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Cuando en 1973, el teólogo suizo Hans Urs Von Balthasar entregó al mundo el primer tomo de su Teodramática (Segunda Parte de su Trilogía: Gloria, Teodramática y Teológica), no faltaron los halagos y tampoco, obviamente, las condenas. Hemos dicho alguna vez, que intentamos hacer fenomenología de ojos abiertos, pues nuestra vocación es filosófica y, por tanto, dejamos el examen de toda supuesta heterodoxia en materia de fe a la Iglesia y en ella, a ese puñado de sabios que aún resisten al eclipse de lo sagrado. Y remarcamos, “a los sabios”, no a los fariseos con vocación de jueces, siempre prestos a ponerse en el lugar de Dios.

A nuestro modo de ver, la tesis nodal del planteo de Balthasar, aparece en el tomo IV de la citada obra y es la siguiente:

“Como el hombre no puede desprenderse de su referencia vertical hacia lo absoluto, pero tampoco puede encajar a lo absoluto en su finitud mediante su propia actividad, queda convertido desde el principio en una figura patética sobre la escena del mundo”[1]

El topos “teatro del mundo”, se erige entonces como el escenario donde se desarrolla el drama divino-humano. Si la Encarnación del Verbo hubiese sido una necesidad, la salvación no sería dramática sino lógica. La filosofía hegeliana, por ejemplo, a pesar del afecto romántico de su autor, en su visión panlógica, des-dramatiza la historia.

Balthasar habla de lo teatral, no de la teatralidad, habla de lo dramático como elemento propio de la historia y de la Revelación. La acción y la libertad son connaturales al hombre y, por tanto, lo teatral se erige como un impulso originario. Ya desde niños solemos traducir nuestro mundo de vivencias en situaciones teatrales. En el leguaje y en el juego, en la verdad y en la mentira, en el amor y en el dolor, la vida se impregna del carácter dramático del existir. Este carácter dramático, consciente o inconsciente, ha latido siempre en el fondo de las vidas anónimas y a veces, ha tocado también el cielo empíreo de las grandes obras de arte. Escribe Balthasar:

“La dramática es una agógica, teoría de la trama, y como en la relación entre vida y escenario se borran las fronteras, así también en la acción de Dios con la humanidad queda suprimida la frontera y la “sala de espectadores”; el hombre no es espectador, sino coactor en el drama de Dios, o en todo caso espectador en cuanto es también coactor”. [2]

Podemos preguntarnos: ¿Por qué es importante la figura del teatro? Porque al concebir la existencia personal bajo la óptica de un papel a desarrollar dentro del drama, ello impele al hombre, a ser, a reconocerse como trascendente en medio de la representación. Este despliegue del papel adquiere el rostro del destino desde la concepción pagana o de la misión desde la perspectiva bíblica. Subrepticiamente, late aquí una afirmación: la existencia se puede comprender mejor dramáticamente que épicamente.  Para Balthasar, la riqueza de este abordaje, se levanta como una reserva frente a todas las filosofías acabadas.

La Teodramática estudia entonces el darse de Dios y constituye una respuesta frente a toda una larga tendencia del pensamiento teológico en la que se pretende sustituir pistis por gnosis, es decir, excluir la fe para dar lugar al saber. En esa línea, Jesucristo deja entonces de ser Redentor para devenir solo Maestro. Algo de ello alborea en la teología de Bultmann y su concepto de desmitologización: el elemento salvífico es el mensaje, el kerygma, no la persona de Cristo. Balthasar se afirma sobre su concepción teodramática y escribe, quizás, una de las frases más potentes y bellas de su obra:

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“En la figura de la dramática pregunta humana está ya la dramática respuesta divina. (…) la pregunta alcanza su culmen trascendente, como horizonte insuperable, en el grito abismático de la Cruz”. [3]

Ahora bien, es preciso reconocer, que la relación de la Iglesia con el teatro ha sido difícil, al menos durante todo el primer milenio y más allá. Balthasar cita al gran Clemente de Alejandría cuando en sus Stromata sostiene que el verdadero sabio interpreta en el drama de la vida su papel, ese que Dios le ha confiado y por el que asume acción y padecimiento. No obstante, el teatro como tal, es paganismo, incluso para San Agustín constituye una anti-iglesia. Recién en el Barroco, la fe parece reconciliarse con el teatro. En Calderón cobra relevancia el auto sacramental como instrumento teológico, se escenifica el misterio y allí, la letra teológica se abre a un auditorio. Veinte años antes de la inmortal Obra de Calderón, Francisco de Quevedo había escrito: “La vida es una comedia, el mundo un teatro, los hombres representantes, Dios el autor, a Él toca repartir los personajes y a los hombres representarlos bien”.  Esos prolegómenos al topos calderoniano “El gran teatro del mundo”, aparece con mayor claridad aun en sus memorables versos que rezan:

 

No olvides que es comedia nuestra vida
y teatro de farsa el mundo todo
que muda el aparato por instantes
y que todos en él somos farsantes;
acuérdate que Dios, de esta comedia
de argumento tan grande y tan difuso,
es autor que la hizo y la compuso.
Al que dio papel breve,
solo le tocó hacerle como debe;
y al que se le dio largo,
solo el hacerle bien dejó a su cargo.
Si te mandó que hicieses
la persona de un pobre o un esclavo,

de un rey o de un tullido,
haz el papel que Dios te ha repartido;
pues solo está a tu cuenta
hacer con perfección el personaje,
en obras, en acciones, en lenguaje;
que al repartir los dichos y papeles,
la representación o mucha o poca
solo al autor de la comedia toca.[4]

 

En el barroco, el teatro se instaura como una verdadera configuración de sentido. Con el advenimiento de la Ilustración, esta floresta dramatúrgica cae en un letargo, pues la vida se encamina hacia al encuentro con la Razón. Luego, serán las nuevas formas del teatro postidealista quien sepulte para siempre la idea del “teatro del mundo”. [5]

Mora en el Barroco una pulsión de eternidad, de fractura de toda limitación y, asimismo, en el culmen de esa efusividad, posee clara conciencia del Memento Mori. En sus estudios sobre el Barroco, Horacio Bollini apunta:

“[…] la forma barroca está necesariamente subordinada a una intensidad de otro orden: las napas o estratos de un religare. Incluso las mitologías, lo profano, funcionan como puentes hacia la imagen secreta del Christós”. [6]

La sed de infinito, no solo se encuentra presente en las filosofías de Leibniz y de Spinoza, en la mónada que responde al divino orden establecido y en la omnis determinatio est negatio, sino también en el lente de Galileo, en la espiritualidad del Iñigo de Loyola y en el arte sacro de la época. La estética del Barroco es una verdadera teofanía, sus caminos conducen desde la multiplicidad a la unidad, tal como intuía Spinoza cuando miraba por su ventana el mercado de Ámsterdam atestado de gente. Sobre esta dialéctica de los opuestos, escribe Bollini:

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“Los opuestos que competen al cuerpo y al espíritu se evidencian en el Gran Teatro del Mundo, esa figura que utiliza el Barroco para entender las facetas de lo humano en su faz mecánica y en su raíz metafísica; máscaras y acciones que, no obstante, su florilegio, esconden el Uno místico”. [7]

Nuestro mundo, el escenario histórico en que nos toca actuar, se muestra refractario a dos temas esenciales: la auténtica identidad entendida ante todo como don y la realidad de la muerte como límite natural. De la tragedia griega y el drama cristiano, desembocamos en una comicidad absurda que ni siquiera mantiene la dolorosa dignidad de un Camus y su Sísifo malherido, sino que goza en el “dulce naufragar” sobre la existencia, aquello que denominamos alguna vez “nihilismo de cotillón”. Frente al don del ser que se perfecciona en el descubrimiento (no en la construcción) de la propia identidad natural, el mundo contemporáneo propone la deconstrucción como emancipación. Frente a la realidad ineludible de la muerte, los nuevos cantos de sirena proponen el adormecimiento del sentido y la primacía de la praxis; maquillaje y velocidad. La gran lección del barroco, surge del entrecruzamiento entre pasión humana, aspiración divina, libre albedrío y conciencia temporal. Esos cuatro elementos se hallan desfigurados en su esencia: la pasión en mera agitación de los sentidos, la aspiración divina en consumismo, la libertad en desmesura y la conciencia temporal en huida.

Otro teólogo, contemporáneo de Balthasar y en varios puntos de sus formulaciones teóricas, mucho más polémico que el suizo, hablamos de Karl Rahner, escribió alguna vez: “El siglo XXI será místico o no será”. Promediando el cuarto de siglo, parece más fehaciente la sentencia de Nietzsche, quien hacia finales del Siglo XIX profetizó doscientos años de nihilismo, que la afirmación de Rahner. A este siglo le falta seriedad para ser místico, pero la historia no es nuestra y queda abierta, no somos directores de la Obra, en todo caso, somos co-actores del drama. 

 

 

[1] H. U. Von Balthasar. Teodramática, IV. Ed. Encuentro, Madrid, 1995: p. 71.

[2] H. U. Von Balthasar. Teodramática, I. Ed. Encuentro, Madrid, 1990: p. 22.

[3] H. U. Von Balthasar. Teodramática, I. Ed. Encuentro, Madrid, 1990 p. 25.

[4] F. Quevedo. Epicteto y Focilides en español con consonantes, Madrid, 1635.

[5] Quien tenga interés sobre el decurso del arte teatral en el período al que nos referimos, puede consultar Teodramática, T 1, II.

[6] H. Bollini. El Barroco Jesuítico-Guaraní. Ed. Las Cuarenta, Buenos Aires, 2013: p. 11.

[7] Ibídem: p. 71.

Autor

Diego Chiaramoni
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