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La actual campaña de desinformación sobre una hipotética “pandemia por coronavirus”, y con ella la proliferación de lobbies de presión para implantar entre las masas su discurso del miedo y el sí a la vacunación masiva, ha traído consigo el resurgir de un grotesco espécimen público: el CIENTIFISTA
El cientifista no cuestiona, meramente reafirma por la vía de la imposición y la descalificación de quienes disienten, la necesidad de una sumisión del mundo a las agendas plutocráticas.
El cientifista no es sujeto activo y crítico, sino vocero político incapacitado para la tarea del bien-pensar; para él la “ciencia” es una cuestión política, no necesariamente práctica. El grueso de los cientifistas, masa ruidosa, serían incapaces de calcular una ecuación de segundo grado.
El bien-pensar entraña una filosofía de la sospecha. El Sistema y los lacayunos multimedios repelen este tipo de filosofías, antitéticas a sus fines inconfesados.
El Sistema requiere de ciudadanos siervos, dóciles y sumisos a la maquinaría eugenésica imperante e imparable. El cientifista defenderá la vacunación masiva o el 5G en este contexto actual lo mismo que podría defender la lobotomía cerebral y la bomba de hidrógeno en otro pasado. Es un subproducto de la democracia moderna, arrogante y en última instancia vano, sin la menor sombra de picardía.
El cientifista basa sus argumentos en dogmas superficialmente asimilados. Su escuela es la secta cientifista; su meta, el culto a la propia vanidad envilecida. Su campo de reflexión apenas rebasa la obviedad más aparente, vaciada de cualquier ligamento reflexivo. El progreso indefinido de un Condorcet redivivo es su credo reblandecido y totalitario.
La postura del cientifista repugna a la verdadera inteligencia científica, pero tiene buena prensa entre los medios de desinformación y entre la castuza política que labora para la Sinarquía.
Cuando lleva bata blanca y se presenta como parte de la casta sacerdotal, el cientifista es alguien asido a intereses innombrables (las mafias farmacéuticas y los centros de creación de significado dimanan sabrosas justificaciones pecuniarias). Tan sólo una hipocresía a prueba de bombas –o la mala fe de una profesión instrumentalizada– permiten sostener semejante discurso por largo tiempo.
Fue el filósofo de la ciencia Thomas Kuhn, en su ya clásica obra La estructura de las revoluciones científicas (1962), el primero en definir sistemáticamente los cambios de perspectiva insertos en el discurso científico, tomando además en cuenta los aspectos históricos, sociológicos y culturales en los que la ciencia puede aparecer ubicada.
Con precisión, Kuhn establecía en su estudio tres fases, a saber: 1) Pre-científica; 2) “Ciencia normal” y 3) “Ciencia revolucionaria”.
Si la fase pre-científica se caracterizó por la ausencia de acuerdo sobre una u otra teoría científica concreta, una vez superada ésta –y ya sin posibilidad de retorno– el debate filosófico iba a oscilar entre la ciencia “normal”, acatada por el establishment de cada época, y las escalonadas crisis prerrevolucionarias internas que han de llevar a un período “revolucionario”, y con él a un inevitable cambio de paradigma. La ciencia fluctúa así entre períodos “normales” y “revolucionarios” mediados por crisis intestinas, y siempre con la preeminencia de los primeros sobre los segundos.
En consecuencia, la ciencia no puede suministrar ninguna verdad absoluta, por cuanto está a sujeta a reformulaciones perpetuas. Su explicación de los fenómenos tan sólo debe dar respuesta a hechos concretos, experiencias aisladas y repetidas en laboratorio, y por tanto expuestas a criterios de falsabilidad legales.
La ciencia legítima no puede ni debe servir a intereses políticos, ni a propósitos alevosos mediatizados por el capital privado, lo desembolse un Bill Gates de tres al cuarto o la mismísima Cabra de Mendes. Ni la OMS es el Paráclito, ni la casta sacerdotal de los tecnócratas vestidos de blanco puede definir ningún “dogma de fe científico”.
La fe ciega del moderno en el credo cientifista –que la iletrada castuza política auspicia– supone una gran amenaza para la libertad no sólo de los hombres, sino de la ciencia misma.
El inepto sujeto cientifista se repudre por mérito propio en el cajón de los desperdicios posmodernos. Sobre sus inanes osamentas arrojadas a los estercoleros de la historia, multitudes enchipadas y enfermas –por vacunaciones sin cuento y radiación 5G– vomitarán su asco y sus pánicos innombrables en siglos futuros de oscuridad y tinieblas.
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