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Los aniversarios, que hemos construido sobre la base del sistema decimal, imponen temas, recuerdos, revisiones, olvidos. No escapará esta nota a ello, pues este 2022 nos impulsa a revisitar tres hechos que se unen a la literatura de dos formas completamente diferentes: por una parte, dos aniversarios en torno de publicaciones ya consagradas; por otra, la muerte de un autor de quien, su mayor obra, estaba en proceso de publicación.
El 2 de febrero de 1922, en la editorial Shakespeare and Company, vio la luz de las librerías el Ulises de James Joyce. Polémica hasta el escándalo, la novela del escritor irlandés fue cobrando importancia en el mundillo literario hasta convertirse en un clásico del siglo XX. Su ejercicio experimental, su lenguaje innovador que se mueve sin prejuicios entre los temas religiosos, eróticos y políticos, presagia mucho de la literatura postmoderna. La ruptura narrativa, el borrado de los límites entre el lenguaje elevado y el popular, la circularidad burlesca de la trama pseudo mítica, el fluir de la conciencia – que se convirtió en materia común de muchos creadores posteriores, aunque ya fuera tan bien expresada por Unamuno – y el decorado prestigioso de la historia homérica bastaron para que el producto de Joyce ganara la batalla contra el olvido, aunque la novela sea más citada que leída. Cinco traducciones al castellano – hasta el momento – nos remiten a un interés que parecería negar la posibilidad de rechazo, aunque su lectura – ya lo hemos dicho – no alcance para ubicarla entre los libros más leídos. No estará demás decir que el argumento central nos ubica en un momento específico, el 16 de junio de 1904, en la ciudad de Dublín, desde la perspectiva de dos personajes: Stephen Dedalus, un joven docente que se ha querido unir al Joyce joven, y Leopoldo Bloom, unido a la madurez del escritor, que deambulan a lo largo del día entre sus casas y sus labores, envueltos en una bruma de preocupaciones existenciales y complejos psíquicos o angustias contenidas. La presencia de un erotismo bien marcado hizo que la novela sufriera censura, hecho que, como siempre ocurre, alimenta su lectura aún más.
En noviembre de ese mismo año, un poeta norteamericano, nacionalizado inglés, publica en la revista The Criterion un poema titulado The waste land (La tierra yerma o baldía). Sólo al año siguiente verá la luz como libro. T. S. Eliot, su autor, recibiría el Premio Nobel de Literatura en 1948, tras la Segunda Guerra Mundial. Y no parece un mero hecho inconsciente tal lauro, ya que el mismo poema vibra desde las esquirlas de una Primera Guerra que ha convertido a Europa en un cementerio. Con citas eruditas, que abrevan desde el Satiricón de Petronio hasta fragmentos de Baudelaire, pasando por Dante, Shakespeare o las leyendas artúricas, el texto también deviene un preanuncio postmoderno: el pastiche que habilita la cita culta se deja poseer por el lenguaje coloquial, las frases cotidianas, la repetición del sinsentido. Un mundo acabado – aquél que imperaba en la llamada Belle Époque – ha sido sepultado, y la marea de la desorientación gira sobre una tierra acribillada de mitologías incomprensibles para una sociedad embarcada en un sueño roto. Quizás el mundo contenido en The waste land, más que un velorio del pasado, sea la triste endecha de un presente desde el que la vida acaricie la amarga pena de la movilización total por venir.
En ese mismo noviembre, el 18 para ser exactos, la literatura no daba un nuevo libro sino que perdía a uno de sus mejores exponentes. En París, a los cincuenta y un años, Marcel Proust fallecía de neumonía, enfermedad que cerraba un largo conflicto asmático que lo había vuelto un ermitaño dedicado a su obra. En 1913 había publicado el primer tomo de su En busca del tiempo perdido – “Por el camino de Swann”– obra con la que los límites entre la novela, la memoria y el diario personal parecían haberse diluido hacia una dimensión que aún hoy resulta inclasificable para los técnicos literarios afectos a los géneros. De manera mucho más directa, la saga de Proust es – entre otras cosas – un canto de despedida a un tiempo irrecuperable. Entre los salones de un París que late de elegancia, una aristocracia atacada de mortal herida da sus mejores muestras de prestancia: la guerra, que verá morir a muchos de sus representantes en el frente de batalla, los cubrirá de un adiós que el mismo Proust ya había pergeñado previamente a la declaración del conflicto. A lo largo de sus siete partes, este monumento literario concluye con un tomo apenas corregido por el autor: El tiempo recobrado, el último de ellos, se ofrece al lector como un bosquejo exquisito sobre la misma naturaleza del escribir, sobre la esencia de la literatura como arte. Así como su admirado Ruskin había descripto las catedrales como biblias en piedra, Proust describe a una sociedad tan inmensa como esos templos, y a la vez, tan desubicada como ellas, más en un tiempo de desacralización absoluta. La tercera república francesa, ese régimen enfermo de laicismo e intrascendencia, da el decorado adecuado para el velorio de esa aristocracia también decadente, mientras se movilizan las tropas hacia una masacre justificada en las arengas del odio.
Tres obras, tres perspectivas. Dos en prosa, una en verso. Dos escritores por consagrarse con vida por delante; otro, cerrando su presencia física. Entre las tres un abismo: el estilo, las afinidades temáticas de cada una, la arquitectura personal de su mensaje. Pero algo en común: lo perdido, lo ausente, la desintegración de un orden que no buscaba la perfección pero que amalgamaba, en parte, un mundo. Algo las une en lo profundo: la pérdida de toda consciencia mítica, la pérdida de la raíz europea que recorre desde la Ilíada un periplo de identidad, hallándose en cimas que se elevan en la Eneida, la Divina Comedia, el Quijote, los dramas shakespearanos, las leyendas artúricas, la filosofía antigua y medieval, la unidad perdida. Un adiós que resulta caótico y / o nostálgico. Dependiendo del lector, como siempre.
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