24/11/2024 13:32
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Entre tantos aniversarios, de los que no hay ser humano que pueda recordarlos todos, hay uno que significa escozor: hace sesenta años, William Faulkner sufría un accidente que derivaría en su fallecimiento. Como aquellos caballeros del sur norteamericano que había reflejado en sus escritos, Faulkner era víctima de un acto final ligado a su caballo. Porque dos temas rondan sus grandes novelas: el dominio de la nostalgia por un pasado ya absolutamente perdido, y la certeza del fracaso ante un mundo del que el Norte yankee es el mejor y directo dominador.

Toda una saga de novelas que tienden a recrear eso sur destrozado por la derrota en la guerra civil de 1860 – 1865 construyen un universo en el que ya nada será grandioso, aunque la existencia trágica devuelva cierta elegancia o, si se quiere, cierta nobleza a la gloria arrebatada. Esa historia comienza con Sartoris, en 1929, la gran primera novela que desde su título nos remite a Bayard Sartoris, el eslabón que une la cadena de generaciones actuales con el pasado de los héroes sudistas. En medio de una violencia que es resultado de la arrasadora maquinaria capitalista – impuesta por el vencedor – el orgullo familiar se aviva un tanto en el nuevo héroe, John, muerto en la guerra europea del ’14, último vástago de una estirpe de guerreros de la que sobrevive Bayard, su opuesto decadente, porque su hermano muerto en combate es su gemelo, y él, que no ha quedado con vida no es más que el resto de una casta finalizada. Por él, por los raccontos que el narrador imprime a la trama, sabemos que aquel tiempo de grandeza ha sido llevado como el viento que todo se llevó bajo la pluma de Margaret Mitchell. Es que los Sartoris encierran, como los Labdácidas del ciclo tebano, un sino trágico, una fuente de la violencia que los arremete y conduce a la destrucción: “Cuando un tipo empieza a matar hombres, se ve obligado a matar hombres, tiene que seguir matando y matando. Y cuando empieza, ya está muerto él también”. Así se lo recuerda el viejo Falls, en sentenciosa clave de tragedia. En esa tragedia sin sentido que ronda la decadencia de los Sartoris, Bayard abandona a su esposa, Narcissa que está esperando un hijo suyo, como quien se niega a la felicidad que ella representa, para acabar en un accidente aéreo, una pésima copia del accidente heroico que se llevara a su hermano en la guerra europea.

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Con esa novela, a la que seguirán otras más reconocidas (“El sonido y la furia”, del mismo 1929; “Mientras agonizo” de 1930; “Santuario” de 1931; “Luz de agosto” de 1932) Faulkner establecerá un canon de coherencia sobre la derrota eterna que el sur estadounidense arrastra desde 1865: el paraíso perdido, del que no debemos obviar la esclavitud y su terrible estigma, ha sido avasallado y lo que ha quedado en su lugar es decadencia, pobreza y atraso. A partir de “El sonido y la furia” incorpora el punto de vista múltiple que será una marca de la astillada historia del sur, un caleidoscopio de formas imperfectas que derivará en retazos, y por ello en una tragedia siempre repetida bajo el ciclo de la existencia que les ha sido arrebatada. Que las voces se multipliquen en un coro refuerza el aspecto teatral o dramático, en tanto que la pérdida de unidad ya es una forma más de la derrota citada, de la narración unificadora.

De seguro, nadie asumiría con cristiano convencimiento la defensa de la esclavitud como modelo social o económico. Ese punto demasiado débil del sur norteamericano bastó para que el capitalismo yankee les colocara el marbete más desagradable, y con ello que la lucha fuera justa, al menos para el llamado “mundo civilizado”. Pero nadie puede, tampoco, dejarse engañar por una propaganda que usó tal principio encomiable para fines que no lo eran: la destrucción del sur, su verdadera humillación, fue el prólogo del estado imperial que la nueva nación unificada a sangre y fuego impondría a propios y ajenos. La mano de obra esclava fue mano de obra barata de la nueva industria mecánica; el desarraigo y la privatización de las tierras que fueron pasando a manos de los banqueros, como narraría otro gran escritor norteamericano, John Stenbeick, en su gran novela “Las uvas de la ira” sería el paso siguiente.

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A sesenta años de su partida, lo que Faulkner relató nos deja el retrato escandaloso de una guerra arrolladora. Las generaciones posteriores, degradadas y humilladas, sin las heridas de la batalla en el cuerpo, pero con las cicatrices de la derrota en sus psiquis, vagaban sobre esas tierras otrora heroicas. Tal vez por ello, Faulkner puso en voz de un idiota la historia de su tierra, bajo el atractivo genial de los pentámetros de Shakespeare: “It is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing.” Otra historia, otro reino arrasado del que esperamos ocuparnos en algún momento.

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