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Incitato, receptor de lujos y caprichos que ni siquiera estaban al alcance de muchos senadores de Roma, era el caballo favorito del emperador Calígula. Su cuadra, donde no faltaban mármol, marfil y mantos enjoyados también era el objeto de deseo de patricios, plebeyos y équites durante los cuatro años de un gobierno, del 37 al 41 d.C., en el que la tiranía marcaba el ritmo político del Imperio.
La obsesión por el animal era tal que esa extravagante opulencia llegó a abrumar la lógica y el sentido común de un pueblo romano deseoso de que la gota colmara el vaso e, independientemente de los medios al uso, el final del dictadorzuelo quedase justificado y listo para sentencia.
Dicho y hecho. Las puñaladas mortales que prematuramente truncaron la alocada vida del joven César no se hicieron esperar. El límite, según los historiadores, lo había establecido la intención de nombrar cónsul y sacerdote al equino ante el estupor de sus adláteres y consejeros provocando una serie de reacciones y episodios de alarma social tras la caprichosa y «caballeresca» designación imperial. A Calígula, ni que decir tiene, le iba la marcha de todo tipo y condición y, así, no le importaba realizar sus brindis en compañía del corcel de marras en epicúreos y copiosos banquetes.
Su devoción hacia el caballo se tradujo incluso en proporcionarle una alimentación digna del exquisito paladar de un gourmet y sus delicadas apetencias gastronómicas. Sin embargo, Incitato, iba a convertirse en la excusa perfecta para que la daga mortal de un pueblo, harto de parafernalia y veleidades varias, certificara la defunción de Calígula y, sin entrar en discusiones de si pulgar arriba o abajo, diese matarile a su depravado líder a través de su propia guardia pretoriana, capaz de tornar la ira popular y del Senado en un barriobajero ajuste de cuentas con un final no feliz.
Y de alarma social toca hablar por estos lares cuando hechos y leyes de nuevo cuño se perciben como una firme amenaza o, al menos, riesgo en ciernes, como el origen de un malestar y desequilibrio entre una población ya dividida que, a día de hoy, se ve sobrepasada en aspectos que van más allá de su comprensión, racionalidad y capacidad de entendimiento. La lógica y el sentido común, desde luego, ya emprendieron el camino del exilio.
Es entonces cuando la conminación se filtra por todos los estratos sociales hasta el punto de que cualquier mortal percibe la cercanía del peligro, de miedos que guardan la viña del más pintado y que, en prevengan, nos mantienen en estado de alarma constante por lo que, legislativamente hablando, se viene cociendo y, ¡ojo!, aprobando.
Lo de los filtros, consejos, dictámenes, opiniones de expertos, etc., peccata minuta. Donde se ponga un ministerio y su portador –o portadora– de esa cartera no exenta de revanchismo y reminiscencias de Calígula en modo «porque yo lo valgo», que se quite del medio un sumiso aparato judicial ante los infames e imperativos 205 síes. Ya pagará el francés, deseo, el vino que se bebió.
Y ya va siendo hora de resolver estos problemas, acrecentados por los que supuestamente han de darnos la solución en desgraciados asuntos de nuestra cotidianidad. La presencia callejera de los ahora legalmente «rebajados» de pena carcelaria es un Black Friday anticipado por cuestiones ideológicas con, según el caso (historia, sedición, inmigración, nacionalizaciones, malversación, ocupación ilegal, abusos de cualquier tipo, etc.), superlativas muestras de discordia, provocación e indigencia intelectual de agentes y actores impulsados por el odio visceral que rige sus vidas y, lo peor, insultantemente manipula la de los demás.
Este u otros recientes fenómenos sociales no parecen tener fácil solución debido al indigno arraigo en estas lides de los que, habiendo traspasado la enésima línea roja de la sensatez en cuestiones varias, han sacrificado ética y juicio profesional, valores y sentimientos de numerosas, cada vez más, víctimas de nefastas y humillantes políticas llevadas a cabo en caliente, con meditada urgencia y esa perversa dosis de malicia para, haciendo uso de la habitual distracción en sus vacuos discursos y dóciles medios, provocar ese oscuro objeto de deseo: la fracción de nuestra sociedad.
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