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Les juro que me había prometido a mí mismo no hablar más de la  terrible Ley de la Memoria Histórica y ahora Democrática, porque me resisto a resucitar lo que fue, de verdad, la Guerra Civil del 36. Por tanto, no se asusten, no voy a hablar de ello, hoy voy a conformarme con contarles una historia humana y personal que conocí a fondo hace muchos años y que la tengo bien documentada, con nombres, apellidos y fechas (naturalmente los nombres y apellidos verdaderos los guardo por respeto a las familias y los que aparecen son otros).

Vamos a ello. Un día de 1969 un compañero del periódico me invitó a comer en su casa, pues quería que conociera a su mujer y a sus dos hijos. Y allí aparecí el sábado siguiente a las 2,30, calle Ibiza, muy cerca del Retiro. Subí hasta la 5ª planta y nada más abrir el ascensor me topé de frente con una loseta de cerámica que estaba incrustada en la pared junto a la puerta del piso en la que podía leerse este mensaje: “En esta casa está prohibido hablar de la Guerra Civil”.

Me sorprendió, pero sin más entré y comimos y, claro está, durante la comida hablamos de todo menos de la Guerra. Eso sí, al salir de la casa, y lleno de curiosidad, invité a mi amigo a un café en el bar de abajo. No me iba sin saber el por qué de aquel letrero. Y esto fue lo que me contó mi amigo Antonio Peláez.

Pues, todo tiene su explicación, amigo Paco. Mi padre, como sabes, fue un periodista destacado en los años 20 y 30. Incluso llegó a ser Gobernador Civil de una provincia de Castilla con Primo de Rivera. Y eso le marcó para los restos, pues en cuanto llegó la República las Izquierdas le persiguieron con nocturnidad y alevosía, y a las primeras de cambio lo detuvieron (le acusaron injustamente, como se demostraría en los Tribunales, de estar implicado en lo de Sanjurjo). A raíz de ahí mi padre se fue radicalizando y en 1933 fue de los primeros en apuntarse a Falange. Total que tras las elecciones del 36 y el triunfo del Frente Popular ya no tuvo reparos y se apuntó a todas las conspiraciones posibles. Él sabía lo que los militares preparaban. Por eso, la misma mañana del asesinato de Calvo Sotelo nos cogió a los tres, a mi madre y a nosotros dos, y nos llevó hasta un pueblo de Zaragoza de donde era oriundo y vivía casi toda su familia. No quería que nosotros corriésemos el riesgo que él iba a correr. Y allí estuvo, en la sublevación del Cuartel de la Montaña, luchando a la desesperada contra los rojos asaltantes. Al final, como sabes, aquello fue una matanza horrible, pero mi padre, no se sabe cómo, consiguió escapar casi ileso, sólo algunos rasguños, y llegar hasta la casa de una familia de su pueblo, que vivían en la calle Menéndez Pelayo, a la que él había ayudado desde que llegaron a Madrid. Buena gente aquella lo escondieron y allí permaneció un tiempo. Hasta que una noche, oyendo la Radio y viendo la caza al hombre que insertaban los periódicos, decidió abandonar su escondite, por no poner en peligro las vidas de sus paisanos, y salió para ir a refugiarse a la embajada italiana donde tenía algunos amigos. Sin embargo, el hombre propone y Dios dispone, pues al llegar a la calle Goya, sin miramientos de ningún tipo, unos milicianos le detuvieron y sin más lo metieron en una furgoneta donde ya había otras personas (ninguno de aquellos energúmenos sabían quién era, aunque sí vieron que iba bien vestido y con corbata). Por el camino que llevaban mi padre se dio cuenta que iban a la Cárcel Modelo de Argüelles. Pero, al llegar a la plaza de Bilbao sucedió algo más grave. Otro grupo más numeroso de milicianos detuvieron la furgoneta y sin más comenzaron a disparar como fieras sobre los que iban dentro (10 hombres y mujeres).Una carnicería. Pero, no contentos de la orgía de sangre sacaron a la rastra a los cadáveres, les ataron cuerdas a los pies o al cuello y ebrios de victoria se fueron, arrastrando por los suelos aquellos restos sanguinolentos, hacia Cuatro Caminos, mientras gritaban ¡Viva Rusia¡ ¡ Guerra a los fascistas¡. ¡No pasarán¡

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¡Qué barbaridad! ¡Qué salvajada! ¿Y cómo supisteis todo eso?

Eso es otra historia, que te contaré otro día. Sí te adelanto que nosotros no supimos nada hasta que terminó la Guerra y volvimos a Madrid, y lo supimos gracias a mi tío Fernando, hermano de mi padre, que pasó la Guerra aquí y por la familia del pueblo que le ayudó en un primer momento. Tampoco supimos nunca donde fueron a parar los restos de mi padre.

Pero, ¿y por eso no se puede hablar en tu casa de la Guerra? No lo entiendo.

Pues, ahora escucha la historia de mi mujer y lo entenderás.

Conocí a «Sole» (de Soledad) en 1954 y antes de un año nos casamos. Ella se había venido del pueblo a Madrid para cuidar los niños de una familia muy rica, que era oriunda del mismo pueblo, y yo acababa de terminar Periodismo y trabajaba en el «Marca». Mi madre ya había muerto y mi hermano mayor se había casado con una valenciana y a Valencia se fue a vivir. Así que estaba más solo que la una. En ese tiempo de noviazgo ella sólo me había dicho que era huérfana, porque sus padres murieron durante la Guerra Civil. Como no tenía-mos ni un duro nuestro viaje de novios fue ir a su pueblo, cerca de la Sierra de Cazorla, para que yo conociera a sus padres adoptivos y algunos miembros de su familia. Y allí nos fuimos un día muy frío de diciembre. Y allí fue donde Pedro y Mikaela (el matrimonio que la había criado) me contaron la tragedia del 36.

Según ellos todo sucedió la tarde-noche del 20 de julio, cuando ya se sabía que el Ejército se había sublevado. Sobre el mediodía los hermanos de Pablo (el padre de «Sole») vinieron a convencerlo para que huyera con ellos a la Sierra, pues los Señoritos (los Ricos) se estaban armando y organizando para «acabar con la morralla». Pablo se negó a abandonar a su mujer y su hija recién nacida, a pesar de saber que se la tenían jurada por ser el líder del PSOE y la UGT del pueblo, pero él se autoconvencía de que no le había hecho nada malo a nadie y que por defender sus ideas no le iban a matar. Eso sí, les pidió al matrimonio vecino que se llevaran a la niña a su casa hasta que pasara todo. ¡Pobre hombre¡ Sobre las 6 de la tarde vimos aparecer por la esquina un grupo numeroso de gente, unos a caballo y otros a pie, y muchos nos encerramos en las casas, con mucho miedo. Al llegar ante la puerta de Pablo el que mandaba, que no era otro que Don Tomás, el «Cacique», mandó que le sacaran como fuese «a ese desgraciao y a su mujer». Y así lo hicieron cuatro o cinco sujetos, armados de pistolas y correajes.

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Bueno, no te voy a contar los detalles. El hecho cierto es que allí mismo, en plena calle, violaron varias veces a Soledad (la madre de «Sole») y después la mataron a tiros, entre los gritos del marido. Pero, la cosa fue a más, pues el «Cacique» mandó que le ataran a los dos a la cola de su caballo, atados por los pies, (ella, un cadáver sanguinolento y él vivo) y así lanzó al animal al galope, seguido de los demás fieras, y galopando por todas las calles del pueblo los llevaron arrastrados hasta un estercolero que había en las afueras. Naturalmente Pablo, el padre, era ya un cadáver mutilado y destrozado, pues algunos de sus miembros se habían quedado en la sanguinaria correría.

– No sigas, por favor. Ya tengo suficiente.

– ¿Entiendes ahora por qué prohibí que en mi casa se hablara de la Guerra Civil?. Salvajada por salvajada lo mejor es que olvidemos todos.

Afortunadamente para él, mi compañero Peláez murió el mismo año que Franco y por tanto no ha podido ver lo que ahora están haciendo con España, primero el loco de Rodríguez Zapatero y ahora el loco y criminal don Pedro Sánchez. ¿Memoria Histórica? Mejor «no meneallo» y aceptar el silencio de la Amnistía del 77. Porque a poco que se vuelva atrás la mirada uno se encuentra con aquellas salvajadas de aquella Guerra salvaje. Los locos que aplauden y vitorean a este loco que okupa la Moncloa deben saber que debajo de la piel de cordero aborregado que es el pueblo español estará siempre el pueblo lobo que aparece cuando menos se lo espera nadie. ¡¡¡Y los lobos no tienen color político¡¡¡ Y parafraseando a todos esos locos que andan buscando cementerios y exhumando cadáveres les digo lo de mi amigo: “EN ESTA ESPAÑA ESTÁ TERMINANTEMENTE PROHIBIDO HABLAR DE LA SALVAJE GUERRA CIVIL DEL 36”.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.