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El descubrimiento y la colonización de América fue el acontecimiento central de la civilización cristiana que como es sabido se extiende desde el nacimiento de Cristo al fin de los tiempos. Para demostrar que se trata del acontecimiento central de nuestra civilización conviene situarse en el momento en el que se descubre América. Porque es muy sorprendente que España inicie su gran empresa en 1492 y transcurran nada menos que 128 años hasta que llega a América del Norte el buque May Flower. Esto, que se cita como mero indicio, muestra el escaso interés de las principales monarquías del mundo europeo por el nuevo mundo del que únicamente se ocupaban España y Portugal. Solamente la Reina Isabel la Católica supo patrocinar la sin duda audaz navegación de Cristóbal Colón.

Me he detenido en este desfase porque desde el punto de vista filosófico se ve con claridad que el descubrimiento de América fue un aldabonazo demasiado estentóreo para no tener consecuencias en la concepción del mundo en el que la civilización cristiana se asentaba. Y es en este preciso momento cuando España va a mostrar su singularidad.

Porque desde que Copérnico deja de situar a la tierra en el centro, la concepción del mundo de los europeos empieza a resquebrajarse y es Descartes quien en su discurso del Método ve que es absolutamente necesario encontrar un punto de anclaje para la certeza de la propia existencia. Con ello, lo que está admitiendo sin decirlo, es que todo lo pensado hasta entonces puede considerarse construido en falso ya que el descubrimiento del Nuevo Mundo es una prueba más de que el hombre ignoraba algo esencial para la reflexión sobre sí mismo. No olvidemos que la sorpresa llega hasta el punto de plantearse si acaso los que allí habitaban eran de la misma condición humana o bien podrían constituir otra especie distinta. Y es precisamente en España donde tiene lugar el debate metafísico y teológico en torno a esta cuestión en cuyo contexto se aprecia toda la grandeza del P. Vitoria como principal artífice de lo que bellamente resume Ramiro de Maeztu como legado cultural de la Hispanidad, a saber, que hay una verdad objetiva y una verdad moral. Que lo bueno, debe ser bueno para todos y que hay un derecho común a todo el mundo que deriva de la unidad del género humano y la consiguiente igualdad entre los hombres fundada en su posibilidad de salvación. En una palabra, creer en el espíritu. Sin embargo en los siglos XVIII y XIX han prevalecido las teorías opuestas y negando la verdad objetiva, se ha sostenido que los nombres no podían entenderse. En esta Babel universal se ha fundamentado la libertad para todas las doctrinas y así, una vez sentada la incomprensión entre todos, ha sido necesario concebir el Derecho como el mandato del más fuerte o de la mayoría de las voluntades en lugar de aceptar que el Derecho es el dictado de la razón ordenada al bien común.

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Pero lo importante de este legado hispánico es que siendo una verdad cristiana que resulta confirmada con ocasión del Descubrimiento, no es en absoluto compartida por las naciones de Europa que adoptan una postura totalmente contraria. En efecto, con ocasión del Descubrimiento España manifiesta su agradecimiento al Creador, agradecimiento doble, por haber ensanchado el mundo y por la igual dignidad de toda persona humana, verdad conocida gracias a la Revelación pero confirmada por los debates habidos con ocasión precisamente del Descubrimiento. El europeo sin embargo está perplejo, se vuelve hacia sí mismo, pretendiendo encontrar las certezas, no fuera, sino dentro de sí. Y esto va a tener una enorme transcendencia en la respuesta teológica, filosófica y moral que desde entonces se va a dar a todas las preguntas sobre el hombre. Y para reflejarlo claramente bastará referirse a la actitud de la Corona española hacia los indios de América frente a la que mantuvieron un siglo más tarde los fundadores de las colonias europeas. Para unos se trataba de evangelizar y enseñar, para lo cual llegaban hasta a aprender los dialectos de los indígenas; baste decir que habían tan sólo transcurrido cien años y ya se había construido la primera universidad en Nueva España. Por el contrario los ingleses llegan a América y para establecerse inician la conocida conquista del oeste a base de arrinconar y exterminar a los indios.

Si en la colonización española hubo abusos –como es inherente a la condición humana- lo que España no hacía era considerar que le pertenecía el territorio y que los indios lo ocupaban ilegítimamente, sino al revés, las Leyes de Indias consideraban a los indios titulares de sus territorios. En una famosa película sobre la conquista del Oeste le dice el hijo a su padre –el simpático actor James Stewart- “mira papá, ahí viene el indio malo”, cuando el indio no hacía otra cosa que vivir en su territorio. Lo grave es pues que el Descubrimiento coincide con el momento en el que Europa prescinde de Dios y plantea la cuestión metafísica de la libertad y niega el pecado original pensando que el hombre es bueno por naturaleza pero que es la sociedad la que le encadena. Y todo, como dice Maeztu, por no creer en el espíritu.

Es a partir de este momento cuando se produce una separación radical entre el legado hispánico y el camino que entonces empieza a recorrer Europa, cuyo punto de llegada puede muy bien situarse en Camus y en su actitud ante Dios y ante la creación, gráficamente resumida en su conocido libro “L’homme révolté” que no es otra cosa que la historia del orgullo europeo. Este orgullo se está manifestando en toda su crudeza negándose las dos cosas que la Sagrada Escritura nos dice relativas a la creación del hombre: “hombre y mujer los creó” y “creced y multiplicaos”. Y hoy en Europa se está negando tanto la cooperación con Dios a la hora de poblar y dominar la tierra como la diferencia misma hombre/mujer.

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Viene bien aquí recordar el texto del evangelio en el que Cristo al referirse al fin de los tiempos establece un paralelismo con el diluvio universal, ya que el movimiento LGTBI ha elegido también esos colores del Arco Iris, aunque alterando eso sí su significado bíblico, para proclamar el orgullo, la soberbia de la revuelta frente a Dios. Se ha rechazado el amor y en nombre del orgullo se está legitimando el odio a todo aquel que afirma la primacía de Dios sobre el hombre.

Y es el momento de explicar por qué ahora se está empezando a proponer que se tipifique un delito de odio. El odio no es un delito jurídicamente hablando, porque no constituye una acción típica, antijurídica, culpable y punible como exige el Derecho. Para empezar, porque no es una acción sino el móvil de la acción y en segundo lugar porque odiar es un acto interno, como lo es la envidia que tampoco puede ser delito. El delito de odio que se propugna, no es de quien odia sino de quien por su condición personal merece ser odiado, como era el caso de los judíos que bajo el nazismo eran odiados por el mero hecho de existir y rendir culto a su Dios. Los nazis, según sus leyes, no eran los que odiaban, sino que castigaban el delito de ser un odioso-judío, como en la actualidad se persigue como odioso todo comportamiento que se niegue a dar culto al hombre y a reconocerle el derecho a hacer lo que Dios prohíbe.

Y comprenderemos la subversión que implica el actual delito de odio si tenemos en cuenta que al apreciar su existencia se invierte la carga de la prueba, como es el caso en las denuncias por maltrato. Lo que se sanciona por tanto no es una acción, que además no se investiga, sino la condición personal misma del varón denunciado, que es ya de por sí un crimen. Así se comprende también por qué el tener mal concepto de un homosexual, aunque no es una acción, es ya delito de odio homofóbico, porque no se reconoce al hombre el derecho a hacer lo que Dios prohíbe. Ser católico implicará pronto el delito de odio a la especie humana, porque el simple hecho de rendir culto a Dios es ya humillar a los hombres.

Que se cumplan las palabras escritas en su Ley: Me odiaron sin motivo. Juan 15:25.

Autor

REDACCIÓN