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En los procesos electorales españoles y de otras latitudes, se pueden distinguir tres etapas. La primera es la campaña electoral, durante la cual los “concursantes” hablan y prometen mucho (”verba”), al tiempo que tratan de esconder-disimular sus actos pretéritos (“facta”); este comportamiento está en las antípodas de aquel salutífero adagio clásico, verdadera píldora de sabiduría, que reza así: “Facta, non verba” (“hechos, no palabras”). Luego, concluidas las elecciones, los electos llevan a cabo conversaciones en la sombra, en los modernos “patios de Monipodio poselectorales”, para repartirse el pastel o botín del poder. Y, en tercer lugar, toman posesión de las poltronas, asunción precedida siempre de la ceremonia de la jura/promesa del cargo, auténtica comedia hipócrita y una mentira o engaño.
Para tomar posesión realmente del poder, según prevé el Art. 108.8 de la LO 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, tanto los concejales como los disputados, los senadores, los miembros del futuro Gobierno, etc. tienen que jurar o prometer, en sesiones solemnes o en actos protocolarios, acatamiento a la Constitución, así como cumplir los demás requisitos previstos en las leyes. Para hacerlo, los electos tienen que verbalizar la fórmula canónica —prevista en el RD 707/1979, de 5 de abril— que reza así: “Juro o prometo […] guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado […]”, es decir las leyes.
Este trámite verbal constituye el espaldarazo y el punto de partida para que los políticos elegidos empiecen a ejercer y a disfrutar del poder. Ahora bien, el propio acto de la jura/promesa de los cargos constituye ya, en muchos casos, el principio del incumplimiento de las leyes. Además, con la jura/promesa, los electos empiezan a hacer de su capa un sayo y a descalificarse a ellos mismos tanto con sus palabras (“verba”) como con sus actos (“facta”).
En efecto, en el momento de la jura/promesa, hay electos que añaden a la fórmula canónica, explicitada ut supra, coletillas o añadidos, de cosecha propia. Para muestra, sólo dos botones. Los electos, que no aceptan la Transición política española, suelen añadir a la fórmula ortodoxa, la coletilla “Por imperativo/exigencia legal”, aportación de los electos de Herri Batasuna en los años 90. Por su lado, la catalana Associació de Municipis per la Independència (AMI), propuso que los electos municipales catalanes, afines a la causa independentista, prometieran sus cargos, en 2015, añadiendo que se ponían «a disposición del nuevo Parlamento [autonómico], del presidente y del Gobierno de la Generalidad de Cataluña que surjan de las elecciones del 27 de septiembre de 2015, para ejercer la autodeterminación de nuestro pueblo y proclamar, junto con todas nuestras instituciones, el Estado catalán, libre y soberano«.
En el momento de la asunción a un nuevo mandato, estas coletillas y muchas otras vacían, limitan, condicionan o desnaturalizan, según la Junta Electoral Central (JEC) y más de un constitucionalista, el sentido propio de la fórmula ritual. Y, al mismo tiempo, denotan desprecio, pitorreo, burla y sarcasmo hacia uno de los actos o formas o situaciones fundacionales de la vida democrática. Por eso, el acto solemne de la jura/promesa del cargo —como dijo en su día el alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, a propósito de la justicia— es, en muchos casos, un auténtico cachondeo. Y, como de costumbre, no se aplica la ley y no pasa nada.
Luego, una vez tomada posesión del cargo y cuando los electos empiezan a gestionar la “res publica”, no es necesario esforzarse demasiado para recopilar infracciones a las leyes y desacatos a las sentencias judiciales, cometidos precisamente por buena parte de los electos, que juraron o prometieron precisamente guardar y hacer guardar las leyes. Desde hace ya demasiado tiempo, los medios de comunicación nos desvelan cotidianamente nuevos casos de una corrupción desbocada, que implican que los electos corruptos, trincones y defraudadores, de aquí y de acullá, se han pasado y se pasan por el forro de sus caprichos la legalidad vigente, que ellos se han comprometido a guardar y hacer guardar.
Además, no tienen empacho en elaborar leyes (en Cataluña, por ejemplo, el nuevo Estatuto, las leyes de normalización lingüística, la Ley de Educación Catalana (LEC), etc.), que no resisten la prueba del algodón constitucional. Por otro lado, no se sonrojan cuando se tiran al monte, afirmando que sólo acatarán aquellas leyes que les gusten y que consideren justas, Ada Colau dixit; o cuando practican el desacato permanente a las decisiones judiciales (en Cataluña, por ejemplo, desacato a las sentencias contra la política de “inmersión lingüística”), parapetándose tras el burladero del fraude de ley. Y, de nuevo, como de costumbre, no se aplica la ley y no pasa nada.
Ante estos comportamientos de la casta política y del poder judicial, queda en entredicho el estado de derecho y el principio de que todos somos iguales ante la ley. En España, más bien, habría que decir que estamos en el mundo descrito por George Orwell, en Rebelión en la Granja, donde regía el mandamiento discriminatorio, según el cual “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.
Por otro lado, los poderes públicos, aquellos que juraron “guardar y hacer guardar las leyes”, no han hecho nada para implantar el imperio de la ley y así preservar la seguridad jurídica. Más bien, han violado y violan la ley cuando les convenía y conviene, haciendo dejación de sus funciones. Y no sólo eso. Además, para llegar al poder, los “partidos turnantes” (PP y PSOE) no han dudado en pactar con los nacionalistas. Y tampoco han vacilado a la hora de estirar y estirar el chicle del Título VIII de la Constitución, con el fin de apaciguar a los partidos independentistas.
Esta política de apaciguamiento con las CC.AA. díscolas con la legalidad vigente, me ha hecho recordar el comportamiento contemporizador y cobarde de los países de Occidente ante los atropellos sistemáticos y constantes de la Alemania nazi. Creyeron que era mejor no reaccionar y no hacer nada, para no provocar a la bestia nazi. Y luego pasó lo que pasó: Segunda Guerra Mundial y todas las desgracias provocadas por ella.
Por todo ello y en aras de la transparencia y de la “honestidad radical”, habría que cambiar la fórmula de la jura de los cargos públicos para adecuarla a la idiosincrasia de la casta política española. Así, nos acercaríamos al objetivo que Juan Ramón Jiménez expresó con estas palabras: “Que mi palabra sea la cosa, el nombre exacto de las cosas”. Por eso y para que los ciudadanos sepamos a qué atenernos, los electos españoles deberían verbalizar, en el momento de la toma de posesión de sus cargos, la fórmula siguiente: “Juro/prometo no guardar ni hacer guardar la legalidad vigente”.
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