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Un entramado invisible cubre hace tiempo lo que en términos marxistas podríamos definir como parte vital de la superestructura de la sociedad: la cultura. Ese tejido construido poco a poco, pero de manera firme e infatigable por los ideólogos del pensamiento laxo y polimórfico de la izquierda del siglo pasado, ha conseguido dar vuelta, manipular y resignificar un concepto que, aunque a simple vista no lo parezca, no es fácil delimitar.
Lo que en un momento fue considerado como su contrapartida, la contracultura, o la expresión y puesta en escena de una posición radical y transgresora de rechazo frontal hacia los cánones establecidos por la élite cultural dominante, hoy es el paradigma estético del poder omnipresente vigente.
Esa corriente opuesta a la establecida y aceptada socialmente fue impulsada por parte de un sector marginal y minoritario que ha tenido gran influencia y repercusión con el paso del tiempo. Consiguió ser, en cierta medida, vehículo de expresión, malestar e inconformismo social, como el mayo del 68 francés que, con su infantilismo revolucionario, acabó enmascarando auténticas motivaciones de rebelión que acabaron en el acatamiento y la dócil apatía de las masas impuesto por la nueva clase dominante.
Su onda expansiva y corrosiva ha perdurado por más de medio siglo en la cultura Occidental. Los revolucionarios de entonces y sus descendientes son los despóticos dominadores dueños del pensamiento único actual. Hoy vivimos en un despotismo global poliforme, con una cultura heredera de esos valores subversivos reciclados y absorbidos por la actualmente vigente. Si este paradigma es el dominante, la oposición a la actual cultura oficial debería ser una nueva contracultura incorrecta con la corrección política.
Muchas veces la unión de términos aparentemente contrapuestos dio lugar a una síntesis conceptual novedosa, útil y necesaria. Quizá esa sea una fórmula que funcione revisando, actualizando y adaptando a estos tiempos algunas líneas de las propuestas por la conocida como la Konservative Revolution. El movimiento revolucionario conservador fue una corriente de pensamiento y de autores alemanes y austriacos que entre 1918 y 1932 abogaron por la recreación de la tradición en clave moderna.
En palabras de Ernst Jünger, la Revolución Conservadora era “la fusión del pasado y el porvenir en un presente ardiente”. No buscaban una restauración algo mejor perdido por el paso del tiempo, sino una reconexión con ello para afrontar el futuro. Hace un siglo impulsaron una revolución espiritual de valores patrióticos y sociales, aristocráticos y populares, vitalistas, comunitarios, antiigualitarios y de masas, donde pesaba tanto la ética como la estética. Con ciertos aires románticos, idealistas y también pesimistas, tuvo exponentes tan dispares como Oswald Spengler, Ernst Von Salomon, Thomas Mann, Carl Schmitt o Werner Sombart, entre otros. Todos aportaron, con sus particulares visiones, para salvaguardar tanto al individuo como a la familia de un mundo derrotado tras la caída de los Imperios y el avance de la barbarie nihilista y materialista.
Quizá en esos planteos de hace un siglo, osados, incorrectos, inconvenientes, provocadores, contradictorios y contracorriente, pero ligados a la tradición, se encuentre el hilo de Ariadna necesario para no terminar perdidos en este laberinto de confusión en que vivimos. También hacen falta decisión y audacia, huir de los prejuicios, de los inmovilistas guardianes doctrinales y sobre todo no confundir ni minusvalorar al enemigo, si se pretende cambiar del rumbo.
La crisis cultural actual tuvo su aceleración acabada la Segunda Guerra Mundial del pasado siglo, exactamente en el momento en que se comenzó a configurarse el mundo global. El surgimiento de dos bloques geopolíticos enfrentados, la expansión económica capitalista, el avance ideológico del marxismo, los medios de comunicación de masas y el acceso a la educación de los sectores populares han ido transformando en pocas generaciones la sociedad tradicional. Cuando en Occidente la hegemonía de la cultura oficial “liberal conservadora” empezó a resquebrajarse con la aparición de la contracultura, se aplicó el gatopardismo para “cambiar todo para que nada cambie”. Así, esa rebeldía -en parte justificada y en otra no- fue domesticada adoptando en versión descafeinada, sus propuestas ideológicas, estéticas y de lenguaje. La nueva cultura actualizada sirvió como canal para descomprimir la presión social, transformando el radicalismo originario en moda, consumo y parodia de sí mismo.
Vanguardistas y artistas provocadores siempre los hubo, incluso han sido necesarios para el impulso del arte hacia espacios y públicos no convencionales estigmatizados y marginados. La contracultura compartió tiempo y lugar con movimientos e ideologías opuestas y enfrentadas. Los movimientos vanguardistas han nacido, en gran medida, libertarios, contestatarios, audaces, renovadores, revolucionarios y lógicamente también, transgresores.
Centrándonos en los últimos cien años, vemos que en las vanguardias tuvieron cabida tanto el radicalismo de izquierdas como en el de derechas. Como ejemplo tenemos al movimiento futurista, el dadaísmo, el surrealismo, beatniks, hippies, situacionistas, punks… Todos han sido rupturistas, han dejado huella, han mutado y también desaparecido siendo finalmente fagocitados por el sistema. Todos han coqueteado, convivido e inclusive optaron por los extremos y exceso, y eso acabó por darles entidad y alcance.
Veamos algunos ejemplos de ello: El futurista T. F. Marinetti adhirió al fascismo italiano; el dadaísta Tristan Tzara al comunismo francés, el también dadaísta Julius Evola se convirtió en el filósofo tradicionalista más importante del siglo XX; el surrealista Salvador Dalí fue un excéntrico y encantador monárquico; el beat Jack Kerouak, un atormentado budista; el situacionista Guy Debord, un modelo de revolucionario de café; el ex-Beatle John Lennon fue el hippie pionero del radical-chic-progre-sin fronteras del globalismo; y el padre del punk británico Johnny Rotten, hoy es un trumpista sin complejos. Vemos que los caminos de la contracultura son inescrutables.
Cuando ese discurso contracultural y antisistema terminó siendo aceptado por gran parte de la sociedad gracias a su innegable poder de atracción, fue instrumentalizado por el poder real y acabó convirtiéndose en la cultura dominante. La revolución sesentayochista, la otrora contracultura, hoy es la cultura oficial, la cultura del poder y del sistema.
Por ello, la nueva contracultura debería ser la que disiente con el modelo globalista, la que vuelve a sus raíces para recuperar sus orígenes, sus tradiciones, su identidad, su espiritualidad, su conexión con el cielo y la tierra, sus lazos con el pasado que le permitan avanzar hacia el futuro. Hoy una auténtica contracultura se asemejaría a una nueva revolución conservadora, que no es conservadurismo, sino vuelta al origen, la naturaleza, el espíritu y la identidad perenne.
Hoy contracultura sería la recuperación de la idea de tradición, la Tradición con mayúsculas, que conjugue el culto, lo sagrado, lo eterno, con el cultivar original y el cultivo del hombre. Además, que aspire a ligar de manera directa el cielo con la tierra, lo sagrado con las raíces, que conectan lo humano con lo trascendente y ancestral y que sea transmitida a través del tiempo. Esa contracultura del siglo XXI podría definirse también como el sentir común de un pueblo, de sus tradiciones, costumbres, manifestaciones artísticas, patrimonio de conocimientos, saberes y usos perdurables. En definitiva, la contracara de la cultura dominante del mal gusto, soez y sin sentido, de la mediocridad, de lo efímero, intrascendente y descartable; la cultura de lo relativo, caprichoso, soberbio, infantil que, con una pátina de buenismo, progreso y tolerancia, es el instrumento más efectivo de dominación por su capacidad de adaptación y aceptación.
Todo ha sido cubierto con esa red superestructural casi omnipotente de la cultura dominante totalitaria. Si el pasado se conectase con el futuro, tal vez obtendríamos un presente vigoroso, como sugirió hace tiempo un revolucionario conservador. Hoy la auténtica transgresión, la verdadera revolución contracultural, es la Tradición. Bienvenidos sean los incorrectos que dejen el rebaño y los que alcen su voz fuerte y clara fuera del coro. Bienvenidos a la nueva contracultura, la contracara de la actual decadencia cultural.
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