24/11/2024 08:08
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Recojo del impresionante libro que acaba de publicar doña Cayetana Álvarez de Toledo (“Políticamente indeseable”) y que pone de manifiesto el maremágnum que es hoy el Partido Popular. Les aseguro, o al menos esa es mi opinión, que quien lea el libro de la señora Cayetana no vuelve a votar al señor Casado ni al PP.

Son muchas las cosas interesantes que publica la periodista, política, liberal e independiente en su obra (algunas de ellas la publicaremos otro día) pero hoy me limito a reproducir la carta hablada que pronunció en presencia del propio Rey: 

“El 3 de octubre de 2017, Felipe pronunció el más contundente alegato a favor de la modernidad política. Y, sobre todo, la más firme y vibrante defensa de los constitucionalistas por parte de una autoridad del Estado en cuarenta años. Y yo sabía lo mucho que le había costado. Por su carácter: un hombre prudente y cauto. Y por las circunstancias: contra la estrategia apaciguadora del Gobierno de Rajoy; plenamente consciente del rechazo que despertaría, no solo en los rabiosamente hostiles ambientes separatistas sino también entre los coquetos apóstoles del dialogo. Por eso, cuando vino a Barcelona, en plena campaña de hostigamiento al Estado, decidí manifestarle públicamente mi apoyo. Lo hice aprovechando mi reaparición en la tribuna del Círculo Ecuestre, con esta carta hablada, escrita a toda prisa en la penumbra de mi habitación. La transcribo ahora en homenaje a los memorialistas del siglo XVII y, sobre todo, al pobre Palafox, cutas cartas a otro rey Felipe, el IV, acabaron mereciéndole un exilio terminal en el paupérrimo obispado de Osma: 

Muy buenas tardes y muchísimas gracias por su asistencia a este acto. Me permitirán que mis palabras adopten la forma de una carta hablada a Su Majestad El Rey, Felipe VI, porque es un día especial.

Señor,

Gracias por estar hoy en Barcelona. Vuestra presencia nos llena de fuerza y ánimos a los españoles de Cataluña y los catalanes de España que trabajamos por la democracia y la libertad.

Es la presencia del Estado, que tanto ha faltado a lo largo de muchos años; que sigue faltando estos días de fuego y furia; y que tanto necesitamos. 

Me vienen ahora a la mente unas palabras de Vuestro padre. Las pronunció en una de sus visitas a Barcelona, en plena felicidad olímpica. Dijo Don Juan Carlos: “Estoy muy contento; me siento en casa”.

No se sienta en casa, Señor. Porque está en casa. Cataluña es su casa. Como lo es de todos y cada uno de los ciudadanos españoles.

Porque una señorita de Sevilla es tan dueña de Las Ramblas, y de la Iglesia de Santa María Del Mar, y del Pabellón Mies van der Rohe, y del Monasterio de Poblet como un señor de Barcelona lo es de la Torre del Oro, del Archivo de Indias y del Guadalquivir.

Eso es España. Una casa común, un proindiviso de más de 47 millones de dueños. Y nadie goza del derecho de admisión y mucho menos de expulsión.

Por eso, Señor, siga viniendo. Venga. Incluso venga más. Sí, Majestad: venga más a Cataluña. A Barcelona, por supuesto. Y también a Gerona, donde —de forma intolerable y, por tanto, inaceptable— le prohibieron ir.

La Corona no debe renunciar a un milímetro de Cataluña porque cualquier renuncia es un retroceso para la libertad.

Sé que no es fácil. Muchos, populistas y nacionalistas —la alianza que históricamente más destrucción ha causado a la España y la Europa civilizadas— no quieren verle aquí. Ni en pintura, literalmente. 

Arrancan sus retratos. Queman su efigie. Quieren echarle. Quieren convertirle en un extranjero en su propio país. Es lo mismo que llevan décadas intentando hacer con los catalanes discrepantes. Con los que anteponen la convivencia de los distintos a la construcción de una nación étnica, monolítica, granítica, artificial.

Es una sucia operación de ingeniería social y política. Destila xenofobia y odio al diferente. Y es inaceptable no por anti-monárquica, sino por antidemocrática.

No es a Vuestra Majestad a quien buscan expulsar. No es a los Borbones por coronados, por presuntamente anacrónicos. La expulsión que promueven es la de los valores modernos de la tolerancia, la discrepancia y el pluralismo. 

Libertad. Igualdad. Fraternidad. Y así debe denunciarse.

Sus enemigos, Señor, no promueven la República. Son falsos republicanos. Anteponen los derechos de una tribu imaginaria a la moderna libertad individual.

Promueven la división de los españoles en clases: nobleza catalana, vulgo manchego, casta vasca, plebe extremeña. Peor aún: fomentan la división de los propios catalanes en ciudadanos de primera y de cuarta. Una élite catalanista y nacionalista; escoria charnega o de gente de fuera.

Alientan, en definitiva, el enfrentamiento. El fin de la fraternidad.

Libertad. Igualdad. Fraternidad. Es Vuestra Majestad el que hoy encarna y defiende los mejores valores republicanos.

Y así lo entendió también esa parte de la izquierda que, emplazada por su discurso, consciente del desafío, salió a la calle el 8 de octubre de 2017. La izquierda realmente progresista. La que sabe que su Rey es hoy sinónimo de democracia, de libertad.

Por eso, Señor, insisto: venga mucho a Cataluña. Desafíe con su presencia los planes de extranjerización y la retórica de la reacción. La involución democrática de Cataluña. Es decir, de toda España.

Y venga también para otra cosa. Igual de importante. Quizá incluso más.

 En ese discurso, por primera vez en 40 años, una autoridad del Estado —la máxima autoridad del Estado— aparcó la suave condescendencia, la prosa mimosa, los eufemismos fáciles, el paternalismo simpático, para dirigirse a los nacionalistas como adultos.

Les habló desde la democracia y para la democracia. Ejerciendo, exactamente, su papel de árbitro, que consiste en asegurar el cumplimiento de las reglas del juego.

Porque esas reglas se pactaron. Son de todos: también de los nacionalistas. A todos protegen: también a ellos, los nacionalistas. Y expresan lo mejor de España: la voluntad de vivir juntos los distintos en libertad e igualdad. Es decir, la convivencia.

Algunos en Cataluña esperaban otra cosa de Vuestra Majestad. También en Madrid. Esperaban que pronunciara la palabra mágica: “diálogo”. Y aún se lo reprochan.

Pero Vuestra Majestad hizo bien. La palabra diálogo es como la palabra paz: preciosa por fuera pero a veces peligrosa por dentro. Peligrosa porque sirve al propósito contrario del que evoca.

Los que claman “diálogo” a veces no buscan un verdadero entendimiento, sino una claudicación. “Ho tornarem a fer”, advierten, mientras dicen “diálogo”. El suyo es un chantaje inaceptable y demasiadas veces aceptado.

Es falso que el Estado no haya dialogado con el nacionalismo en estos años. Lo ha hecho de forma incesante a lo largo de las décadas.

Con quien ha dialogado menos, mucho menos, es con la otra Cataluña, la que sí concibe el diálogo como un instrumento de encuentro y fortalecimiento democrático. La que hoy pide paso, animada, alentada precisamente por Vuestra Majestad.

Señor, 

De todo lo que dijo el 3 de octubre, esto fue lo más importante. Y lo que debe ser destacado como un hito en la historia democrática 

Por vez primera desde 1978, una autoridad del Estado —la máxima autoridad del Estado— se dirigió no como es tradicional, a la minoría catalana, a esa élite que ostenta el poder, el mando, el presupuesto, el dinero, sino a la mayoría constitucionalista. A la mayoría marginada. A los desamparados.

Y les dijo: tenéis razón. La razón y mi amparo.

Quiero recordar hoy textualmente sus palabras, porque su carga cívica y poderosa y emocionante y luminosa, sigue vigente. Dijo Vuestra Majestad: “Sé muy bien que en Cataluña hay también mucha preocupación y gran inquietud con la conducta de las autoridades autonómicas. A quienes así lo sienten les digo que no están solos ni lo estarán. Que tienen todo el apoyo y la solidaridad del resto de los españoles. Y la garantía absoluta de nuestro Estado de Derecho en defensa de su libertad y sus derechos”.

Señor, este gesto suyo inédito, histórico, de una trascendencia democrática sin precedentes, debe tener continuidad. Yo le pido hoy, solemnemente, humildemente, que la tenga. Y eso significa algo concreto: significa una nueva interlocución entre La Corona y el constitucionalismo en Cataluña. Una interlocución directa, fluida, intensa y constructiva.

Significa que Vuestra Majestad conozca —no por terceros ni por terceristas— cuál es la realidad de Cataluña. Y que la conozca por el testimonio directo de lo que viven y soportan los constitucionalistas catalanes.

A los que las instituciones autonómicas desprecian, como si no existieran. O, más precisamente, para que dejen de existir.

A los que, con sus impuestos, pagan una televisión pública que, día tras día, noche tras noche, les humilla y les insulta.

A los que nunca han confundido el centro con la equidistancia porque saben que no hay un punto medio entre la libertad y la sumisión, ni entre la igualdad y la discriminación, ni entre la fraternidad y las fronteras.

Sí, véase, Señor, con los jóvenes constitucionalistas. Porque esa es la otra juventud catalana. La que no quema contenedores. La que no lanza adoquines. La que conoce el profundo valor y el enorme coste de la democracia. Lo que cuesta tenerla. Lo que cuesta preservarla.

Una juventud abierta, cosmopolita, genuinamente rebelde, valiente y libre. Lo mejor de España. Me atrevería a decir lo mejor de Europa. Una juventud en la que la Princesa Leonor encontrará no solo consuelo, sino también aliento y ejemplo.

Majestad, 

Cataluña está fracturada y enfrentada. 

Así lo advirtió el Señor el 3 de octubre de 2017. Y así lo sigue estando, por los mismos motivos. Por lo que Su Majestad llamó “la conducta irresponsable” de las autoridades políticas catalanas. Y su desprecio a la ley. Y al propio autogobierno.

Pero yo quiero transmitirle hoy otro mensaje: un mensaje de esperanza. De profunda, objetiva y racional esperanza.

El catalanismo político se ha suicidado. No ha conseguido forjar un “sol poble”, una nación catalana. Y en su fracaso ha permitido que aflore la otra Cataluña. Esa Cataluña luminosa, constitucional, democrática, española 

Esto significa que tenemos una oportunidad. El rearme moral del constitucionalismo puede ser —y tiene que ser— el germen de una nueva Cataluña a través de una nueva política.

Una política de fortalecimiento del Estado y de los constitucionalistas de aquí. Tenemos que revertir el repliegue del Estado. Y tenemos que dar a los demócratas de Cataluña presencia, prestigio y poder. 

A esa tarea estamos llamados todos. Y Vuestra Majestad, como jefe del Estado, como Rey de España, como es natural, el primero.

Porque lo que el constitucionalismo defiende no es partidista ni parcial. No es un proyecto de autor, ni de siglas. Es exactamente lo contrario. Es lo que el Rey representa: la integración de los distintos en un proyecto común de libertad. Eso es La Corona: ante todo, un vínculo, un lazo, una formidable y empecinada voluntad de integración. 

Hace unos meses, en una brillante mañana en Valencia, al recibir el Premio Manuel Broseta, escuché cómo Vuestra Majestad llamaba a esa voluntad de integración “un mandato de conciencia”.

Lo es. Es un mandato de conciencia y nos emplaza. Con toda mi gratitud y toda mi lealtad,

Cayetana Álvarez de Toledo”

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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