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Desde que el suizo Ferdinand de Saussure sienta las bases de la lingüística moderna, sabemos que la lengua tiene un carácter estructural, es un sistema en el que todos sus elementos se interrelacionan. Uno de sus conceptos más importantes es el de la “arbitrariedad” del signo lingüístico. Esto es: no hay causalidad, no existe relación lógica entre la idea y la forma. La lengua es algo convencional, artificial si se quiere. Todos estamos de acuerdo tácitamente en que este objeto en que tomo mi café se llama “taza”. Esta realidad convencional necesita el acuerdo de todos los hablantes y no puede estar al capricho de la voluntad individual. Cualquier lengua, por lo tanto, es estable, coherente, sólida por naturaleza.
El capricho o hábito individual puede afectar al hablante o a un grupo, pero no al sistema. En mi tierra malagueña, como recalcitrantes ceceantes, decimos estoy en la caza de mi zuegra, pero ello no afecta a la vigencia de la oposición s/z en la lengua española, que no es otra la que felizmente poseemos los ceceantes malagueños, y a que lo escribamos con corrección. Esto es lo que Saussure llama el carácter “diacrónico” de la lengua.
Ahora bien, es evidente que la lengua cambia, evoluciona. Nuestro castellano no es el mismo que el del Mío Cid o el de Berceo; aunque sí es casi el mismo que el de Jovellanos -dejando aparte el léxico. Esta mutación es lenta, gradual. La lengua tarda mucho en consolidar unos cambios, que tienen su origen en actos individuales, como estructurales. Sería algo parecido a lo que, en el campo biológico, es una mutación genética provocada por factores externos. Este es el aspecto “diacrónico” de la lengua. La oposición entre sincronía y diacronía es, precisamente, uno de los conceptos fundamentales de la lingüística.
¿Dónde quiero llegar? La forma de hablar de la gente se ha visto afectada, históricamente, por la ideología, por la religión, por el poder. No es éste un fenómeno nuevo. Sin embargo la ideología, de lo Políticamente Correcto, con todo su poder mediático, cultural y político, da una vuelta de tuerca a esta relación histórica entre lengua e ideología. Crea una especie de censura permanente que no permite la infracción de la norma; que corrige o condena moralmente al infractor. En una charla sobre tema literario, una compañera con la que compartía el estrado, me corrigió públicamente un par de veces cuando hice referencia a “hombres” y no a “hombres y mujeres”.
Pero nuestra progresía hispana (y el término “progresía” trasciende al de izquierda: pero ese es otro tema) es más osada y propone directamente cambios en el uso de la lengua. Esto, por los motivos que he expuesto, es imposible porque un acto individual no puede alterar el delicado, secular mecanismo de la lengua, lentamente destilado por generaciones de hablantes.
Además, la osadía de estas novedades se hace mayor, ya que no sólo propone cambios en el vocabulario, que serían más factibles en lo que cabe, sino en las normas (para entendernos, en la Gramática). La Sra. Ministra dice niño, niña y niñe y, no sólo inventa mágicamente una nueva palabra, sino que modifica (lo intenta, seguramente ignorando la imposibilidad del intento) los mecanismos de la formación del género en español.
El último episodio de esta comedia presenta un aspecto digno de mención. La Vicepresidente del Gobierno comenzó una alocución pública dirigiéndose a sus oyentes con un autoridades y autoridadas. La Sra. Vicepresidente no se percató de que autoridad en español es un sustantivo femenino. Por lo tanto, si tenía la buena intención de referirse a ambos géneros, debió decir autoridades y autoridados. Esto se llama: equivocarse erróneamente.
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