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Es sabido que las corralas madrileñas sirvieron de lugar para la representación de comedias, recordando Mesonero Romanos alguna calle llamada Mentidero de los Comediantes. Las corralas no son ejemplo solo de Madrid, sino de otras ciudades, tanto peninsulares como insulares. Da su entrada un portalón y éste paso al patio o corral que es el verdadero hervidero de las gentes que ocupan las distintas viviendas -antaño casi siempre ciegas y mal ventiladas- a las que se accede por una sola y única escalera, y a cuyo final, el retrete desaparecía en la penumbra de un uso común y continuo.

En estas corralas se tienden los trapos de cada cual de un lado a otro sin vergüenza alguna. Los paramentos son tan débiles que los movimientos de cama se armonizan a las mismas horas, y las más mínimas ventosidades llegan a oídos del más alejado pasillo, o ascendiendo de un piso a otro buscando urgente salida.

En esta corrala todo se sabe porque nada puede ocultarse. Las virtudes, como los vicios, son cantados desde las primeras horas de la mañana, y aun algunos no duermen llegadas las últimas luces que intentan abrir huecos en las sombras de la noche. Suele ser costumbre que el primer madrugador sea el más trabajador, y el nocturno necesitado de que el sereno acuda a las voces golpeando con el chuzo el empedrado de la calle, sea el más vago y, en consecuencia, viva del cuento. Cuento suyo y para los otros.

La corrala es convivencia y esta arrastra la confianza y a que las formas se dulcifiquen, cuando no se olviden, para acabar en lo chabacano y en la grosería. Al personaje del bravucón o chulo había un paso y entre la tropa mujeril triunfaba la valentona, a la que no se le podía decir ni mucho ni poco, sino lo que permitiera. Y esto de conocerse recíprocamente las miseras propias tenía sus ventajas pero también sus límites, la mayoría de las veces sobrepasados por las voces para terminar en las imprecaciones y acusaciones.

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Existe en Madrid alguna que otra corrala, más comedida que comedia, más retacada y turística que abierta, en la que los vecinos hablando con silencios cierran bocas y pisando flojo bajan escaleras. Pero hay otra que no ha cambiado, que no debería llamarse Congreso sino La Gran Corrala, sin más. Todos entenderíamos que el nombre le viene bien por cómo dentro van las cosas, que los que acuden allí no tienen que justificarse por cómo pasan el tiempo para hacernos, al resto,  la puñeta. Sabríamos que la reflexión, razonamiento, peroración, disertación plática, informe o discurso, han sido sustituidos por el bodrio, sancocho, sambumbia, basura, desperdicios, residuos, restos, desechos, despojos y purria, que según el diccionario catalán, define  al conjunto de personas despreciables y de comportamiento indigno de una sociedad.

En esta corrala no tenemos castelares ni mauras, que hacían de la palabra un ejercicio intelectual envidiado para la lectura y el respeto. En nuestra corrala tenemos lo que ha querido el español de a pie, individuos a su imagen: simples, inhábiles, groseros, zafios, bastos, ignorantes y burdos. ¿A qué espantarnos de su comportamiento? Las formas de nuestro políticos no son otras que las ordinarias, aquellas que Adolfo Suárez consiguió elevar a norma de conducta y que hoy imperan en la Gran Corrala ¡la que ocupan los que deberían estar en la calle!

Autor

Luis Alberto Calderón