en incautaciones. Se rumoreaba que pronto habría razonamiento.
Muchas zonas de Madrid son escondites, españoles que cambian de domicilio frecuentemente, chicas que se mueven en la capital de las catacumbas, gentes de derechas que temen por sus vidas.
En ello iba pensando mientras caminaba hacia la zona de Moncloa en el límite de la universitaria.
No leo los periódicos a diario, es casi imposible. Me entero de la traición del otro Franco, resulta que se ha sumado a la rebelión de su hermano.
El parte de guerra es el habitual: nuestra artillería castiga a los refugiados en el Alcázar, nuestros aviones disuelven desde el aire concentraciones enemigas en el frente sur, hacemos huir a las columnas gallegas que iban a auxiliar a los rebeldes atrincherados en Oviedo, en Tardienta avanzamos -¡no se dónde está Tardienta!-. Me resulta más próxima la noticia de que estamos bombardeando Talavera y Santa Olalla.
Nos hemos acostumbrado a leer los partes de guerra propios y lo que nos dicen sin querer es que los legionarios de Franco ya están en Talavera y que Portugal ayuda descaradamente a los rebeldes.
Así están las cosas.
Traspasar la puerta de Santa Cristina es cambiar de mundo, los problemas son otros. Muchos sabemos que aquí también tenemos refugiados, pero nadie lo dice. Las preocupaciones son otras, atender a tantos es lo primordial y faltan a escasear mucha cosas. Aquí estoy porque, a poco de estallar la guerra, hacía falta gente para el asilo y la guardería. Cada mañana pienso: ¡Y más que va a faltar!
Han llegado unos camiones de milicianos. Nunca se sabe qué puede pasar cuando aparecen. ¿Buscarán a alguien? ¿Habremos sufrido alguna denuncia y se disponen a registrar?
La voz del director me arranca de mis temores.
-Vamos, deprisa! Hay que descargar.
-Espero que sean provisiones -pensé-.
El que parece el jefe de los milicianos se dirige a mí. Por las pintadas en los camiones pertenecen a la Escuadrilla del amanecer:
-Aquí traemos algunas cosas que os vendrán bien, proceden de los registros. Ya me dirá dónde le dejamos todo esto.
Una rápida mirada y veo que hay camas y colchones en la camioneta.
-También viene el ajuar, la ropa blanca, ¡Era una buena casa! Ya la hemos registrado dos veces -comentó desde lo alto del vehículo uno de los milicianos-.
Todo era bienvenido, la guerra había incrementado el número de niños de la guardería. Inmediatamente pensé en una habitación grande y vacía en la que podríamos instalar un nuevo dormitorio.
El jefe de la patrulla decidió que sus hombres no solo descargaran sino que ayudaran también a montar la habitación que ya tenía en espera impacientes inquilinos. Las camas eran grandes y no debían de ser muy antiguas. Los colchones causaban envidia. Todo era bastante nuevo.
Ni que decir tiene que en cuanto todo quedó listo, con la noche llegada, fueron ocupados los lechos por nuestra chiquillada. Y en menos de un cuarto de hora el sueño les vencía. No pude por menos que agradecer el gesto de traer todo aquello a la guardería.
-Me alegro que hayan sido útiles y que los niños estén durmiendo -comentó el jefe de los milicianos-. Espero que no tengan pesadillas -dijo el jefe de los milicianos esbozando una leve sonrisa que no comprendí-.
-No creo, a pesar de estos tiempos. La pesadilla se vive cada día antes de dormir -repliqué-.
-¿Si supiera de dónde vienen las camas y la ropa? -me cortó-.
Me contó que era el segundo registro que realizaban en la misma vivienda. Ahora estaba casi vacía. Se trataba del domicilio del general Francisco Franco, el líder de los rebeldes, y ahora mis niños dormían en sus sábanas. Pensé: ¡Qué cosas tan extraña suceden en la guerra!
Nota.- Este relato es una fabulación sobre hechos ciertos. El domicilio madrileño de la familia Franco fue registrado en dos ocasiones tras la sublevación por la escuadrilla/brigada del amanecer. En la primera ocasión se trataba de localizar documentos comprometedores para la causa abierta por la República contra él. En el saqueo los milicianos tiraron sus muchos libros -en algunos casos anotados- a la calle, junto con rollos de película. El 11 de septiembre, en un segundo registro, decidieron llevarse camas y ropa blanca que fueron entregadas al antiguo colegio de Santa Cristina en la zona de Moncloa. Por lo que algunos niños de la guardería acabaron durmiendo entre las sábanas del Caudillo. No mucho tiempo, porque transcurridas unas semanas aquella fue zona de combate.
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Buena historia con su toque conmovedor en su gran ironía.