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En un mundo dominado por los hombres Teresa Carreño fue, junto con Clara Schumann, de las primeras mujeres concertistas y de fama mundial. Fue tal su fama que tocó para el presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln y para los compositores Gioacchino Rossini y Franz Liszt. Niña prodigio, excelente pianista, sensible compositora, una de sus composiciones, el vals “Mi Teresita”, se convirtió en el himno de sus actuaciones. María Teresa Carreño García de Sena nació en Caracas (Venezuela) el 22 de diciembre de 1856. Era hija de Manuel Antonio Carreño, de quien recibió una educación, tanto musical como general, muy esmerada y completa, en una época en la que las niñas eran relegadas en este sentido en todos los países del mundo. Desde luego, no debemos olvidar que el famoso libro Manual de Urbanidad y Buenas Maneras de su padre, que llegó a aprobarse como texto en las escuelas españolas incluso antes que en las venezolanas, estaba dirigido a los jóvenes de ambos sexos.

La bella y pequeña Teresa Carreño se inclinaba sonriendo graciosamente. El público, más de mil doscientos cincuenta personas, que llenaba el Irving Hall de Nueva York, aquel martes 25 de noviembre de 1862, aplaudía, gritaba en una algarabía ensordecedora. Ante tal entusiasmo, la niña no sólo se sorprendió, sino que sintió pánico, miedo incontenible. Tuvo que refugiarse atemorizada detrás de su padre. Pronto recobró el aplomo. Las canastillas y los ramos de flores invadieron el escenario. Ella levantó la falda de su vestido y lo llenó de las flores que le prodigaban. Un caballero de la sala le hizo entrega de una muñeca rubia, de ojos azules, que decía mamá. A pesar de la prohibición materna de que no debía hacerlo, corrió por el escenario. Era llamada una y otra vez. Saludaba manteniendo su muñeca amorosamente entre los brazos, acunándola con gran ternura.

El programa de noviembre de 1862 de Irving Hall de Nueva York, anunciaba que el teatro abriría las puertas a las 7 y a las 8 de la noche en punto, empezaría el concierto. Anunciaba la primera presentación en público de Teresa Carreño quien aun no había cumplido los nueve años. Como era costumbre de la época, la artista principal actuaba asistida de otros artistas. Esta vez la pequeña pianista tenía como participantes en su recital a dos cantantes; la soprano Elena D’Angri y el tenor William Castle, un violinista, Theodore Thomas, más un pequeño conjunto instrumental integrado por dos violines, viola, violonchelo y bajo. Con este conjunto de cuerdas, Teresa Carreño ejecutó el Rondó Brillante de Hummel y después, sola, tres piezas brillantes, las Fantasías sobre Moisés en Egipto de Sigismund Thalberg; el Nocturno de Theodor Doehler y Jerusalén, gran fantasía triunfal de Luís Moreau Gottschalk, pieza que a pesar de las dificultades que encierra, la novel pianista la aprendió en cinco días, según el comentario de los asistentes. Desde pequeña demostró poseer una memoria asombrosa. A veces le bastaba dos días para memorizar una obra. En aquel concierto, para complacer el fervor del público, tocó un vals que había compuesto en honor al maestro Gottschalk.

El talento de la prometedora Teresa se había impuesto en Nueva York y su fama se extendía más allá de la ciudad neoyorquina. Gottschalk seguía con gran afecto la trayectoria de la venezolanita. Al empresario Harrison le escribió desde Cincinatti: “Según veo en la prensa el furor actual es la pequeña Teresa. Esto me complace mucho. Ella no es solo una niña maravillosa sino un auténtico genio. Tan pronto como me instalé en Nueva York y a mi gusto, pienso dedicarme a su enseñanza musical. Debe llegar a ser algo grande y lo será”.

Los elogios continuaban en la prensa. “Esta niñita ha creado una excitación en los círculos musicales” escribía el Herald Tribune “y un furor más genuino que cualquier artista llegado a Boston desde la visita de Jenny Lind”. Un largo artículo del Daily Post terminaba contando que un turista había dicho con exageración “ver Nápoles y después morir. Pero hoy, antes de morir podría oír a Teresa Carreño”. Teresa Carreño evocó estos primeros años escribiendo:

El hecho de que hubiese comenzado a tan temprana edad mis estudios fue una gran ventana para mí. La voz del piano me atraía y ya desde los tres años intenté arrancarle sonidos al instrumento. A la edad de seis años y medio empecé a estudiarlo seriamente de tal manera que a los nueve tocaba piezas tales como la Balada en la bemol de Chopin. Me fue por otra parte sumamente provechoso el haber tenido en mi padre un maestro ideal. Habiendo él observado que me gustaba el piano, decidió enseñarme sin pérdida de tiempo. Era él un apasionado amante de la música, y es indudable que de no haberse inclinado por el bien de la patria hacia la política, habría llegado a ser gran músico. Desarrolló un maravilloso sistema de enseñanza pianística, y la labor que conmigo realizó, la aplico yo ahora a mis discípulos”.

A la pequeña Teresa Carreño le gustaba improvisar. No disponía de recursos técnicos para hacerlo con facilidad, aún no había estudiado armonía, ni contrapunto, ni siquiera sospechaba de algunos procedimientos compositivos; pero tenía talento, exceso de talento y de imaginación. Acostumbraba a improvisar, o mejor a variar, temas y trozos de óperas. En ese momento en Caracas alrededor de 1861 la ópera gozaba del prestigio de ser la expresión superior de la música. La Norma de Bellini era sometida a las transformaciones de la sin par Teresita. Otras veces le gustaba improvisar sobre canciones y melodías que le señalaban los amigos de su padre que asistían a las tertulias de los Carreño. Entonces su imaginación se desbordaba.

La estructuración del programa del concierto de mediados del siglo pasado, en particular de los norteamericanos, señala la orientación que la música tenía en el país, donde la diversión y lo espectacular predominaban. Por eso las obras que figuraban eran de deslumbrante ejecución, pertenecían a autores que en los días presentes están justamente relegados. Para el asiduo asistente a las manifestaciones musicales de entonces, la producción anterior al 1800 no existía y no tenía inquietud alguna por conocer la música nueva, en el momento en que disponía de la significativa producción de Beethoven, Chopin, Schuman, Mendelssohn y de tantos otros.

Por razones económicas y con el propósito de alcanzar notoriedad, especialmente el artista joven que iniciaba la carrera actuaba como asistente de alguna de las luminarias de moda. Oportunidad semejante se le presentó a Teresa Carreño en 1866. Llegó a París con doce años. Allí conoció y logró la protección de Madame Erard, persona influyente y generosa, en cuya casa encontró al notable cronista Eugéne Vivier quien en ese momento representaba la mayor atracción musical de París. En reunión en casa de Madame Erard, el virtuoso francés tuvo oportunidad de oír tocar el piano al prodigio de Venezuela. Vivier se entusiasmó y de inmediato la invitó a participar en el concierto que él ofrecería el 14 de mayo de ese año. La oportunidad fue única para la pianista y su padre.

La elección de las obras de los programas respondía, en Norteamérica, al gusto del público de la época. Por aquellos años, la preferencia de la pianista nuestra eran las obras de Louis Moreau Gottschalk, Sigismundo Thalberg, Jean Henri Ravina, Theodor Dohler, esto es, obras brillantes de bravura. A estos autores se sumaban los imprescindibles arreglos de óperas, con recargos de arpegios, escalas, trinos, fiorituras y tenebrosos trémolos. Después empezaron a figurar en los programas el Nocturno de Chopin, Balada en la bemol y alguna Canción sin palabras de Mendelssohn. Con frecuencia hacía oír sus composiciones muy en el estilo deslumbrante que tanto agradaba al público. A veces el padre participaba con ella, en piezas a cuatro manos o tocando el segundo piano para reemplazar la orquesta en conciertos o en pieza que así lo exigieran. Se acostumbraba a hacerlo entonces como atracción sensacional. Gottschalk siempre incluía en los programas partituras con la presencia de otro pianista.

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El contacto europeo hizo modificar el criterio en las selecciones del repertorio de la concertista. La Sonata Claro de Luna fue la primera obra de Beethoven que incorporó en los programas; luego la Patética y después la Opus 17 No. 1 y en ocasión del centenario del nacimiento de Beethoven en 1870, interpretó con el violinista Joseph Joachin la Sonata a Kreutzer en el Covent Garden de Londres, con tal maestría que la crítica afirmaba que si hubiese tocado en Bonn el entusiasmo habría sido insuperable, ya que su ejecución fue indescriptiblemente encantadora, nítida y acabada. Teresa en marzo de 1870 hacía pocos meses que había cumplido dieciséis años de edad. Con las Sonatas de Beethoven, agregó al repertorio los Estudios Sinfónicos de Schumann, Rondó Caprichoso de Mendelssohn, Scherzo en si bemol de Chopin, Fantasía de Fausto de Liszt, esto es, en afán de encontrar calidad de música alejada de la superficialidad que tanto entusiasmaba a los norteamericanos. Empezó a interesarle la música de cámara. En varias oportunidades se presentó en público tocando la parte de piano del Cuarteto en sol menor de Mozart o la del Quinteto en mi bemol de Schumann.

En Europa tomo clases con Antón Rubinstein. El entendimiento en las clases con Rubinstein no era fácil de lograr. En particular porque la alumna estaba acostumbrada al trato reposado, a las pacientes explicaciones de su padre. Rubinstein era todo lo contrario. Temperamento nervioso, se paseaba de uno a otro extremo de la habitación mientras ella tocaba, a veces la interrumpía con el propósito de sentarse al piano para, a manera de ejemplo, ejecutar pasajes determinados. Teresa lo respetaba, lo veneraba al máximo, aceptaba de él sus indicaciones siempre que fueran lógicas y ella estuviese de acuerdo, pero jamás aceptaba lo arbitrario, lo imperativo, aun cuando viniese de Rubinstein, el ídolo. En cierta oportunidad no estuvieron conforme en determinada interpretación. Rubinstein le ordenó autoritariamente: Usted debe tocar esto como yo. A lo que Teresa de inmediato respondió: ¿Por qué he de hacerlo así? Ante tal rebelión Rubinstein enfureció, tomó una actitud impotente y golpeándose el pecho con rabia le gritó: Yo soy Rubinstein. De inmediato la venezolana con idéntica actitud de arrogancia contestó: Yo soy la Carreño. Una vez pasado el enfrentamiento, una alegre carcajada suavizó la tensión. A partir de ese momento Rubinstein empezó a considerarla de igual a igual, llamándola afectuosamente Sunshina y a veces Bebé. Los temperamentos de Teresa Carreño y de Antón Rubinstein eran muy semejantes. Hasta tenían un marcado parecido en las formas de sus manos regordetas, aun cuando parece que las distancias entre los dedos índices y pulgares de Teresa Carreño eran de mayor dimensión.

En 1872, en Londres, Teresa acompañada de un segundo piano tocó el primer movimiento del Concierto en Sol menor para violín y orquesta de Mendelssohn. Ante tal irreverencia y muestra de desviación hacia el mal gusto, Rubinstein, detrás del escenario, en voz alta para que todos oyeran, en tono suave y firme, le dijo a Carreño: “Teresita eres ahora mi hija adoptiva; pero si en otra ocasión vuelves a tocar solo un movimiento de un concierto sin los otros que le pertenecen, te abandonaré”. El sabio maestro había impartido a la estrella una severa lección de respeto por las partituras musicales, más una auténtica lección de estética que Teresa jamás olvidó.

La influencia de Rossini y de Adelina Patti, inclinaron a Teresa a dedicarse al canto. Rossini permanecía en constante actitud de avizorar voces que sirvieran para sus diversas óperas. Descubrió que Teresa era poseedora de un bello y poderoso timbre de mezzosoprano. Por su parte, Adelina Patti, a quien Teresa admiraba profundamente, despertó con su ejemplo en la joven pianista el deseo de cantar. La cantante la estimuló con pasión; pero fue Rossini el primer profesor de canto que tuvo la artista venezolana. Con el apoyo de estos dos amigos, Teresa determinó que debía prepararse profesionalmente. Empezó estudios de canto y arte dramático con Delle Sedie. La noticia fue recogida en 1867, por la prensa de Boston que profetizaba que: por su rostro y figura podemos esperar una prima donna que será un crédito para el arte. La oportunidad de actuar en escena se le presentó accidentalmente. El Coronel Mapleson con su Compañía Operística, tuvo en último momento la desagradable noticia de que la cantante que hacía el papel de la Reina de los Hugonotes no podía actuar. Desesperado y mal humorado, de repente recordó que Teresa había estudiado canto y a pesar de la negativa de ésta, logró que con sólo cuatro días aprendiera el papel de la ópera de Meyerbeer. La crítica la elogió, pero sus actuaciones de cantante de óperas no pasaron de este primer y exitoso ensayo. El debut fue en Edimburgo el 12 de mayo de 1872. La debutante tuvo que volver a sus antiguas actividades profesionales: el piano.

El húngaro Franz Liszt fue el pianista más sensacional del siglo pasado. Recorrió Europa despertando la admiración de todos, especialmente de las damas, las que se fascinaban con la atractiva presencia del concertista. En la manera de vestir, en los gustos y en los modales, se le imitaba, haciéndosele rodeado de historias sentimentales escandalosas. Nicolás Paganini, en el violín y Franz Liszt, en el piano, son los dos más célebres virtuosos del período romántico. Liszt, a los treinta y seis años de edad, se había retirado de las actuaciones públicas, del ajetreo de los conciertos. Para 1866 se encontraba en París de visita a su hija Ondine Olivier. La acreditaba e influyente Madame Erard, quien había decidido relacionar a Teresita Carreño con lo más sobresalientes de París de entonces, logró concertar una entrevista del coloso del piano y la encantadora venezolana. Entrevista que arregló para pocos días antes del concierto de Teresita junto con Vivier, el asombroso instrumentista de corno. Bien sabía Madame Erard de la importancia del recibimiento y de la opinión de Liszt para el éxito que esperaba para su protegida.

A los pocos compases de la ejecución de Teresita, le interés empezó a advertirse en la persona de Liszt, quien se puso de pie y muy quedadamente, evitando el ruido, se trasladó hasta colocarse detrás de la infantil pianista. Al finalizar la pieza, Liszt colocó sobre la cabeza de la niña, sus dos manos de predestinado, cual si trasmitiera el espiritual fuego sagrado, diciéndole sentenciosamente: “Pequeña, Dios te ha dado el mayor de los dones, el genio. Trabaja, desarrolla tus talentos. Sobre todo continúa fiel a ti misma y con el tiempo y serás como uno de nosotros”.

En el debut de Nueva York, Teresa Carreño tocó el Rondó de Hummel con acompañamiento musical, conjunto de cuerdas, que lo dirigía Theodore Thomas. Muchos años después en Chicago, el 15 de julio de 1888, Thomas la dirige en el Concierto en re menor de MacDowell, dedicado a Teresa Carreño. Thomas había nacido en Alemania, llegó a los Estados Unidos a los diez años de edad como un niño prodigio del violín. Acostumbraba a tocar con Teresa y en el concierto de 1862, actuó como violinista y director conjuntamente. Dos años después, en 1864, en el mismo Irving Hall, ofreció una serie de conciertos dedicándose desde entonces a la dirección, habiendo sido el pionero de la actividad sinfónica norteamericana. El director propiamente tal con el cual por primera vez participa Teresita fue, en 1862, el director de la Sinfónica de Boston, flautista y director de coros Karl Kerrahn. Con Kerrahn, alemán nacionalizado norteamericano, Teresa interpretó el Rondo Brillante en mi bemol mayor Opus 19 de Mendelssohn.

En esta etapa hay cuatro hechos importantes en la vida de Teresa Carreño. De septiembre de 1872 a mayo de 1873, participa en la gira por Estados Unidos con la Compañía Patti-Mario, período en que se afianza el romance con Emile Sauret, romance que finaliza en matrimonio en junio de 1873. A este segundo acontecimiento de carácter nupcial se agrega el tercero con el nacimiento del primer hijo, que es una niña que llama Emilia, nacida el 23 de marzo de 1874. Por último se marca el cuarto hecho, el fallecimiento de su padre, Manuel Antonio Carreño, a fines de agosto de 1874.

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Teresa Carreño fue una de las primeras concertistas que ejecutaba de memoria el programa. Aprendía y memorizaba las más difíciles piezas en muy corto tiempo. Tenía una memoria prodigiosa. La Carreño desplegaba actividad sorprendente con asombrosa energías mantenidas. Ofrecía por término medio ciento cincuenta conciertos al año. Vencer las dificultades de los viajes en trenes lentos, mal acondicionados; tener que trasladarse por tiempo largo lo que significaba llevar baúles repletos de ropa y de partituras; pernoctar en uno y otro hotel en ciudades diferentes, admira la resistencia de quién lo realiza. Maravilla, cuando no asusta, que tal proeza la cumplió una mujer que no decayó jamás; que se mantuvo en magníficas condiciones físicas y espirituales en un constante vuelo ascendente, durante cincuenta años de vida pianística. Según la opinión médica, el exceso de trabajo precipitó su muerte. Muy raras veces tomo el descanso adecuado, de tranquilidad absoluta. En algunos suspensos del ajetreo teatral público, por ejemplo en el verano de 1898, la celebridad mundea para aislarse, decidió alquilar un pequeño, incómodo y grato castillo en Schaz cerca de Innsbruk.

A lo largo de la trayectoria pianística de Teresa Carreño, la opinión de la crítica fue siempre favorable. Podían o no estar de acuerdo con su versión interpretativa, apreciar o no la momentánea calidad personal de la intérprete, pero estas y otras observaciones las escribieron con el respeto y admiración debido a su alta categoría de pianista. De los primeros años en New York, 1862, J. G. Maender, compositor y profesor de piano, escribía:

Tocó la Norma con gran espíritu y fuerza, pieza que tenía dificultades como para cuatro manos, con más razón para dos y siendo las de una niña.

Igual entusiasmo despertó en Boston, donde el poeta colombiano Rafael Rombo en un largo artículo que apareció en Crónica decía: “Tiene una evidente predilección por la sencillez y por la forma puramente clásica… el genio ha hecho comprender que la violencia es el recurso de la debilidad”. También en Boston hubo las oportunas palabras de advertencias acerca del posible peligro del fabuloso talento. John Sullivan Dwight, el más autorizado y respetado crítico de Boston y quizás del país, en ese entonces dueño y director del Dwight Musical Journal señalaba que: “¡Ojalá tenga una sabia dirección y no se malgaste prematuramente ante el público! Es demasiado valiosa para exhibirla constantemente”.

Tan pronto llegó a París recibió el encomio de la crítica y de músicos notables. Sin reservas la elogiaron Gioacchino Rossini, Charles Gounod, Ambroise Thomas, Esprit Auber, Héctor Berlioz o Franz Liszt, a cuya genialidad de virtuoso unían la de ella. La crítica de París informaba que su éxito es pasmoso; toca como Liszt. L`Evenemnt anotaba que “es una pianista de fuerza asombrosa; un Liszt con faldas”. Después una opinión semejante, de unir el talento de la Carreño con el de Liszt, Clara Wieck de Schuman declaró que “gracias a Dios que antes de morirme he podido escuchar a Liszt hembra”.

La crítica londinense en 1877 la reverenció en el Athenaeum en los términos siguientes: “Tiene gran agilidad y puede dominar todas las dificultades; más aun, posee una fuerza prodigiosa si se considera que las suyas son manos femeninas y casi infantiles”.

El debut de Teresa Carreño en Berlín el 18 de noviembre de 1889 significó algo sensacional y, así, se recordaba como un evento de asombro: “Hace tiempo que no oía una pianista que me atrajera por completo”. Éste fue el comentario del Aligemeine Musikzeitung, y agregaba en el extenso escrito: “Con una perfecta técnica completa y deslumbrante, con la fuerza de dos pianistas y con un sentido de ritmo fuertemente arraigado en ella, Frau Carreño, une a la libertad espiritual la independencia de interpretación, que la colocan muy por encima del simple pianista en el reino verdadero del arte”.

Al concierto de presentación en la capital alemana, asistieron los más eminentes músicos entre ellos el director de orquesta Hans von Bulow, cuyo juicio estricto era altamente estimado, ya que él no lo prodigaba y, a menudo, lo expresaba despiadadamente. Hans von Bulow afirmó categóricamente: “Es sin duda la pianista más interesante del presente”.

Años más tarde, en Octubre de 1890, bajo la dirección de Hans von Bulow, tocó Teresa Carreño el Concierto No. 4 en do menor, Opus 44 de Camille Saint-Saens. Bulow, con entusiasmo, escribió al día siguiente al empresario Hermann Wolff: “La Señora Carreño estuvo formidable, realizó algo digno de admiración…el público estaba fuera de sí, materialmente frenético”.

Más o menos, alabanzas se encuentran en los centenares de elogios, en uno y en otro idioma, que se vertieron cerca de la famosa pianista en los recorridos por los países del mundo. El musicólogo y compositor alemán Walter Niemann, formado al lado de Riemann y de Reinecke, estimado en ese entonces como la pluma más autorizada en opinión musical redactó un largo y concienzudo ensayo acerca de la evolución del estilo pianístico de Teresa Carreño en sus últimos años. En él, Niemann afirma: “De qué modo tan diferente y con qué plenitud ha madurado la ejecución de la Carreño hasta alcanzar su dorado otoño. Una esclarecida madures humana sublimiza lo que toca de manera maravillosa, atractiva y personal. Hoy se deleita en la contemplación serena y reflexiva, cuidando del detalle, del refinamiento técnico, de la mesura y armonía en todo”.

Al finalizar los conciertos, a manera de agradecer las bondades del público, acostumbraba Teresa Carreño hacer el regalo, el obligado número extra, del Vals Teresita, el que era siempre bien recibido, habiéndose popularizado por todas partes. Lo escribió cuando Teresita Tagliapietra, la hija de sus aflicciones, tenía en 1884, algo más de un año. La pequeña balbuceaba, caminaba con dificultad, balanceándose rítmicamente como si quisiera bailar. El Vals Teresita conquistó de inmediato la benevolencia de los públicos y de la crítica. Un comentario alemán decía que el gracioso sabor de habanera y el ingenuo encanto con que lo adornó, son un tesoro, aunque modesto, cual telaraña del amanecer bordada con gotas de rocío. Esta deliciosa joya musical de ternura infinita, con suave y acariciante melodía en ritmo balanceado, es más bien primorosa canción de cuna, que concentra el sentimiento maternal que era proverbial en la gran Teresa.

Para complacer la solicitud que de este Vals Teresita se hacía por todas partes circularon adaptaciones y arreglos especiales; para piano simplificado; mandolina y guitarra, piano a cuatro manos, violín y piano, para trío, piano, violín y violonchelo; arreglos para acordeón, pequeña orquesta de cuerdas y para gran orquesta. Una estrecha y sincera amistad unió a la Carreño con el matrimonio Fritzsch, el editor de Leipzing, a quien por afecto y deseo de testimoniar reconocimiento por la ayuda prestada en momentos difíciles, le obsequió los derechos para toda Alemania de su Vals Teresita, obsequio que representó para el editor un buen aporte de ganancias.

Teresa Carreño murió en New York el 12 d junio de 1917, sus restos llegan a Venezuela en 1938 y son trasladados al Panteón Nacional el 9 de diciembre de 1977.

Autor

César Alcalá
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