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Sr. Director:
Ante el lío existente con el tema de las eventuales indemnizaciones derivadas de los daños morales y patrimoniales que se están produciendo por la concurrencia del COVID 19 y las actuaciones negligentes de los poderes públicos, convendría aclarar algunas cuestiones que parecen extraordinariamente confusas y que efectivamente lo son, ante la existencia de una legislación y una organización judicial que sistematiza el Poder Judicial en cuatro órdenes jurisdiccionales: Civil, Penal, Contencioso-administrativo y social.
En estas líneas nos limitaremos a esquematizar los problemas planteados por la concurrencia de las acciones indemnizatorias propiamente civiles con las penales, como sucede cuando los daños a resarcir provienen de la realización de un hecho delictivo. Como línea de principio deberíamos decir que de un mismo hecho dañoso pueden derivar diversas consecuencias: así, por ejemplo, en el caso de un homicidio causado intencionadamente (dolosamente), el artículo 138 del Código Penal impone a su autor una pena de prisión de 10 a 15 años. Sin embargo, dejando de lado el supuesto de un indigente sin familia, de ese mismo hecho se derivarán también toda una serie de daños morales y patrimoniales, para la propia víctima y para terceras personas. Sin entrar aquí en el debatido tema de si la pérdida de la vida es, en sí misma, un bien evaluable a efectos indemnizatorios, o si la propia víctima será la titular de ese derecho que transmite a sus herederos, lo que resulta claro es que aquellos que estaban vinculados con el fallecido por fuertes vínculos afectivos (pareja, hijos, padres, etc.) experimentarán el lógico dolor por la pérdida de un ser querido, y que ese dolor supone un daño moral que otorga el derecho a obtener la correspondiente indemnización. Además, aquellos que dependían económicamente de los ingresos del obitado sufrirán un daño patrimonial que también habrá de ser cuantificado e indemnizado (pareja, hijos). Sin mencionar que los eventuales gastos sanitarios y funerarios también pueden incrementar el importe de la indemnización en favor de quienes hayan tenido que afrontarlos.
Precisamente por ello, el artículo 116 del Código Penal especifica que toda persona responsable (criminalmente) de un delito, lo es también civilmente, si del hecho se derivaren daños o perjuicios. Otra cosa es que la acción civil indemnizatoria pueda ser ejercida, y normalmente se ejerza junto con la penal, por economía procesal y de tiempo, viniendo obligado el Ministerio Fiscal a interponer ambas. Pero el perjudicado puede renunciar a ella o reservársela para su posterior ejercicio ante los tribunales de lo Civil, usando la opción contemplada en el artículo 109.2 del Código Penal.
Ahora bien, cuando la muerte se deriva de varias causas que contribuyen simultáneamente a la producción de un daño, el problema se complica notablemente a la hora de determinar si existe responsabilidad criminal y también responsabilidad civil orientada a la exigencia de las indemnizaciones referidas. Normalmente siempre existirán varias causas en la producción de un homicidio: por ejemplo, el policía que deja su arma al alcance de su hijo, en caso de que éste la utilice para matar a otro dolosamente. Con independencia de la condena del hijo como autor de un homicidio doloso, se plantea en esta clase de supuestos si podría imputarse a su padre ese delito a título de imprudencia o negligencia en el cuidado de su pistola (no entraremos en cuestiones técnicas sobre la posibilidad de coautoría imprudente en un delito doloso), con las correspondientes repercusiones en cuanto a la responsabilidad civil orientada a exigir las indemnizaciones correspondientes.
Algo parecido ocurre con las muertes derivadas de un caso fortuito, una fuerza mayor o un padecimiento previo de la víctima, cuando esos hechos concurren con una actuación negligente en la producción del daño (la Jurisprudencia sobre responsabilidad por tratamientos médicos o quirúrgicos negligentes está llena de estos casos). El problema siempre es el mismo: determinar cuál fue la causa más relevante, si el caso fortuito, el comportamiento negligente o ambos: en el primer caso procederá la absolución, en el segundo, la condena por delito imprudente con la correspondiente responsabilidad civil indemnizatoria. En cuanto al tercer supuesto, y refiriéndonos a la mera responsabilidad civil orientada a indemnizar el daño, lo más usual es que haya una responsabilidad civil “atenuada”, reduciendo el importe a indemnizar en atención a la cuota o proporción determinada en la Sentencia. Todo esto es un mero esquema, y existen diversos criterios que la Jurisprudencia suele utilizar para resolver estos difíciles problemas de causalidad concurrente e individualizar a cuál de ellas imputar el delito y el daño (causa más próxima, causa relevante, prohibición de retorno, causa adecuada y otros cuyo desarrollo excede con mucho el propósito de estas líneas).
Como habrá podido ir deduciendo el lector, este es el principal obstáculo con que se encontrarán las acciones penales e indemnizatorias, planteadas contra miembros del Gobierno o asesores de éste, en cuanto a las muertes causadas concurrentemente por el COVID-19 y sus eventuales negligencias. No bastará con la prueba minuciosa de los actos concretos en que pueda fundamentarse esa negligencia, sino que habrá de ser demostrada también la incidencia causal de esas imprudencias en relación con las muertes. Como todas ellas muertes no habrían podido evitarse, aunque el comportamiento del Gobierno hubiera sido irreprochable, la estimación de responsabilidad penal exigirá una prueba clara y terminante de que esa actuación incrementó notablemente el número de fallecidos, lo cual a su vez exigirá una cuidadosa elaboración de las correspondientes pruebas periciales.
También ha de tenerse en cuenta que, cuando se plantea una acción penal contra autoridades, agentes y contratados de entes públicos, la petición indemnizatoria (acción civil) debe dirigirse también contra el ente público, puesto que de existir condena penal contra esas autoridades, agentes y contratados, la responsabilidad Civil orientada a obtener indemnización por los daños causados se extiende al citado ente público, aunque sea con carácter subsidiario y como se establece en el artículo 109 del Código Penal. Eso significa que primero se acude al patrimonio personal del penado, pero una vez agotado éste las indemnizaciones restantes habrán de ser cubiertas por la Administración (si solo se reclama indemnización, acudiendo a la Jurisdicción Contencioso-administrativa, la que responde directamente es la propia Administración, pero esto es otra historia).
Otro problema que se planteará en el caso de acciones penales y/o indemnizatorias, es el que en el ámbito procesal se conoce como “legitimación activa” de los demandantes, cuestión que viene determinada por su interés en relación con el objeto del proceso. Siguiendo con la limitación de este breve esquema al eventual recurso a la Jurisdicción Penal, hemos de realizar las siguientes observaciones de interés, apoyadas todas en la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal:
1.- De todo delito nace acción penal para el castigo del culpable, y puede nacer también acción civil para la indemnización de los daños, según establece rotundamente el artículo 100 de la citada Ley de Enjuiciamiento Criminal, reafirmando la diferencia entre ambas acciones a la que ya aludimos también en los párrafos anteriores.
2.- La acción penal es pública, y por tanto todos los ciudadanos pueden interponerla de acuerdo con el artículo 101 de la propia Ley. Luego la acción civil no lo es, porque solo corresponde al que haya experimentado un daño como consecuencia del delito.
3.- El perjudicado, al que la Ley de Enjuiciamiento llama “ofendido”, puede renunciar a la acción civil, porque es suya, pero la acción penal seguirá adelante, como dispone el artículo 108 de la norma citada. Además, la renuncia sólo perjudica al renunciante, no a otros eventuales perjudicados.
4.- La extinción de la acción penal no afecta a la civil, y viceversa, como se deduce de los artículos 116 y 117 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, porque son acciones distintas cuyos titulares o legitimados también lo son.
Parece claro, por tanto, que nos encontramos ante dos acciones radicalmente distintas y que, mientras la legitimación para interponer acciones penales se atribuye como norma general a todos los ciudadanos, la legitimación para plantear la acción civil se circunscribe a los que hayan sufrido daños morales o intelectuales como consecuencia del delito, debiendo probarse la efectiva existencia de esos daños, la repercusión en el patrimonio del demandante y su imputación al hecho delictivo, todo ello de acuerdo con la Jurisprudencia recaída sobre el particular. En el caso de daños derivados de la muerte de una persona habrá de probarse la relación que existía con el fallecido, pero también, como aspecto absolutamente fundamental, que el óbito se produjo precisamente a causa del coronavirus y de la negligencia en su gestión. Aquí es donde incide la actuación del Gobierno consistente en reducir el número de muertos “por” coronavirus, exigiendo unos requisitos que le permiten reducir la cantidad de fallecidos y que produce la consecuencia indirecta de rebajar también el de los perjudicados que pueden probar tal condición para exigir las correspondientes indemnizaciones en ejercicio de la acción civil. ¿Cómo demostrarán esos perjudicados que lo fueron por la gestión defectuosa del COVID 19, si la muerte se atribuyó a otras causas? En Derecho Romano se podría presumir la prueba favorable al demandante, si el demandado impidió su realización con dolo o culpa grave, pero esto ya es otra historia mucho más compleja para el objeto de estas líneas.
Para terminar: descartada la vía penal, o incluso llegando a una sentencia absolutoria en dicha vía, existirá la Contencioso-administrativa. Incluso la social, cuando los daños derivaran de una vulneración de los deberes de protección que incumben al empresario, sea este público o privado y manifestados en ausencia de materiales de protección. Pero esto también es otra historia.
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