23/11/2024 15:52
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Todas las despedidas tienen algo de especial, y esta no iba a ser menos. Hoy despedimos, espiritual y físicamente, a este largo y placido otoño. Quizá por eso me sentía melancólico, como si la nieve del invierno empezara a caer sobre mi alma. Quizá por eso tuve que hacer un viaje inesperado. Evocaba en la sombra azul de la tarde la luz otoñal y triste que bajaba del valle. La campiña estaba llena de misterios y rumores lejanos. Cabalgando mi caballo, loco por servirme, seguí por el camino dibujado de primaveras efímeras, hasta la fuente que lloraba monótona y triste, su eterna soledad de piedra. Una bandada de pájaros agoreros con quimérico plumaje, abrevaba en su cauce. Era su canto un ritmo remoto y primitivo de firmes asechanzas. Cerca del secarral y una mata de juncos, unos caracoles inmóviles, como viejos paralíticos, tomaban el sol.

Como si nada pasara, más que el último día del otoño, proseguí mi camino sin saber a dónde, hasta toparme con una aldea silenciosa y humilde que dormía en la ladera mirando al norte. Una aldea a la sombra que más que dormir soñaba con el regreso de sus hijos emigrados a otras tierras. Soñaba a la sombra del destino su sueño imposible. No había ni un alma en el pueblo. Por fin apareció el único habitante, oriundo y solo un apéndice más del paisaje. Sus palabras eran ásperas y firmes, llenas de aristas como armas de la Edad de Piedra. Los pueblos como los mortales, sólo son felices, cuando no lo saben; es decir, cuando casi pierden su conciencia histórica. Cuando la ley suprema une las hormigas con los astros, al rumor augusto de la Historia. 

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La aventura del viaje sucede cuando se huye del lugar en el que se está para buscar el que no existe. Solo quería escuchar la sonata del otoño, que en cualquier sitio era omnipresente, y llegar a mi inconfesable destino. La naturaleza se mostraba ahora, lujuriosa y salvaje en su memoria remota y presente. Gemía la brisa y la senda despertaba un eco sacrílego y marcial con notas de victoria. Aunque da lo mismo triunfar que hacer gloriosa la derrota. Cada cual tendrá que acogerse a lo que le haya marcado el destino.

La encrucijada estaba servida, y la decisión del nuevo camino, tomada. Mi caballo bien lo sabía y nada le dije. La nueva ruta se hizo liviana y agradable. Apareció al final el monasterio. Llamé a la puerta, así como autoritario, cual si aquello fuese mi propio feudo. Un rumor de hábitos monacales se hizo presente y rasgó el aire. Las dos monjas salieron al locutorio y a través de las rejas me alargaron sus manos nobles y abaciales, de esposas vírgenes. Las dos mujeres me dijeron suspirando que la pobre Concha se moría. Las dos me conocían desde la infancia, y me invitaron a entrar a los interiores sagrados del aposento milenario.

«Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo… ´¡Mi adorado amor, estoy muriéndome y solo deseo verte!` La pobre Concha se moría retirada en el viejo palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando… Yo siempre había esperado en la resurrección de nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que llenaba mi vida con un aroma de fe: Era la quimera del porvenir, la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules donde se reflejan las estrellas del destino. ¡Triste destinos el de los dos! El viejo rosal de nuestros amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura.»

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Por fin sus caritativas hermanos me entraron en el lecho. Vi cómo la pobre Concha se moría. Me acerqué a ella, trémulo y conmovido; besé sus manos blancas que sostenían con el rosario de nácar el último pulso de su vida. Sus ojos hermosos de enferma llenos de amor, me miraron, sin hablar, con una larga mirada. Después en lánguido y feliz desmayo, Concha entornó los párpados. Contemplé su pálido rostro cansado y moribundo. Sentí en la garganta un nudo de angustia y opresión. Abrió los ojos dulcemente y oprimiendo mis sienes entre sus manos que ardían, volvió a mirarme con aquella mirada muda que parecía anegarse en la melancolía del amor y de la muerte que ya la cercaba:

– ¡Temía que no volvieses!

– ¿Y ahora?

– Ahora soy feliz.

Su boca, una rosa descolorida, temblaba. De nuevo cerró los ojos con delicia, como para guardar en el pensamiento aquella visión querida. Con penosa aridez de corazón, comprendí que se moría y que solo podía certificar su muerte. Era el último hálito del otoño.

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