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De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, déspota es aquel que abusa de su autoridad. Por tanto, es aplicable, aunque sólo sea parcialmente, en el caso de Pedro Sánchez, el presidente de España, no solo en cuanto limita ciertos derechos fundamentales, sino derechos humanos básicos como el derecho a la alimentación adecuada; «el Estado es el garante de la disponibilidad, la accesibilidad física y económica, la adecuación y la sustentabilidad de la alimentación de todas y cada una de las personas bajo su jurisdicción». No Cáritas, la Cruz Roja o cualquiera otra ONG.

Además, Podemos, el partido de su vicepresidente Pablo Iglesias, ha ampliado el poder del Estado no solo en su concepción teórica sino también en la práctica. En un tiempo de emergencia, como sucede con la pandemia del COVID-19, en lugar de buscar fomentar la solidaridad y forjar alianzas, se rechazó la ayuda del hombre más rico de España, Amancio Ortega, alegando que el Estado se debe sostener a base de impuestos, no de limosna, limosna que ofrecen ciertas instituciones como las nombradas en el párrafo anterior.

«Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado», es la frase insignia del padre del fascismo, Benito Mussolini, que es perfectamente aplicable tanto a la censura a la prensa como a la negación de la solidaridad privada. Pues no permite ni el cuestionamiento al Estado ni la provisión de recursos, mucho menos humanitarios, fuera del dadivoso Estado que el gobierno socialista pretende forjar.

El Gobierno de Pedro Sánchez se está teniendo que enfrentar a la situación más compleja del último siglo en España y en todo el mundo, con derivadas económicas, sociales y políticas, además de las tremendas consecuencias sanitarias de la pandemia del coronavirus, que se ha cobrado hasta el momento y en números redondos 50.000 vidas en suelo español. En esta situación, los apoyos en el Parlamento de nacionalistas e independentistas están ‘dando la vida’ al inquilino de La Moncloa, el gusanillo que no se preocupa de las colas del hambre habidas y por haber, y no hay un solo momento para la tranquilidad a no ser que «matemos el gusanillo» con una copa de aguardiente como hacían nuestros abuelos, todos los días por la mañana.

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Interminables filas de personas para recoger alimentos. Son las colas del hambre. Crecen en España y la pobreza se extiende y empieza a afectar a los que nunca había afectado por la pandemia del coronavirus.

La pobreza crece al ritmo de los contagios de coronavirus. Esta parroquia ayudaba a 400 familias, «ahora ayudamos a 3.500 personas al día». Es la otra infección de la Covid-19. La que provoca paro y conduce a la indigencia.

La Cruz Roja ha atendido a casi 3 millones de personas desde marzo, mes del inicio de la pandemia de coronavirus. La mayoría nunca lo había necesitado. Según Cáritas las personas sintecho crecen un 25%. La necesidad aprieta.

Y los jueces alertan. Cada vez hay más denuncias por pequeños hurtos de alimentos y artículos de primera necesidad. Personas que se han quedado en la calle y que no tienen dinero para comer. Delitos tan leves que ni los denunciantes acuden al juzgado, no solamente por ser de poco valor, sino por cuestiones morales dada la situación social que nos acontece: las gentes necesitan «matar el gusanillo».

El significado de matar «el gusanillo», lejos de cargarse al inepto presidente y a sus lombricillas, es «tomar una copa de aguardiente, o de otra bebida alcohólica, por la mañana, por creer que así se mueren las lombricillas parásitas de los intestinos». En Portugal, «matar el bicho».

En el Diario de un burgués de Paris en tiempos de Francisco I se da la explicación de esta costumbre popular en la forma siguiente:

«La mujer de un señor La Vernade, magistrado de París, falleció de repente en julio de 1519. Se hizo la autopsia del cadáver y se vio que la muerte había sido producida por un gusano que le había perforado el corazón. Se aplicó sobre el gusano un trozo de miga de pan en vino y el animalito murió inmediatamente. De donde se sigue que es conveniente tomar pan y vino por la mañana, al menos en época peligrosa, para no pillar el gusano».

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Sbarbi, en su Gran Diccionario de Refranes, cita, a propósito de esta costumbre de matar el gusanillo, lo siguiente:

«En una de las sesiones de la Academia de Medicina de París de hacía 1880, Pasteur afirmó que el hombre en ayunas debía figurar entre los animales venenosos. El célebre bacteriólogo, después de haber hecho morir a algunos conejos inoculándoles la saliva de un niño rabioso, trató de repetir la prueba con la saliva de niños sanos y los conejos sucumbieron también. Según Pasteur, en la saliva de los niños y en la del hombre en ayunas existe un parásito mortal, pero que desaparece tan pronto como se toma cualquier alimento, pues pasa al estómago arrastrado por aquel».

En opinión de José María Iribarren, en su obra «El porqué de los dichos», dice: «matar el gusanillo, en su significado de «desayunarse con aguardiente», nada tiene que ver con la tristeza ni con la solitaria. Obedece simplemente a la creencia popular de que en el estómago de toda persona hay un gusanillo, el gusanillo del hambre, que siempre, o muy frecuentemente, pide de comer, sobre todo a la hora del desayuno. Y el aguardiente sirve, si no para matarlo, si para adormecerlo o engañarlo por cierto tiempo».

De tal manera es la situación que caritas, la Cruz Roja y otras, van a tener que proporcionar, para las colas del hambre, más pronto que tarde, aguardiente para «matar este gusano» que nos ha traído el gobierno socio-comunista en la persona de Pedro Sánchez y la hambruna que representa, como durante la postguerra.

Maldito dicho y repelente bicho.

Autor

REDACCIÓN