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Resulta imposible otorgar más importancia a un libro que quien lo arroja a las llamas por simple temor a su contenido. En un mundo donde el saber escrito ha quedado reducido a vestigio anacrónico en vías de convertirse en símbolo subversivo —diga lo que diga la Irene Vallejo de turno con ojos de cervatillo atropellado—, no puede haber mayor muestra de respeto al papel impreso que confiriéndole el valor social que perdió mucho tiempo atrás, aunque sea para correr a arrebatárselo de nuevo. Recordemos, a este respecto, como el cura y el barbero de El Quijote lanzaron por la ventana, al término de su Donoso Escrutinio, los más preciados objetos de Alonso Quijano al fuego; e incluso terminaron por tapiar su biblioteca. Los libros, como es sabido, tienen consecuencias nocivas para la mente e incluso deberían ser vendidos únicamente acompañados de advertencias disuasorias e imágenes intimidantes, como ya se hace con las cajetillas de tabaco.
Sólo quién no ha padecido en carne propia el esfuerzo que conlleva rellenar un folio en blanco puede disfrutar destruyendo el trabajo que otro ha volcado en él. Pero la destrucción también es una forma de relación con el absoluto inherente a toda creación; no en vano Empédocles dividía el cosmos entre el amor, que según él tiende a la unión, y el odio, que tiende a la disgregación. Los fragmentos calcinados de un libro que ha sido acariciado por el fuego son prueba de ello. El odio al otro, a la más pura expresión artística de su ser y a su forma más íntima de relación con el mundo, sólo puede derivar del odio primordial a uno mismo. Nadie quiere imponer la censura al prójimo con más ahínco que aquel que no sabe qué hacer con su propia libertad de pensamiento; es más fácil, al fin y al cabo, salvar al mundo que salvarse a uno mismo; obtener el ansiado fin de la historia que desentrañar, primero, y actuar, después, conforme al sentido de la propia vida; absolver al ciudadano universal con proclamas mesiánicas que mejorar la vida a una sola persona en apuros con nuestra humilde ayuda. Sobra añadir que la Inquisición siempre será el hogar de los más cobardes.
El Estado, erigido como garante del Progreso, suple al individuo en sus múltiples imperfecciones; la doctrina, establecida como dogma oficial y por tanto en límite del pensamiento, suple el vértigo de nuestros razonamientos personales. Ser esclavo de un amo elegido resulta una forma de existencia muy conveniente cuando se tiene vocación de siervo. Al dios del Progreso se le sacrifican las obras del pasado requeridas para la manipulación de la historia sin titubear porque el progresismo es una auténtica Teocracia cuyos mayores actos de fe son las más viscerales manifestaciones del odio. Todos los Paraísos son lejanos pero suelen demandar un sacrificio en el presente que, normalmente, ha de ser aplicado sobre la cabeza del otro. La política, como supo ver Carl Schmitt, requiere siempre de un enemigo fácilmente identificable al que se le pueda extirpar su humanidad en nombre de un culto —desacralizado— de odio a lo diferente sobre el que se legitima la pertenencia a una comunidad.
Pero la salvación, tan ansiada como inalcanzable, no puede venderse así de barata: aquel que hoy sólo quema libros, como bien sabía Heinrich Heine, no tardará en hacer lo mismo con los hombres; al fin y al cabo de la estética del romanticismo nació el fascismo en la historia. Y cualquier crimen será leve en comparación con la gloria terrenal que las llamas brindarán. Después de todo, ¿qué importa un montón de ceniza, más allá de su procedencia, si con dicha purificación nos situamos un poco más cerca del Edén? Nada, por lo demás, evitará que el reloj se siga agotando, aunque la nuestra sea una época de regresión (encaminada, eso sí, hacia el futuro). Una vez más los demonios del fanatismo puritano y hasta totalitario están sentados en el trono del mundo.
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