23/11/2024 18:45
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Adam Smith tiró de la mano invisible y dos siglos más tarde Gabinete Galigari culpó al cha-cha-chá. La cuestión es echar balones fueras, confiando nuestras vidas a una especie de azar puro e inocente.

Se nos ofrece una democracia formal como la menos mala de las opciones posibles, haciéndonos creer que somos ciudadanos libres e iguales. Las urnas son desempolvadas cuando toca o conviene. Los más optimistas se afilian a sindicatos o partidos, en la cándida creencia de que podrán alzar la voz con mayor nitidez.

Lo cierto es que, en ausencia de ética, cualquier sistema político y económico está condenado a un irremediable fracaso.

En efecto, el escocés Adam Smith, considerado por muchos como el padre de la economía moderna, escribió dos obras fundamentales; La Teoría de los Sentimientos Morales y la celebérrima La Riqueza de las Naciones. En esta última obra acuñó su famoso aforismo, acaso esbozado en la primera, de la mano invisible. Vino a decirnos que la suma de intereses particulares es la mejor de las noticias para el interés colectivo. Donde algunos veían sólo egoísmo, Smith advirtió afanes individuales y legítimos que terminan procurando prosperidad al conjunto. Pero también marcó límites para el mercado, como la avaricia o lo que vino en llamar tragedia de los comunes; es decir, el abuso de recursos limitados que acabaría lesionando gravemente a la colectividad. La mano invisible sería algo así como un conjunto de inercias generadas por la oferta y la demanda, capaces de generar oportunidades y riqueza.

En las antípodas de esta teoría encontramos a Karl Marx, que en su obra El Capital consagraría el principio del materialismo histórico. No es posible entender la economía como una mera producción, relegando a un crónico e inmoral olvido la dignidad debida de la clase obrera. Tras la acumulación excesiva de riqueza y el reparto deshonesto de las plusvalías se esconde una génesis histórica y abusiva, con un  único antídoto: la revolución y la lucha insoslayable entre proletarios y propietarios.

Por fortuna, creo, siempre he sido indulgente con los demás. Para mí reservé una severa evaluación al menos en lo que a asuntos éticos se refiere. Las circunstancias, siempre gobernantes y tardíamente  asumidas, me obligaron a rebajar los niveles de auto exigencia respecto a otros anhelos más mundanos y prescindibles.

Me interesa la etimología de las palabras y hoy no haré una excepción. La voz “conciencia” trae su origen de la voz latina “conscientia” que, en puridad, vendría a significar convergencia o reunión en torno a la ciencia, entendida ésta como conocimiento. Hablamos, por tanto, de un conocimiento compartido.

En la primera mitad del siglo I a.C, Julio César, en su obra De Bello Civili, es quien primeramente relaciona este término con el valor del bien y del mal. Horacio y Séneca (por citar algunos ilustres autores) asumieron también este nuevo significado.

Les diré qué entiendo yo por concienciaReconozco la existencia del bien y del mal y la evidencia del Derecho Natural. Pondré un ejemplo para hacerme entender. Quitar la vida a alguien no es una maldad porque así se haya convenido y se haya codificado en un texto legal. Hay una verdad primigenia que precede a toda concertación positivista. Los detractores argumentarán que, a lo largo y ancho de la Historia, ha habido comunidades en las que matar era comúnmente admitido y que ningún remordimiento experimentaban por ello. Insistirán que hay personas que asesinan a sus semejantes sin apenas pestañear.

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Patologías mentales aparte, la búsqueda de la verdad se desarrolla en el espacio y en el tiempo. Nuestra civilización ha conocido momentos de esplendor intelectual y también de miseria moral. Aunque los orígenes etimológicos de las voces “ética” y “moral” les confieren idéntico significado, la filosofía y la teología han acabado por dotarles de sentidos muy distintos. La posición platónica y socrática identifica  la ética (el bien) con el conocimiento; bastará conocerlo para llegar a él. Aristóteles va más allá y aporta un enfoque teleológico pues el bien dependerá del fin perseguido. Me interesa especialmente el pensamiento agustiniano. En efecto, San Agustín distingue, además del conocimiento sensible y racional inferior, el racional superior en el que hallaríamos las verdades inmutables, eternas y universales. El hombre, dotado de libre albedrío y  sólo por medio del alma (que no de los sentidos) puede, si así lo desea, dejarse iluminar y alcanzar la verdadera ética que no es otra cosa que vivir conforme a la Ley de Dios.

No obviaré al jesuita  Francisco Suárez (Granada, 1548; Lisboa, 1617)uno de los más eminentes teólogos, filósofos y juristas de la Historia. Defendió y argumentó la existencia de una Ley Natural y eterna que precede a toda norma positiva. Como él, yo también  concibo la Ley natural como una Ley Divina de naturaleza preceptiva. Conocemos las consecuencias que se derivan al conculcar una ley positiva pero despreciamos, muy temerariamente, las que implica el desacato a toda ley natural. La conciencia actúa como un centinela que remueve nuestro espíritu ante pensamientos, palabras o acciones que pudieran contravenir las leyes de Dios. Como criaturas de ese mismo Dios, nacemos impregnados de su bondad y esa transferida Ley natural será sometida, en el devenir de nuestra vida, a las más dispares embestidas y contrariedades. En ocasiones con tal virulencia y arbitrariedad que el libre albedrío queda prácticamente neutralizado. Es aquí donde, con infinita humildad, pongo en duda la  construcción intelectual de San Agustín. Si bien la Fe y la Razón no debieran ser adversarios, para llegar a la Verdad no habrá más remedio que supeditar la razón a la Fe o, al menos, reconocer a ésta como el último bastión de la esperanza. De no hacerlo, antes o después, nuestra búsqueda será baldía y claudicaremos ante la desesperación. ¿Dónde hallar margen de maniobra en millones de semejantes que vienen a este mundo en condiciones infrahumanas? ¿Dónde está el albedrío de criaturas sometidas a verdaderas atrocidades? Si, como parece, Dios nos da instrumentos con los que  poder llegar hasta Él, ¿por qué se los niega a gran parte de nuestros semejantes? Y, de no ser Él quien niega nada, ¿cómo explicar las tremendas desventajas para llegar hasta Él? ¿Acaso el azar, además de azaroso, es despiadado?

Si, como San Agustín defendió, la razón también es instrumento, ¿cómo renunciar a ella?; ¿cómo mirar para otro lado mientras elaboramos preciosas teorías que olvidan o silencian dantescas realidades?

Si queremos permanecer en el camino por el que anduvo Jesús, habremos de ser irracionales, que no insensatos ni ciegos. Habrá conveniencia, incluso miedo en este aserto. No hemos de avergonzarnos por ello, pues somos sólo hombres y mujeres sin respuestas y habitualmente desorientados.

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Mientras nos sea posible, hemos de asir nuestra conciencia como si de un baluarte vital se tratase. La conciencia ética debe vapulearnos como una estera a una manta polvorienta. Si escuchamos a nuestro interior y actuamos en consecuencia, la paz vendrá a visitarnos. De lo contrario, el desequilibrio se adueñará de nuestra alma y nada, absolutamente nada que no sea el verdadero reposo, vendrá en nuestro auxilio.

Demasiado ruido e interferencias. No son las mejores condiciones posibles para auditar nuestra conciencia. Busquemos un rincón tranquilo frente al Sagrario o la sombra de un árbol. La conciencia precisa quietud y nada mejor que la oración para resetear nuestra alma. La oración no es huída ni escamoteo. Es el arma más poderosa y eficaz para doblegar el mal.

La oración es un acto de humildad y, ante todo, de abandono a la voluntad del Padre porque los silencios de Jesús pueden ser tanto o más elocuentes que sus señales. Me temo que no podré demostrarles nada de cuanto afirmo pues, una vez más, la razón resultará insuficiente. Harían bien en creerme; de veras.

Millones de personas no han leído a San Agustín ni a Francisco Suárez pero poseen una conciencia ética que guía sus vidas por la senda adecuada. Lo que me lleva a afirmar que todos nacemos impregnados de SU naturaleza. En espera de respuestas imposibles, haríamos bien en poner en orden nuestra conciencia y hacer cuanto podemos por quienes no pueden permitirse el lujo de hacerlo.

Quienes se decantaron por Adam Smith olvidaron aquello de la avaricia y la finitud de los recursos naturales. Los marxistas, con un paternalismo insultante, despojaron al individuo de toda su dignidad; le privaron del tesoro más preciado junto a la propia vida: la libertad.

Váyanse al cuerno los unos y los otros. Nunca les importó el ser humano; nunca creyeron en su grandeza ni en su inviolabilidad. Sólo ven al hombre como un consumidor compulsivo, como alguien que debe hipotecar su tiempo y energías para perder su libertad; tal vez como un semoviente al que exprimir y tirar después al estercolero. Es el mercado, dicen. Te hablan de eficiencia y de innumerables ratios y márgenes paridos por inútiles ilustrados que han pisado moqueta pero jamás arena.  Anidan en despachos con vistas y nunca sufrirán en sus carnes las llagas de sus desbarajustes. El cinismo castrense habla de daños colaterales; la desvergüenza capitalista de ajustes. Hay que valer, lo reconozco, para tirar de eufemismos con semejante impostura. La mano que mece la cuna es bien visible y el marxismo nunca ha repartido plusvalías sino miseria.

Quizá haya llegado el momento de una nueva ilustración, la de la razón y la ética. No olviden, ni por instante,  que la conciencia es el heraldo de Dios y el mal brota cuando el bien se desentiende.

Autor

REDACCIÓN