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La lectura de Las primeras novelas españolas protagonizadas por “invertidos” me llevaron a este texto, que es uno de esos ensayos biográficos siempre instructivos y amenos de personajes históricos del Dr. Marañón, con ese enfoque clínico al que le inclinaba naturalmente su profesión.
El personaje es uno de los reyes nefastos de nuestra historia. Hay muchos. Los borbones lo han sido todos, con la excepción de Carlos III. Enrique IV al menos era español; el último rey verdaderamente español junto con su medio hermana la gran reina Isabel.
El ensayo de Marañón está muy centrado en los aspectos clínicos porque Enrique IV presentaba una serie de patologías notorias. La teoría médica de Marañón consideraba que el sistema endocrino -las glándulas- determinaban en gran parte los aspectos psicológicos de la persona.
Lo que haré en este repaso en dos partes es traer extractos de las partes del libro que considero más interesantes.
Para empezar, del Prólogo:
Recordemos cuáles eran sus rasgos más significativos: retraído, débil de carácter, abúlico, displásico eunucoide con reacción acromegálica, esquizoide, con tendencias homosexuales, exhibicionista y con impotencia relativa, esta última basada en condiciones orgánicas pero probablemente exacerbada por influencias psicológicas.
Para echarse a temblar… Displásico eunucoide indica una constitución deficiente de los órganos sexuales; acromegalia es gigantismo; esquizoide es un punto menos que esquizofrénico.
Sin embargo, el Prólogo se refiere también a otros historiadores posteriores que presentan un punto de vista diferente sobre el rey (“revisionistas”…)
… ha sido en las últimas décadas cuando se ha producido una notable revisión del reinado de Enrique IV. Los trabajos del profesor Suárez han contribuido a entender mejor la compleja trama de la historia castellana entre los años 1454 y 1474. Pero el principal valedor de la obra del discutido monarca ha sido el historiador norteamericano W, D. Phillips…
Por ejemplo:
… hasta qué punto los aciertos que se atribuyen a los Reyes Católicos, no eran, en el mejor de los casos, sino expresión de una clara continuidad con las decisiones de su antecesor en el trono.
Incluyen reforma monetaria, Hermandades, utilización creciente de los letrados en las tareas de gobierno, fortalecimiento del ejército permanente, nueva forma de guerrear (“Se trataba de llevar a cabo una guerra de desgaste en la que, si llegaba el caso, podían ocuparse posiciones estratégicas del enemigo situadas en la línea fronteriza.”)
Hasta el cambio de la política exterior castellana se le atribuye a él:
Enrique IV inició el camino que, posteriormente, iban a seguir los Reyes Católicos. El monarca castellano dio los primeros pasos para poner fin a la secular alianza que Castilla mantenía con Francia, desde el acceso al trono de Enrique II de Trastámara, al tiempo que se acercaba a Inglaterra, hasta entonces potencia rival.
Así acaba el prólogo:
… «económica, política y socialmente el reinado de Enrique IV es uno de los más interesantes reinados de nuestra Edad Media por las innumerables facetas que ofrece, siempre brillantes pese a la oscuridad de sus actos, no siempre fáciles de apreciar y aun de comprender»
El asunto que más interesa del personaje es, por supuesto, la paternidad de la llamada “Beltraneja”. Esto nos adelantan en el Prólogo:
Marañón admitió la posibilidad de la paternidad del monarca castellano. Asimismo, L. Suárez ha aportado un interesante documento de los primeros años del reinado de Enrique IV en el que un médico que atendía a su esposa doña Juana, cuando ésta se encontraba en la localidad de Aranda de Duero, escribió «que ponía su cabeça sy vuestra alteza oy viniese, con la merçed de nuestro Señor, que la señora reyna seria luego preñada»
En sus primeras palabras de la presentación del libro, INTROMISIÓN Y COLABORACIÓN, Marañon pide casi perdón por este trabajo divulgativo de un médico metido en historia y apunta a la revisión del asunto de la supuesta impotencia:
Ni Don Enrique fue tan impotente que merezca seguir ostentando ante la posteridad este sambenito, ni es justo —menos todavía— el unánime oprobio que pesa sobre la memoria de Doña Juana, su mujer; admirable ejemplar de esa flor de la feminidad, que los hombres, durante tantos siglos, se han dado el gusto de corromper, creyendo a la vez —quién sabe si hasta de buena fe— que, lejos de cometer una felonía, eran ellos los que sucumbían pasivamente a su diabólica tentación.
Y en el PRÓLOGO A LA DECIMOTERCERA EDICIÓN nos cuenta la exhumación de los restos mortales momificados del rey, encontrados en el monasterio de Guadalupe, presenciado por él.
La talla actual de la momia es de 1,70 metros. Se calcula que la momificación completa disminuye la talla del vivo en 12 a 15 centímetros, al desecarse los discos intervertebrales y el resto de los tejidos. Si a ello se une en nuestro rey el desprendimiento de alguna de las vértebras cervicales que ligaban la calavera a los hombros, puede, sin temor a errar, calcularse en más de 1,80 metros la talla que don Enrique tuviera en vida.
Todas estas relaciones destacan la «larga estatura», los «fuertes miembros», los ojos «algo espaciados», esto es, separados; «la cabeza grande y redonda», la «frente ancha», «las quijadas luengas y tendidas a la parte de ayuso», «los dientes espesos y traspellados», «los calcaños volteados afuera». Es decir, exactamente los mismos detalles que hemos podido recoger en el momificado cuerpo de don Enrique.
Como le habían pintado sus cronistas: alto, recio, desgarbado de cuerpo, de anchas caderas, de cabeza redonda, grande y prognática. Así le sorprendió la muerte, de cuya causa no queda rastro en el cadáver. El tiempo hizo desaparecer la súbita y atroz hinchazón que, según Enríquez del Castillo, precedió a su final;
En RAZÓN Y RIESGOS DE LA CLÍNICA ARQUEOLÓGICA, Marañón expone modestamente las limitaciones de estos análisis forenses, pero también su interés histórico.
Este tipo de diagnósticos retrospectivos, que a veces son sólo ocupación de médicos desocupados, puede tener, en otras ocasiones, un verdadero interés histórico.
… nadie ignora con cuánta frecuencia la gran tramoya de los hechos públicos ha sido conducida por individuos o francamente enfermos, o de esos otros que, como los funámbulos en su cuerda, atraviesan la vida balanceándose entre la normalidad y la patología. Y acaso no sería desmedido decir que a esta categoría, casi sin excepción, pertenecen, casi sin excepción, los grandes hombres que han hecho cambiar el rumbo de la Historia. Sin un punto de anormalidad en sus directores, la vida de los pueblos se hubiera deslizado por cauces infinitamente más tranquilos, aunque, a costa de esta tranquilidad, estaríamos todavía en los linderos de la civilización cavernaria.
En II VERDAD HISTÓRICA Y VERDAD BIOLÓGICA nos expone la división de opiniones sobre el personaje, ya en su tiempo:
¿Fue Don Enrique un ser inepto, un impotente, como reza la etiqueta con que ha sido archivado en la Historia, o un pobre hombre calumniado por adversarios victoriosos a favor del éxito, que todo lo autoriza y lo sanciona, han hecho perdurable la fábula de su incapacidad? Es sabido que los historiadores se dividen, frente a este problema, en dos bandos,
En LOS PADRES Y LA INFANCIA DE DON ENRIQUE, nos describen al rey Juan, muchos de cuyos rasgos heredó:
Fue Don Juan, a pesar de la buena fama con que, a través de ciertos historiadores, ha pasado a la posteridad, débil de carácter y sugestionable hasta el punto de su vergonzosa sumisión a la larga tutela de Don Álvaro de Luna, del que después se desprendió con la crueldad fría que caracteriza a las reacciones de los hombres cobardes,
Doña María, la Reina, «la que, según Palencia, no halló en el matrimonio el menor goce», murió joven, y, a la verdad, de un modo tan extraño, que no hace nada inverosímil la sospecha de que fuese envenenada, como su hermana la Reina de Portugal, desterrada en Toledo y madre de la princesa Doña Juana, segunda esposa de Don Enrique IV, de la que tanto tendremos que ocuparnos.
Los rasgos degenerativos de Don Juan II pasaron también, con su segundo matrimonio, a la otra su descendencia, agravados por la tara indudable de su nueva esposa. Doña Isabel, la futura Reina Católica, fue un producto genial de esta triste herencia, un eslabón excelso —como es siempre el genio— en una cadena de miserias. Pero rebrotó la pesadumbre degenerativa en su nieta, la loca Doña Juana, y en varios más de sus sucesores
PRIMERA BODA Y DIVORCIO trata del primer matrimonio del rey con Doña Blanca de Navarra, que no consumó en los 13 años de matrimonio:
«El Príncipe y la Princesa consumaron su matrimonio. Y estaban a la puerta de la cámara ciertos testigos puestos delante, los cuales sacaron la sábana que en tales casos suelen mostrar, además de haber visto la cámara do se encerraron». Con tales precauciones era, en efecto, difícil que escapase a la investigación de la posteridad lo ocurrido entre los cónyuges; pero, por otra parte, debía hacerse particularmente enojosa la primera reunión nupcial, ya de suyo delicada.
El entrecomillado se refiere a Isabel y Fernando. Era el protocolo de entonces…
… de los trece años que duró el enlace, los Reyes cohabitaron durante tres, sin lograr llevar a cabo la conjunción sexual, a pesar de que el príncipe «había dado obra con verdadero amor y voluntad, y con toda operación, a la cópula carnal», y a pesar de que en este tiempo se le procuraron todos los auxilios posibles, «así por devotas oraciones a nuestro Señor Dios hechas, como por otros remedios».
… le enviaban desde Italia, metrópoli de la ciencia erótica, los embajadores que el Rey tenía allí.
… el príncipe tenía relaciones frecuentes con mujeres de Segovia, las cuales fueron visitadas por «una buena, honesta y honrada persona eclesiástica», que bajo juramento se informó sobre esta delicada cuestión, resultando que el regio amante «había habido en cada una de ellas conocimiento de hombre a mujer, así como cualquier otro hombre potente, y que tenía una verga viril firme y daba su débito y simiente viril como otro que creían y que creían que si el dicho señor príncipe no conocía a la dicha señora princesa, es que estaba hechizado o hecho otro mal, y que cada una le había visto y hallado varón potente, como otros potentes».
… dos dueñas honestas», «matronas casadas, expertas in operes nuptiale», que bajo juramento declararon, depues de catar a la Princesa, que «estaba virgen incorrupta como había nacido». Así se volvió —entera, melancólica y hastiada— la triste princesa a sus tierras dulces de Navarra.
LA SEGUNDA BODA fue con:
Doña Juana, hermana del Rey de Portugal, «de la que había oído ser muy señalada mujer en gracias y en hermosura».
No debía, sin embargo, tenerlas todas consigo el Rey —y ello confirma nuestro diagnóstico de timidez sexual—, pues en la primera entrevista con la hermosa prometida, que sólo contaba dieciséis años, contrastaba la algazara y el lujo del séquito real con la actitud de Don Enrique, que Palencia, al que —repitámoslo— el fino espíritu de observación salva de todos sus apasionamientos, describe así: «no era su aspecto de fiestas, ni en su frente brillaba tampoco la alegría, pues su corazón no sentía el menor estímulo de regocijo; por el contrario, el numeroso concurso y la muchedumbre, ansiosa de espectáculo, le impulsaba a buscar parajes escondidos; así que como a su pesar, y cual si fuese a servir de irrisión a los espectadores, cubrió su frente con un bonete y no quiso quitarse el capuz»
Don Enrique había tenido la precaución —ya citada, harto sospechosa y no comentada por los historiadores— de derogar para esta segunda luna de miel «la antigua y aprobada ley de los reyes de Castilla, la cual prescribe que, al consumarse el matrimonio, se encuentren en la real cámara un notario y testigos».
EL DIAGNOSTICO POPULAR:
Pero la opinión popular era unánimemente favorable al diagnóstico, como lo demuestran los chistes y los juicios acerbos que corrieron el día de la segunda boda.
… creencia general de que «el Rey no la quiere (a la Reina). y no yace con ella, y hasta dicen que no puede haberse con ella como marido»
Mas quizá el argumento de mayor importancia en pro de la debilidad sexual del Rey nos le da la mansedumbre y perfecta indiferencia con que recibió y leyó la carta enviada por los Grandes, reunidos en Burgos, en la que le decían que «en gran perjuicio y ofensa de todos sus reinos y de los legítimos sucesores, sus hermanos, había hecho pasar por princesa heredera a Doña Juana, hija de la Reina Doña Juana, su mujer, sabiendo él muy bien que aquélla no era su hija».
Otro tanto puede decirse, pero aun con mayor motivo, del pacto de Guisando, en el que el Rey suscribió su propia deshonra del modo más solemne al desposeer a su presunta hija del título de heredera. No sin malicia —y desde luego sin razón— pudieron utilizar sus enemigos este documento como «Un juramento ante Dios y ante los hombres de que aquella doncella no era hija suya, sino fruto de ilícitas relaciones de su adúltera esposa» (Palencia)
EL MISTERIO DE LA BELTRANEJA: Juramento de la reina Juana después de comulgar.
«Hago —exclamaba— juramento a Dios y a Santa María y a la señal de la Cruz que con mi mano derecha corporalmente toqué… que yo sé cierto que la dicha princesa Doña Juana es hija legítima y natural del Rey mi señor y mía, que por tal la reputé y traté y tuve siempre, y la tengo y reputo ahora»
Y del rey:
Pero es más difícil negar la veracidad a la proclamación de la legitimidad de su hija, hecha por Don Enrique en trance de morir, cuando es casi imposible disimular ante el misterio terrible que se acerca. Varios historiadores recogen estas dramáticas palabras. Hernando de Pulgar dice, en efecto, que Don Enrique, poco antes de morir, dictó a su notario, Juan de Oviedo, una nota en que habla de «la Princesa su hija». Palencia [82] refiere también la postrera conversación del Rey moribundo con Fray Juan de Mazuelos, en la que solemnemente dijo: «declaro a mi hija heredera de los reinos».
VIII PESADUMBRE Y MUERTE DEL REY:
Lo indudable es que, a partir del nacimiento de Doña Juana, se acentúa el carácter retraído y misántropo del Rey. Sólo episódicamente se habla ya de sus relaciones con Doña Beatriz de Sandoval y con Doña Guiomar, su amante más conocida [88]; relaciones que tienen todo el carácter de episodio exhibicionista, que abonan más que contradicen la hipótesis de la flojedad de Don Enrique, como luego veremos.
Hoy podemos relacionar seguramente, con la creciente pesadumbre de su preocupación sexual, la honda y extravagante melancolía que impulsaba al Monarca a aislarse y a huir con tenacidad el trato de las gentes. «Estaba siempre retraído», escribe Enríquez del Castillo; «toda conversación de gentes le daba pena»
En estas campestres andanzas iba siempre vestido pobre y lúgubremente, con largo sayo y capuces y capas de color oscuro. Y su miseria espiritual era paralela a la de su pergeño. Todos los historiadores, adversos y partidarios, refieren escenas reveladoras de la pusilanimidad de su ánimo.
Se tornó tan disforme, que era cosa maravillosa de ver.» Castillo refiere los vómitos y cámaras, que se aliviaron con purgas, no recetadas esta vez por el mismo, como era su hábito, sino por los médicos; empeorando después, con dolor de costado rabioso, hasta que murió. «Quedó tan deshecho —añade este tutor—, que no fue menester embalsamarlo».
Mas es lo cierto que mucho mejor que a cualquiera de ellas se acoplan los trastornos descritos a los de un envenenamiento; tal vez el arsénico, el más usado por entonces, en cuya fase final hay una intensa gastroenteritis sanguinolenta y anasarca.
… moralmente nos queda la casi certidumbre de que ésta fue la causa del término de su infeliz vida y reinado. Recuérdese que en el documento que Doña Juana la Beltraneja dirigió al Consejo de Madrid se afirma la realidad del asesinato. En este manifiesto, publicado por Zurita , se dice, en efecto: «por codicia desordenada del reinar acordaron y trataron ellos, y otros por ellos, y fueron en habla y consejo de hacerle dar, y le fueron dadas yerbas y ponzoña, de que después falleció.»
En estos capítulos Marañón ha trazado la biografía del Enrique IV, en los siguientes repasa los asuntos más discutidos de su personalidad y reinado. Los veremos en la segunda parte.
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