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“Nueve meses de invierno y tres de infierno”, oí decir a mis mayores desde pequeño que era el clima de Madrid. Este poco ingenioso juego de palabras no me parece fiel reflejo de la realidad, entre otras cosas porque supongo que no se tiene en cuenta la relativa suavidad de los otoños en esta ciudad. Septiembre tal vez sea el paradigma. Daba gusto ver cómo se prolongaba el verano, a veces hasta finales de octubre, para de un día a otro, recibir las lluvias y el frío. Sea como fuera, es el final y el comienzo del año natural. Creo que se equivocaron cuando designaron a enero como principio del calendario.
También el clima, como el resto de las cosas, ha cambiado y esto indefectiblemente ha conllevado algún cambio de hábito que otro. Me gusta andar revolviendo las hojas de los árboles que por esas fechas inundan las aceras, caminar sobre ellas, y, sobreponerme a este monstruo en el que se ha convertido la gran ciudad en la que habito, permitiéndome contactar por un segundo con la naturaleza. Es domingo y callejeando observo que los nuevos templos a los que la gente acude puntualmente son los centros comerciales, iconos de un mundialismo que atrapa al ser humano, que secuestra su alma, y que ha impuesto su propia liturgia. Es la nueva religión, es el retorno de Mammón. Reniego y blasfemo ante su dios y sus prosélitos, y éstos me miran como si fuera un bicho raro, y recuerdo al instante que he descuidado mis quehaceres espirituales, y me dosifico para acudir a la iglesia y a la taberna, los dos últimos refugios del Hombre.
Y me siento en la última fila de bancos de la pequeña capilla de san Antonio de los alemanes, y aunque haya estado ahí tantas veces quedo absorto ante lo que veo como si fuera la primera vez, una tarde de un no tan lejano mes de septiembre cuando tuve aquella decisiva revelación. Y salgo y me dejo llevar por la calle del pez, que tantas buenas tarde me ha brindado, y por las estribaciones del barrio de Maravillas llego hasta caer en la plaza de las Comendadoras. Y allí observo a los niños jugar, sin preocupaciones ni mentiras, y esa escena la hago mía. A mi lado paso quien fuera mi novia tantos años, y aunque sabemos que nos hemos visto, pasa de largo como si tal cosa. ¡Qué estúpida actitud mantenemos algunas veces el ser humano haciéndonos la vida más insoportable de los necesario!
Después de comer algo en un descuidado antro en donde solamente sirven, como ha de ser, viandas que comieran mis abuelos, me adentro en el centro de ese Madrid misterioso y mágico, olvidado y real, el de la calle del Prado y los pasajes que vieron pasear a Lope y Cervantes, a Calderón y Quevedo. Y me paro a curiosear en los mercados, esos que a no mucho tiempo desaparecerán devorados por el ansía antropofágica de Moloch.
Es por la tarde, el sol declina muy rápidamente, y busco un lugar donde sentarme sin ser molestado y beber un café. Con indignación y repugnancia reparo en que cadenas de hostelería mundialista copan un extenso paisaje en mi ciudad, que se hace difícil en ocasiones hacerse entender con el camarero, que como recipiente utilizan el cartón o que no se puede fumar, Y todo este asqueroso proceder vendido perfectamente por la publicidad, que es el arte de envolver en un precioso celofán excrementos recién eyectados, esgrimiendo, eso sí, que es por tu bien y que se preocupan por tu salud.
Si pudiera escoger, me gustaría morir en septiembre.
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