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Tras el golpe de estado contra el gobierno de transición de Kerénski, los bolcheviques se hacían con todo el poder en Petrogrado (la recién rebautizada San Petersburgo). La Revolución rusa era ahora suya, y comenzaban a construir su propio estado totalitario en las tierras del finiquitado Imperio Románov, eliminando de manera progresiva a toda oposición democrática o anarquista, asesinando al depuesto Zar Nicolás II y a su familia, y enfrentándose finalmente a la emergente contrarrevolución “blanca”. Era la esperanza liberadora y proletaria para comunistas de medio mundo, pero la llegada del verdadero “reino del Anticristo” para represaliados y exiliados (como mostró Lino Cappuccio).
De la mano del poderoso y brutal Ejército rojo, dirigido por Lev Trotski, y bajo el poder centralizado del líder supremo Vladimir Ilyich Ulyanov (Lenin), el gobierno bolchevique acabó victorioso en la llamada Guerra Civil rusa (1919-1923). Y en los estertores de la misma, comenzaron a poner las bases del primer experimento político comunista del mundo contemporáneo. Nacía un nuevo y enorme Estado socialista y federal, que sería protagonista destacado en la historia mundial del siglo XX: la Unión soviética (a la que siguieron inmediatas y fracasadas tentativas en Hungría, Finlandia o Alemania). Un proyecto siempre focalizado en el objetivo de construir, por las buenas y por las malas, un “nuevo hombre soviético”, despojado de su identidad tradicional y su fe antigua, y moldeado completa y socialistamente como un “nuevo Adán” (como alababa el poeta Vladímir Mayakovski). Lo que para muchos suponía cumplir la profecía del gran filósofo ruso Vladimir Soloviev en Los tres diálogos y la historia del Anticristo (1900): “con esta idea, el gran hombre (el hombre venidero) del siglo XXI aplicará a sí mismo todo lo dicho en el Evangelio sobre la segunda venida, comprendiendo que ello se refería no al regreso del mismo Cristo, sino al reemplazo del Cristo precursor con el definitivo, esto es, consigo mismo (…) La soberbia de este hombre aguardaba una señal de lo alto para iniciar la salvación de la humanidad, pero no vio signos de ésta”.
Frente a las tesis clásicas del marxismo, la revolución socialista (o comunista) triunfó, a sangre y fuego, en tierras lejanas del espacio occidental, con presencia limitada de fuerzas del proletariado obrero y negando en realidad el derecho de autodeterminación de los pueblos y etnias del viejo Imperio (pese a que se publicitara desde un principio). Por ello, esta insurrección y esta organización adquirieron los rasgos propios del contexto geográfico, cultural y mental donde surgió y se implantó por parte de una minoría perfectamente concienciada y claramente despiadada, que retomaba, a su manera totalitaria, el legendario ideal imperial euroasiático en su propio lebensraum. Y esta minoría (autodefinida como “mayoría” bolchevique) lo supo hacer demasiado bien: aprovecharon años de penurias e injusticias históricas no superadas, utilizaron los errores de gobiernos previos y reivindicaciones populares evidentes, contaron con apoyos interesados del exterior (como del Reich alemán, en su lucha contra la participación rusa en la Primera Guerra Mundial), monopolizaron las legítimas demandas de justicia social, y mostraron ser la única elite que nunca dudó y nunca tuvo piedad en esos años de caos que asombraron a unos y asustaron a otros.
Durante más de ocho décadas el mundo asistió, entre loas de intelectuales izquierdistas y propaganda sofisticada, al devenir de un experimento soviético que quiso transformar al ser humano y al mundo global desde la clásica dictadura del proletariado, el llamado centralismo democrático y el desarrollo socioeconómico más acelerado. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) pretendió ser, así, la gran alternativa al mundo liberal-capitalista, como “faro de los trabajadores”, pero bajo el control de una nomenklatura siempre brutal: primero frente las democracias burguesas europeas y “decimonónicas”, después ante los totalitarismos “de derechas” a los que se parecía demasiado hasta la Segunda Guerra Mundial, y finalmente contra los hegemónicos Estados Unidos de Norteamérica en la definida como Guerra Fría.
Así fue la Unión soviética durante más de ochenta años: grandes logros publicitados y enormes fracasos escondidos, tremendas purgas realizadas y fastuosos proyectos diseñados, creciente pobreza obrera en su interior (mostrada al final en las colas del hambre durante la era de la Perestroika) e influencia siempre desmedida en el exterior (acabada abruptamente en fracaso de Afganistán). Quizás su gran triunfo ante la Alemania nacionalsocialista en el frente bélico (con el subsiguiente dominio total de Europa oriental) le dio mayor legitimidad y varias décadas más de supervivencia, pero tras años de transformaciones brutales, de represiones incontables, de guerras en medio mundo, de avances a veces discutibles y de inversiones casi faraónicas, la URSS y sus satélites se derrumbaron demasiado fácilmente. Su destino estaba escrito desde hace años, pese a que algunos intelectuales izquierdistas soñaran con su imposible reforma, como George Orwell: “Yo no querría ver a la URSS destruida y pienso que hay que defenderla si es necesario. Pero quiero que la gente se desilusione de ella y comprenda que debe construir su propio movimiento socialista sin las injerencias rusas”.
Y si su inicio sorprendió a propios y extraños, su final lo hizo también, pero por la rapidez y brutalidad de su caída. Tras una década de crisis ocultada por las autoridades de Moscú y pese a los intentos desesperados del gobierno de Mijail Gorbachov en la era del Glasnost, a finales de los años ochenta del siglo XX las distintas estructuras del experimento soviético, nacionales e internacionales, caían como un castillo de naipes: se disolvía el Pacto de Varsovia, la democracia liberal-capitalista triunfaban en sus estados vasallos (de Hungría a Alemania oriental), y la propia Unión Soviética desaparecía en pocos meses entre declaraciones de independencia unilaterales, levantamientos armados y luchas interétnicas en su espacio vital (con el final formal en la firma de los presidentes de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (RSS) de Rusia, Ucrania y Bielorrusia del pacto para la extinción de la URSS “como sujeto de derecho internacional y realidad geopolítica”). Y ante este final, el moderno y pretendidamente eterno “homo sovieticus” (como lo definía Aleksandr Zinóviev) se convertía en un mero ciudadano empobrecido entre privatizaciones salvajes, perdido entre identidades étnicas enfrentadas, y con deseos urgentes de huir de sus viejas tierras.
Esta es una breve historia, y distinta de cuantas se han contado de los sueños (ideológicos y mesiánicos), como gozos y como pesadillas, de un país que ya no existe. Y que quizás nunca existió como “posibilidad” política, social o económica real, más allá de la elucubración de elites e ideólogos que sacrificaron el pasado, el presente y el futuro de varias generaciones en un experimento, posiblemente, nunca viable más allá de controles inmensos y gastos absurdos. Pero una crónica que, aunque olvidada en tiempos globalizados, fue parte esencial de un devenir internacional que, como toda enseñanza de la magistra vitae, nos alumbra todavía hoy sobre esa esencia de lo político aún presente entre el orden y la libertad no solo el “mundo oriental” donde principalmente sucedió esta historia. Porque en tiempos globalizados de homogeneización político-social, aún muchos ven las sombras de derechos laborales que reivindicar, de autoridades superiores que quieren mandar, y de “Anticristos” de uno y otro lado que niegan la verdad de la civilización.
Este artículo es la introducción al citado libro
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