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Pocos autores han sido tan mal comprendidos y tan caricaturizados como Joseph de Maistre. Sus enemigos, sobre todo sus enemigos póstumos, han ido modelando una imagen de él completamente negativa y alejada de la realidad. Se le ha impuesto el aura de pensador inmisericorde, sádico, maquiavélico, feroz e inhumano, de modo que su retrato mismo ha ido adquiriendo las pinceladas de desprecio que ha recibido el hombre después de su muerte, y ahora apenas puede contemplarse sin ver en él lo que tan esmeradamente han procurado que veamos sus detractores. No hay epíteto peyorativo que no se le haya aplicado: apologista del verdugo, profeta del pasado, protofascista. Se ha hecho, en fin, todo lo posible para marcar sobre sus obras la advertencia de «peligro», para así disuadir al eventual lector que tuviera la intención de leerle. Con una manía supersticiosa, los llamados librepensadores se apartaban de las obras del pensador saboyano como niños a los que se les advierte de la presencia del «Coco». Nadie debía acudir a sus obras para juzgarlo; el Progreso ya lo había sentenciado y el caso estaba cerrado.

   No es de extrañar, por tanto, que la inmensa mayoría de los que le temen u odian apenas lo hayan leído. De hecho, la mayoría de sus enemigos en vida, así como los posteriores creadores de su leyenda monstruosa, apenas lo leyeron. Así se explica la inusual falta de comprensión hacia algunas de sus ideas. Una pequeña muestra. Posiblemente ningún pasaje haya sido tan malinterpretado como aquel de Las Veladas de San Petersburgo en el que el Conde habla sobre el verdugo. Es por este pasaje que se ganó el apelativo de «apologista del verdugo», y casi podría señalarse como el rasgo maestro y más empleado de su caricatura. Cuando acudimos al pasaje en cuestión, sin embargo, no encontramos esa alabanza del verdugo, sino una reflexión que no por incómoda es menos digna de nuestra atención. La cuestión de fondo, más allá de la retórica con la que Maistre la envuelve, es esta: ¿por qué el verdugo, encargado de ejecutar a personas que la Justicia ha declarado culpables de grandes crímenes, tiene una reputación e imagen tan terroríficas, en contraste con el soldado, que mata a otros soldados o civiles sin otra culpa que pertenecer a otro país, y que sin embargo goza de una buena reputación? La reflexión, como se ve, no carece de interés, y está fundada en la observación de un hecho incuestionable, a saber, la mejor reputación que la gente otorga al soldado en comparación al verdugo, a pesar de que la razón parece indicarnos que este último desempeña un oficio más noble y con más garantías de justicia.

   Esta es la reflexión que ha servido para calificar a Maistre con los títulos más denigrantes, lo cual por otra parte redunda en favor del autor, pues manifiesta que lleva el pensamiento a unos límites que incomodan al lector y que le hacen temer las consecuencias de su propia razón, de tal modo que no encuentra otra salida que injuriar al escritor que ha provocado ese vértigo intelectual. Mientras lo colma de injurias, su detractor evita reflexionar sobre la cuestión, seguramente por miedo a la conclusión que pudiera sacar al enfrentarse a ella.

   La tergiversación de este y otros pasajes ha servido de excusa para denigrar al Conde de Maistre sin haber leído su obra. Pero aunque alguien lea todas sus obras publicadas en vida y las comprenda sin prejuicios, no podrá juzgar bien de la obra y sobre todo del hombre sin haber leído sus cartas. En España todavía no disponemos de una traducción de su epistolario completo, así que de momento sólo puede leerse en francés en la reciente edición a cargo de la editorial Les belles lettres. En sus cartas encontramos más al hombre que al escritor, aunque estas dos cosas no puedan disociarse del todo. Es cierto que en algunas de las páginas de su epistolario encontramos a veces su prosa más conseguida y sus aforismos más recordados. Como ejemplo, la escritora Emilia Pardo Bazán, que no compartía los juicios de Maistre sobre la posición de la mujer, elogió sin embargo su estilo en su

  

ensayo La literatura francesa moderna, donde recuerda aquella frase contra Napoleón que Maistre dirigió en una de sus cartas al Conde de Avaray: «Bonaparte ha hecho escribir en sus papeles que él es un enviado de Dios. Nada es más verdadero, señor Conde. Bonaparte viene directamente del cielo… como el rayo». 

   Pero es sobre todo al hombre a quien encontramos en su epistolario. El hombre que sufre, el hombre que ama con ternura a sus hijos, el hombre preocupado por los acontecimientos de un mundo en plena efervescencia política y social. Exiliado en Rusia por fidelidad a su Rey y alejado de su familia durante más de una década, lleva con resignación cristiana su dolor, aunque no puede evitar de vez en cuando desahogarse de una manera digna y sin aspavientos. El precio de su lealtad inquebrantable será vivir en una quiebra financiera constante que apenas le permitirá vivir dignamente ni mantener a su familia. Su estancia en Rusia fue siempre penosa, aunque la llevó siempre con el mejor humor posible: «he aquí el segundo invierno que paso sin pelliza; es exactamente como no tener camisa en Cagliari».

   Su hija menor, Constance, había nacido en enero de 1793; apenas un mes después el Conde debe partir. Se dirige primero a Laussane, donde su mujer y sus otros dos hijos, Adèle y Rodolphe, se reúnen con él poco tiempo después. Sin embargo, es un viaje demasiado arriesgado para la pequeña Constance, que queda a cargo de su abuela materna durante años. Maistre no volverá a verla hasta 1814, cuando ella cuenta ya con veintiún años y él es ya un sexagenario. Durante ese tiempo de su estancia en Rusia, donde desempeña el cargo de embajador de Víctor Emmanuel I, la describe varias veces como una «hija huérfana de un padre vivo». Las cartas que el Conde envía a esta hija que sólo conoce por el medio epistolar tienen una severa ternura que las hace encantadoras. En ellas encontramos al mismo Maistre de sus obras en cuanto a sus ideas firmes e inflexibles, pero con un tono paternal y a menudo socarrón. Cuando su hija deja caer algunas ideas emancipadoras y cita a Voltaire al decir que «las mujeres son capaces de hacer las mismas cosas que los hombres», Maistre le responde con el catálogo de las obras de arte y de pensamiento que no han hecho las mujeres, sino los hombres, «pero ―añade― ellas hacen algo más grande que todo eso: es sobre sus rodillas que se forma lo que hay de más excelente en el mundo: un hombre honesto, una mujer honesta… y esta es la mayor obra maestra».

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   Advierte a su hija del peligro de un excesivo conocimiento para el carácter de una mujer, sin que por ello crea que deban ser unas completas ignorantes. La hija menor no parece convencida, y protesta preguntando por qué las mujeres están condenadas a la mediocridad. La respuesta de Joseph de Maistre constituye una de sus cartas más agudas y divertidas. Comienza negando que jamás haya dicho tal cosa. «Las mujeres no están de ninguna manera condenadas a la mediocridad; ellas pueden incluso pretender lo sublime, pero lo sublime femenino. Cada ser tiene que permanecer en su lugar, y no afectar otras perfecciones que aquellas que le pertenecen. Yo tengo aquí un perro llamado Biribí, que es nuestra alegría; si la fantasía le llevara a hacerse ensillar y embridar para llevarme al campo, yo estaría tan poco contento de él como lo estaría del caballo de tu hermano, si se le ocurriera saltar sobre mis rodillas o tomar café conmigo. El error de algunas mujeres es imaginar que, para ser distinguidas, ellas deben serlo a la manera de los hombres. No hay nada más falso. Es como el perro y el caballo».

   Maistre no es aquí el escritor que despedaza a sus adversarios con sus sarcasmos lapidarios y su causticidad, sino el padre que reconviene a su hija dulcemente. «¡Cómo te engañas, querida niña ―escribe un poco después en la misma carta―, al hablarme del mérito un poco vulgar de tener niños! Tener niños no es más que dolor; pero el gran honor es hacer hombres, y eso es lo que las mujeres hacen mejor que nosotros. ¿Crees tú que tendría muchas obligaciones hacia tu madre, si ella hubiera compuesto una novela en vez de haber hecho a tu hermano? Pero hacer a tu hermano

 

 

no es sólo meterlo en el mundo y ponerlo en su cuna; es hacer un joven hombre valiente, que cree en Dios y no tiene miedo del cañón…» Hacia el final Maistre sentencia: «la mujer no puede ser superior sino como mujer, pero desde que ella quiere emular al hombre, no es más que un mono». Y acto seguido se despide, travieso: «Adiós, pequeño mono. Te amo casi tanto como a Biribí, que tiene sin embargo una reputación inmensa en San Petersburgo».

   ¿Es este el monstruo que desvela a los progresistas por las noches? ¿Es este el hombre sanguinario, desalmado y brutal que no merece trato humano? Lejos de ello, Joseph de Maistre fue siempre un hombre encantador en el trato personal, amable, tolerante en las formas, con una cortesía exquisita y con una caridad que su hija Constance, a la muerte de su padre, elogiaría junto a sus otras virtudes. Nunca descuidó la amistad, que cultivaba con verdadero sentimiento, sufriendo la muerte de los amigos con un hondo pesar. En una de sus cartas, hablando de la muerte de una vieja amiga, Madame Huber, escribe al Conde Golovkin: «puede decirse que a su edad ella había terminado su baile con la naturaleza; pero los amigos son como los parientes: el día de su muerte, uno nunca los encuentra viejos». El dolor por la muerte de su amiga le hace recordar el dolor por la separación de su familia y aquel funesto año de 1798 en el que la Revolución Francesa invade Piamonte, debiendo exiliarse primero en Turín y más tarde en Rusia: «separado sin retorno de todo lo que me es querido, aprendo la muerte de mis viejos amigos; un día los jóvenes aprenderán la mía. En verdad, morí en 1798; los funerales sólo se retrasan».

   Siendo como fue un escritor polémico, tuvo pocos enemigos en vida. En las controversias de salón, en la calle, defendía sus ideas con aplomo, pero sin aspereza. Todo lo más que podía ocurrir es que se durmiera mientras su interlocutor tenía la palabra, lo que no hacía con ánimo de ofender, sino por un verdadero desorden del sueño. Según testimonio de algunos de sus amigos, el Conde podía dormirse súbitamente en medio de una reunión de cincuenta personas, y despertar después de una hora retomando la conversación como si nada hubiera pasado. Pero aparte de esta peculiaridad, sus mismos oponentes convenían en su afabilidad y su trato cordial.

   Sería demasiado prolijo y excedería los límites de un artículo entresacar de las cartas del Conde de Maistre todos los fragmentos que ayudan a tener una visión más real y humana de él. Hay otros prejuicios que es necesario desmontar. Por ejemplo: ¿es cierto que estaba a favor del despotismo y de la monarquía absoluta, como se repite tan a menudo? En absoluto. La atribución de tal idea política a Maistre no puede achacarse sólo a un error de interpretación o a una reducción simplista; debe atribuirse directamente a la mala fe y a la calumnia. Como puede comprobar cualquiera que lea sus obras y sobre todo su epistolario, Maistre estaba en contra de cualquier régimen totalitario que atentara contra la honesta libertad. Aborrece la idea de los reyes despóticos orientales que pueden condenar a muerte sin necesidad de la magistratura, y en su Estudio sobre la soberanía habla de una monarquía «atemperada» en el que los sujetos tienen «el derecho, por medio de ciertos cuerpos, consejos o asambleas compuestas de diferente forma, de instruir al Rey sobre sus deberes, de denunciar sus abusos, de comunicarle legalmente sus quejas y sus muy humildes amonestaciones».

   Ya antes, en sus Consideraciones sobre Francia, escribe que «el Rey no tiene derecho de imponer arbitrariamente», y comentando un discurso del Rey comenta: «he aquí el depósito de las leyes entregado en las manos de los magistrados superiores; he aquí el derecho de amonestación consagrado. Porque, por todo donde un cuerpo de grandes magistrados hereditarios, o al menos inamovibles, tienen, por la Constitución, el derecho de advertir al monarca, de iluminar su religión y de quejarse de sus abusos, ya no hay despotismo».

   En cuanto a su epistolario, pueden encontrarse otras tantas declaraciones en la misma línea. En 1794 escribe al Barón Vignet des Étoles: «para fortificar la monarquía, hace falta asesorarla sobre

 

 

 

 

las leyes, evitar lo arbitrario, las comisiones frecuentes, los cambios continuos de empleos y los garitos ministeriales». Esta idea de la monarquía no sufre cambios significativos en el transcurso de su vida. Dos décadas después, en 1817, escribe al Conde de Vallaise: «ninguna persona ama el despotismo: quien diga lo contrario miente; pero es una gran manía confundir el despotismo con la monarquía». Lo cierto es que poco se puede conciliar la idea de un Maistre partidario de la monarquía absoluta y del despotismo con la idea de un Maistre ultramontano, como realmente fue, ya que un monarca absoluto no tendría por qué someterse a la Iglesia católica y por tanto a Roma.  El desprecio que siente Maistre por el galicanismo es suficiente prueba de esta verdad, y si algo faltara a la prueba podría añadirse todavía su respeto y admiración, confesados en diversos lugares de sus obras y de su epistolario, por el sistema inglés de su época, al que elogia por su equilibrio de poderes.

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   En cuanto al calificativo de «protofascista», puede que refutarlo sea ya darle una importancia que no merece en sí una ocurrencia rebuscada y sin ningún fundamento. Pero sí me sirve de ocasión para señalar otra cara desconocida del Conde de Maistre, incompatible con la leyenda negra que se ha creado a su alrededor. Hablo de su antipatía por el militarismo. Un fragmento de una carta escrita en 1817 al Conde de Vallaise basta para demostrarla: «el arte militar es el único en el que el perfeccionamiento no sirve sino para herir al género humano en general, sin poder servir a ninguna nación en particular; si no hubiera bombas, se enfrentarían sin bombas; si no hubiera cañones, se enfrentarían sin cañones; ¿a quién sirven pues los perfeccionamientos que se convierten al instante en comunes? Sirvámonos de los métodos existentes puesto que existen, pero que el diablo se lleve a todo inventor de nuevos medios mortíferos».

   Desde luego es un protofascista muy extraño el que escribe estas palabras; me cuesta imaginar a Mussolini escribiéndolas. Para demostrar que este juicio no sufrió tampoco alteraciones a lo largo de su vida, y que es una constante en su pensamiento, podemos retrotraernos a 1793, cuando escribe al Barón Vignet des Étoles las siguientes palabras: «siempre he detestado, detesto y detestaré toda mi vida el gobierno militar; yo lo prefiero sin embargo al jacobinismo. El gobierno militar vale más que aquello que hay de más execrable en el universo, es el único elogio que se le puede hacer».

   Esta cuestión del militarismo me lleva por su misma conexión al último de los aspectos que me gustaría comentar. Me refiero al prejuicio del Maistre «profeta del pasado», a la caricatura de un hombre nostálgico de la Edad Media y al que le hubiera gustado imponer nuevamente todo el sistema medieval. Un nostálgico, en fin, del sistema feudal. Pero aquí su epistolario viene nuevamente a deshacer la distorsión que se ha hecho del pensamiento maistriano. En carta al Conde de Vallaise en febrero de 1816, y a propósito de los sucesos políticos de su época, Maistre comenta: «una armada de más de un millón de hombres cuesta por año más de 200 millones de rublos, es decir, casi dos tercios de los ingresos del Estado. El estado civil es casi aniquilado. ¿Qué llegará entonces? Dios lo sabe. Cuando todos fuimos soldados en la Edad Media ¿qué pasó? El régimen feudal se forma, y corta el cuello a la monarquía. Nosotros podemos ser conducidos a alguna cosa parecida por el aumento desmesurado del estado militar, si las verdaderas políticas no son advertidas por el pasado de poner los ojos sobre el porvenir…» «…La profesión militar debe ser la primera del Estado, y nada más. Si se convierte en Orden, de modo que uno pueda decir «Armada» como dice Clero o Nobleza, se acabó la monarquía».

   Quien haya tenido noticia de la figura de Joseph de Maistre por alusiones de sus difamadores, no esperaría encontrar las palabras que acabo de citar. El odio tiende a simplificar, a redondear a la baja las virtudes, ignorando cualquier rasgo de carácter que pueda despertar la simpatía hacia la persona que ya es objeto de odio. Quien detesta el pensamiento político y teológico de Maistre prefiere pensar que el hombre mismo era odioso, que no tenía una sola fibra sana en su alma, que era malvado y sin escrúpulos. De alguna forma tranquiliza pensar que las ideas que despreciamos provienen de seres igualmente despreciables. La realidad sin embargo es más compleja.

   En estas líneas no he tratado de suavizar las verdaderas ideas de Joseph de Maistre, que sin duda son radicales e inadmisibles para los progresistas y también para la mayoría de los conservadores modernos. Mi intención ha sido despertar el interés del lector para que acabe de comprobar por su cuenta las injustas calificaciones que el genial saboyano ha recibido junto a la adjudicación de ideas que le son extrañas. Sin duda que el lector que no comparta su pensamiento sentirá a veces repulsa, a veces indignación, a veces extrañeza al recorrer las páginas de sus obras, pero podrá encontrar también ocasión para descubrir a un ser complejo que no puede reducirse a los trazos que el odio y el rencor ha garabateado sobre su figura, para descubrir a un ser que ha fascinado a autores tan distantes entre sí como Baudelaire, Ciorán, Unamuno, Comte o Tolstói, entre otros, y para, quién sabe, sorprenderse estando de acuerdo con algunas de sus ideas.

   Muerto en 1821, Maistre conservó hasta el final su buen humor. Pocos días antes de su muerte, afectado de una apoplejía en sus piernas, escribe a la Duquesa des Cars: «un humor bizarro, al cual dan nombres diferentes, se ha apoderado de mis piernas y me ha privado de ellas. No hay herida, ni dolor, ni inflamación, ni hay fiebre; pero en fin hay dos piernas de menos, y eso es mucho para un bípedo». Sin embargo, este hombre íntegro, este hombre leal hasta asumir cualquier sacrificio por permanecer fiel a sus principios, no pudo evitar sentir que junto a su vida se apagaba también la vida de todo aquello que más amaba y por lo que tanto había luchado y sufrido. Dos años antes de su muerte cincela su epitafio en una carta al Conde Marcellus: «Muero con Europa, estoy en buena compañía».

Autor

Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.
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