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Hasta el XXI, nunca en la historia se había utilizado el recordatorio del siglo en curso como sustituto de los argumentos y raciocinios en el debate. Sabido es que en la Antigua Grecia, al no poder utilizar todavía la referencia del nacimiento de Cristo, contaban el tiempo por olimpiadas. Pero, hasta donde alcanza mi memoria, no recuerdo que Platón o Aristóteles hayan intentado probar una verdad con el siguiente argumento: «estamos en plena Olimpiada 99». De hecho, si se encontrara algo así en sus escritos, entenderíamos de inmediato que se trataba de un sarcasmo o una burla.
Hoy, en cambio, la muletilla «en pleno siglo XXI» se utiliza seriamente con la pretensión de dar por finalizados o ni siquiera iniciar los debates, para demostrar la licitud moral de un acto o para abolir sin otra consideración instituciones y costumbres antiguas. Y sin embargo, tan ridículo es pretender demostrar que algo es cierto o mejor porque se sostiene en la Olimpiada 99, como pretenderlo porque es una opinión aceptada en el siglo XXI.
Cierto que la falacia ad novitatem no es nueva; siempre la ignorancia o la pereza intelectual han creído encontrar en lo último o más nuevo una prueba intrínseca de que es lo mejor; pero nunca hasta hoy se había popularizado tanto ni había invadido el ámbito intelectual, hasta ser utilizada por el analfabeto y por el profesor de universidad, y aun en mayor grado por este último.
Me parece que el falso silogismo que fundamenta esta falacia podría resumirse así: la perfección requiere tiempo; b se ha dicho o ha sido hecho tras más tiempo que a; luego b es más perfecto. No hace falta explicar que aquí la premisa mayor y la menor son correctas, pero que la conclusión es un evidente non sequitur. No hace falta ponernos escolásticos para detectar el error, basta con imaginar algunas situaciones de la vida cotidiana para ponerlo en evidencia.
Pongamos el caso de un padre de familia, completamente desprovisto de cualquier experiencia y habilidad para la carpintería, que haya insistido en fabricar él mismo una mesa para el salón, y que tras varios días de trabajo quiera presentar la obra a su mujer. Ésta, al ver que la mesa muestra signos de cojera con sólo alzar la voz, que los bordes están llenos de aristas y que en general parece estar hecha siguiendo el modelo de un tobogán, no creo que se contente con esta explicación de su marido: «entiendo tus críticas y parecen sensatas en un primer momento, pero no has tenido en cuenta un factor importante: esta mesa la he hecho en pleno siglo XXI. Si tienes en cuenta este dato, comprenderás que esta es mejor mesa que la que heredaste de tus abuelos y sobre la que han comido cuatro generaciones».
Imaginemos que el moderno, ese almanaque viviente que nos recuerda siempre y en cualquier circunstancia que estamos en pleno siglo XXI, acude a un restaurante. Supongamos que (contra la costumbre de la especie de la que tratamos) sea omnívoro y además le apetezca un chuletón. Para colmo de improbabilidades, a nuestro moderno le gusta la carne poco hecha, y así lo específica al camarero. Treinta minutos después de tomar la comanda, el camarero arroja sobre la mesa cierta masa chamuscada que presenta la rigidez de una llave inglesa. El moderno se queja: «lo pedí poco hecho». Pero el camarero, con ese mismo aire de desdén que el moderno ha utilizado mil veces al recurrir a la misma falacia, replica: «caballero, usted cree que lo importante es cómo está hecho el chuletón, pero lo importante es cuándo está hecho. Sepa usted que este chuletón está hecho en pleno siglo XXI, y por lo tanto está en su punto».
Un caso más: acudimos a comprar y a la hora de devolvernos el cambio se equivocan en nuestra contra por una cantidad importante. Cuando llamamos la atención a la dependienta sobre el hecho, ella nos responde de este modo: «entiendo lo que dice, y tendría razón si yo le hubiera devuelto ese mismo cambio a las 23:59 del 31 de diciembre de 1999. Pero ¿se ha dado cuenta de que estamos en pleno siglo XXI? Luego el cambio es correcto».
Querer encontrar otros ejemplos y obtenerlos es todo uno. Pero muchas de las personas que reconocerán que el argumento ad novitatem es absurdo aplicado a la mesa, el chuletón, el dinero y otras mil cuestiones, están convencidos de que es totalmente válido e irrefutable cuando se trata de debatir sobre el aborto, la eutanasia, la homosexualidad o la ideología de género. La apelación al siglo tiene un efecto anestésico sobre sus inteligencias; desde el momento en que pronuncian esas palabras dejan de ser sensibles a cualquier razón o argumento.
En realidad estamos tratando con una superstición, puesto que los modernos otorgan al siglo, que no es más que una referencia temporal y que no tiene ningún poder en sí mismo, un carácter mágico y sobrenatural con la propiedad de convertir en verdadero todo cuanto toca. Así, por un sarcasmo de la Providencia, los que abandonaron la religión católica creyendo alejarse de la superstición han acabado por no diferenciarse demasiado de un arúspice del siglo VIII a.C. que creía ver el futuro en las vísceras de una cabra. La posteridad se reirá de los adoradores del siglo XXI como nosotros nos reímos de los arúspices, o quizá más, por cuanto es más ridícula la ignorancia altiva de los modernos que la ignorancia sencilla de aquellos antiguos.
Autor
- Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.