23/11/2024 22:45
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Soy un acérrimo defensor de las grúas aunque pueda resultar chocante. Allí donde vaya, tengo por costumbre fijarme si sus imponentes y amenazantes estructuras nos vigilan desde lo más alto. La gente en general no las aprecia y expone sus muy loables motivos: Rompen el paisaje, urbano o rural, y son la causa de que se genere ruido, polvo e incomodidades aunque por un tiempo limitado; nos impiden sacar fotografías o grabar un video de ese castillo, catedral, etc. ante cuya belleza quedamos extasiados y no podemos plasmarla en nuestros artilugios para recordar la historia que rezuman sus viejas piedras y emocionarnos viendo de lo que era capaz de construir el hombre cuando ellas no existían pero pagando un altísimo precio en vidas.
Las grúas son sinónimo de progreso, trabajo, ergo de riqueza; son un signo inequívoco de que la actividad económica goza de buena salud: se construyen viviendas, pabellones industriales y se acometen todo tipo de infraestructuras. El tajo bulle con la actividad de los diferentes gremios sin prisa pero sin descanso generando además riqueza en derredor a saber, tiendas, hostelería, etc. Una comarca, una ciudad en las que apenas se vean grúas significa estancamiento. Gracias también a ellas podemos llevar a cabo operaciones de rescate que sin su aportación conllevaría grandes dificultades. En definitiva, la grúa facilita el trabajo. Recientemente hemos visto imágenes de grúas que muy a su pesar se han hecho tristemente famosas, virales, en las que en lugar de elevar materiales de construcción, lo que cuelga de ellas es una persona.
Las han convertido en un aviso a navegantes, un tétrico faro que se ve en lontananza. Si las grúas pudieran hablar dirían que han prostituido su cometido y en consecuencia se declararían en huelga de aguilones, si  tuvieran sentimientos, llorarían desconsoladas.

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REDACCIÓN
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