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Seguramente una de las razones que mejor explica el hecho de que Chesterton se haya convertido en una fuente tan inagotable de aforismos, los cuales circulan con cierto aire proverbial entre lectores, sea que nunca escribió formalmente un libro del género aforístico. Como yo mismo he publicado un libro que en su mayor parte está compuesto de aforismos, no seré sospechoso de albergar inquina alguna sobre este tipo de obras si señalo uno de sus defectos o inconvenientes. Me refiero a que en la composición aforística se percibe algo de forzado, de pirueta sostenida, y que el escritor parece decir con cada uno de sus textos breves: «mira, esta es una frase memorable; es tan buena que te la ofrezco directamente, no sea que mezclada en la prosa se te pase por alto». El lector, pues, interactúa con el aforismo sólo de una forma pasiva, porque se le priva de la contribución del hallazgo.

   La predisposición juega aquí un papel importante que atenúa cualquier efecto sorprendente. Si nos encontramos ante un libro de aforismos, damos por hecho que vamos a encontrar algunas frases lacónicas, ingeniosas o paradójicas que contienen ciertos pensamientos condensados. La expectativa es muy alta. Puesto que así presenta su libro, sabemos que el escritor presupone que esas frases por sí solas tienen un valor que las hace estimables o dignas de ser atendidas especialmente y sin ningún otro contexto, por lo que esperamos que el juicio favorable que tiene de ellas coincida con nuestro propio juicio, y la decepción es muy grande si finalmente no ocurre así.

   En cambio, en el género narrativo el escritor comienza con una especie de declaración tácita de humildad. No quiero decir que el escritor no sea realmente vanidoso, puesto que está por hallarse el eslabón perdido que demuestre que ha habido alguna vez un escritor sin vanidad; pero sí que se crea esa ilusión de humildad, pues aunque sabemos que el escritor tiene el suficiente buen concepto de su obra como para publicarla, no nos indica qué lugares concretos le parecen remarcables. En la narrativa muchos pasajes son necesarios sólo como parte del engranaje, pero no tienen belleza propia, y como la línea entre ambas partes es subjetiva, no sabemos qué opina el escritor de ellas.

   Puede que un paralelismo con otro arte, el de la pintura, explique mejor este punto. Un cuadro puede contener un trazo más sublime que el resto, o una parte que por su calidad llama más la atención que las otras. Por ejemplo, los ojos irritados por el llanto y las mismas lágrimas de san Juan y los otros circunstantes en la obra El descendimiento, de Rogier van der Weyden; o bien los huevos fritos que fríe la Vieja en el cuadro de Velázquez; en fin, una mano, un pliegue del vestido, un tirabuzón del cabello de una mujer o el dedo meñique del pie pueden atraer nuestra mirada en un cuadro. Pero si el pintor presentara cada una de esas partes como un todo, de modo que esos detalles se convirtieran en la obra misma y llenaran por sí solos el lienzo, el efecto no sería el mismo. La búsqueda de lo sublime es parte del valor de lo que se busca. El encuentro inesperado, la sensación de descubrimiento o la recompensa a la concentración forman parte de la belleza que encontramos, y para siempre quedan unidos a ella, como un último elemento que le faltaba y que el artista nos ha dejado incorporar.

   Por eso los aforismos que logran mayor éxito siempre serán aquellos que estaban ocultos en la prosa, porque no es obra del escritor solamente, sino que los lectores han contribuido a sacarlos a la luz. Podemos decir, según esto, que existen aforismos artificiales, y son los que se presentan con su forma ya acabada y expresa, y los aforismos orgánicos, aquellos que se van formando por el concurso de lectores y años, que han sido concebidos con naturalidad, en que la lectura conjunta ha sido la comadrona, que han estado cierto tiempo gestando en la prosa para más tarde ser dados a luz, y cuya fisonomía se ha ido definiendo y haciendo reconocible por el trato continuo y la familiaridad con el público.

   Sin duda que los aforismos de Chesterton pertenecen a esta segunda clase. Se han ido entresacando de sus obras con esa lentitud orgánica que es el sello de toda creación duradera, ha sido el público el que los ha reconocido y quien les ha dado el carácter de aforismos, juzgando que merecían trascender el contexto en el que habían sido escritos para elevarse a una nueva condición, para abandonar el mundo de la literatura y pasar a ser también propiedad o al menos usufructo del pueblo llano o más iletrado. Hoy en medio de cualquier debate o conversación puede surgir inesperadamente una cita de Chesterton, incluso cuando se ignore a quién pertenece.

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   Cierto que esa popularidad provoca no pocas veces que se citen frases que no son literalmente suyas, como la que tan a menudo se le adjudica con ligeras variantes: «cuando el hombre deja de creer en Dios, no es que comience a no creer en nada, sino que comienza a creer en cualquier cosa». Lo cierto es que ese pensamiento es bastante antiguo, y en cuanto puedo recordar ahora mismo, lo he leído con diferentes perífrasis y matices en Séneca, Tertuliano, Pascal o Joseph de Maistre. Sin embargo, sí encontramos en un relato del Padre Brown una frase bastante aproximada que pudo dar origen a la cita espuria: «El primer efecto de no creer en Dios es el perder el sentido común y no ser capaz de ver las cosas como son… Y todo porque no os atrevéis a decir estas cuatro palabras: «Él se hizo hombre». El pasaje, que es un poco más extenso y que he abreviado por medio de puntos suspensivos, es quizá mejor que la perífrasis que circula en nombre de Chesterton, pero es menos manejable, y como al fin y al cabo viene a expresar el mismo pensamiento, la tradición oral y escrita ha ido puliendo las aristas del pasaje original hasta dejar una expresión más compacta y lacónica.

   Es natural, por tanto, que con cada nuevo libro de Chesterton que se publica el lector tenga la sensación de que coexisten dos libros: uno el que compra y que posee en común con los demás lectores, tal como ha salido de la imprenta, y otro el que resultará de todos los pasajes que subraye durante las lecturas. Quizá uno de esos pasajes subrayados no se ha tenido en cuenta hasta ahora, y puede que con esa primera línea que lo circunscribe se inicie el proceso de «proverbialización». Puede que cambie su forma en el proceso, o que se modifique levemente, pero persistirá su esencia.

   Con el nuevo volumen que la editorial Encuentro ha publicado, Muchos vicios y algunas virtudes, tenemos una nueva oportunidad de experimentar esa felicidad de la lectura dinámica y creadora. El volumen es el quinto de una serie que nos ofrecerá todas las colaboraciones de Chesterton para el semanario gráfico The Ilustrated London News, en el que Chesterton colaboró con sus artículos desde 1905 hasta 1936, año de su muerte. Muchas editoriales han optado por reunir los artículos de Chesterton en base a un criterio temático, sistema para nada desdeñable y que presenta muchas ventajas, como la de unificar el pensamiento del autor sobre determinados asuntos que fueron tratados en diferentes tiempos siguiendo el impulso de la ocasión y de las eventualidades que empujaban dichos asuntos hacia la palestra de la actualidad. De esta forma, lo que estaba disperso por el tiempo pero unido por un mismo juicio general del autor, se presenta unificado en todos los sentidos.

   Pero la propuesta de la editorial Encuentro ofrece también otras ventajas que no podríamos obtener de otra manera. Nos permite situarnos en la perspectiva del escritor inglés y así recorrer con él, en un relativo orden cronológico, su época tal como se le ofrecía a él mismo, con sus inesperadas noticias, con la apremiante realidad, con su flujo de acontecimientos, y todo ello nos permite asistir al flujo de pensamiento del mismo escritor, que se enfrenta al vertiginoso zigzagueo de la realidad. No nos encontramos con la artificialidad de lo sistemático y premeditado, sino con la natural espontaneidad del presente.

   El ensayista combate con el traje reglamentario, conoce las reglas, ha estudiado a su rival; el articulista, en cambio, se encuentra en medio de un combate callejero que no esperaba, con el vestuario con el que iba a comprar el pan, y sin conocer al rival que pretende rebanarle el pescuezo. Si en el ensayo íbamos a poder apreciar más su técnica y habilidades, aquí vamos a conocer más su temperamento y su capacidad de adaptación. Pero si esos artículos se extraen de su contexto para reunirlos por afinidad temática, pierden algo de su hermosa brutalidad. Es como aquellos que antes de una pelea callejera se dedican a trazar las reglas: «no valen los golpes bajos», «no vale pellizcar», «respétame los dientes», etc. Si se comienza así, la batalla campal se convierte en una sesión de esgrima.

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   Al presentarnos los artículos escritos para un mismo periódico, y en el orden en que fueron escritos, asistimos a la batalla del hombre con su tiempo tal como sucedió, sin que escojan por nosotros los mejores momentos o extraigan partes de la batalla para reunirlos con el nombre de una batalla diferente.

   En este quinto volumen de la serie se recogen los artículos que escribió para este semanario en 1910, semana tras semana, y así podemos leerlos tal como un contemporáneo del mismo Chesterton los leía al tomar el café matinal. Por eso al comenzar el libro, y con independencia del día en que nos encontremos antes de abrirlo, comenzamos a encontrarnos en sábado, 1 de enero de 1910. Muy probablemente en alguna página de los diarios londinenses se informaba de las intensas lluvias que asediaban París y que a finales de ese mismo mes provocarían que el río Sena convirtiera la capital de Francia en una provisional Venecia. Puede que hubiera alguna referencia para el ahora mítico estadio de fútbol Old Trafford, entonces recién construido, y que no sería inaugurado hasta un mes después. El inminente Tratado de Punakha, el candente tema de las Malvinas, las noticias relativas a colonias inglesas como la India acaparaban las páginas de la mayoría de diarios.

   Pero en el The Ilustrated London News había un rincón para un escritor que llevaba años sorprendiendo con sus puntos de vista perspicaces, su humor punzante aunque no corrosivo y sus paradojas inesperadas. No se queda en la superficie de los acontecimientos del presente, sino que penetra en ellos para extraer su núcleo. A veces toma un rodeo que parece que va a alejarlo para siempre de la cuestión, pero pronto descubrimos que para llevarnos a ese lugar intransitado desde el cual contemplar dicha cuestión en realidad ha tomado el camino más corto. Sabe encontrar las conexiones ocultas que comunican un hecho con otro, incluso cuando a primera vista nadie los hubiera relacionado, y seguir la pista a temas trascendentales a partir de indicios en apariencia nimios, de modo que el pelo de una niña puede llevarle a explicar toda su cosmovisión y servirle de regla ética universal.

   Llego al final de estas líneas sin haber escrito nada concreto sobre el libro, sólo divagando sobre su autor. Quizá tú, lector, esperabas una reseña en la que me dedicara a desmenuzar el libro y a adelantar los temas que se tratan en él; pero una razón de peso me lo impide: no soy adivino. Me encuentro en el mismo punto del tiempo que tú, pues tengo el libro en mis manos. Ayer despedimos el año 1909. Esta mañana nos hemos cruzado en la calle, justo en frente de un bar londinense, ambos en busca de un café. En una de las mesas del bar se encuentra el The Ilustrated London News, y en las páginas de ese diario el primer artículo de Chesterton del año 1910. ¿Qué esperas que te diga respecto a los artículos que todavía no se han publicado? Lo único que puedo hacer es cederte el paso, amigo lector: tolle, lege.

 

Autor

Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.
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George

Una reseña muy interesante y bien escrita, me han entrado ganas de leer el libro.

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