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Empiezo por aclarar que desde la traición de John Kennedy en Bahía de Cochinos jamás he votado por un candidato demócrata a la presidencia. Me equivoqué tres veces cuando voté por Bush, McCain y Romney; pero me volvería a equivocar porque no puedo votar por esa izquierda fanática que quiere convertir a los Estados Unidos en otra Cuba, Venezuela o Nicaragua. Ahora, hagamos un poco de historia. Como todos sabemos y fuimos sorprendidos por el desenlace, las primarias del Partido Republicano en 2016 fueron ganadas por Donald Trump, un hombre que, como Popeye el Marino, parece alimentase de unas espinacas que lo mantienen joven y fortalecido. En aquel momento, 11-23-2015, escribí: «Ha llegado la hora de que Jeb y el resto de la dinastía Bush renuncien a futuros e inalcanzables sueños y confronten la realidad que tienen ante sus ojos.»
Con Trump murió el viejo Partido Republicano y las élites que traicionaron sus principios al ser contaminados por el pantano de Washington. Además la dinastía Bush no le perdona a Donald Trump que haya calificado a Jeb de «low energy». Eso explica en gran medida la conducta deplorable de George W. Bush en este momento en que se une a Barack Obama para atacar a Donald Trump. Eso, en mi libro, se llama traición al partido que lo puso dos veces en la Casa Blanca.
En aquel entonces, algunos amigos republicanos me reprocharon que atacara con tal intensidad al noble y afable Jeb Busch. Estos amigos confundían la gimnasia con la magnesia. Para ellos los Bush eran el partido. Se les olvidaba que los hombres y los partidos pasan y sólo perduran los principios. Que lo importante no era elegir presidente a Jeb Bush sino poner en la Casa Blanca a alguien que detuviera la caída al abismo de este país si era electa presidenta la corrupta, tramposa, y mentirosa congénita de Hillary Clinton. ¿Pueden ustedes imaginar al «primer damo» Bill Clinton persiguiendo muchachitas becarias en la Casa Blanca? Además, elegir a Hillary habría equivalido a violar el principio cardinal de que no se puede buscar el cargo para premiar al político sino buscar el político con la capacidad y el carácter para desempeñar el cargo. Y punto.
De ahí que la elección de Donald Trump a la presidencia en 2018 tenga implicaciones mucho más profundas. Las élites republicanas que soportaban en silencio los insultos, las trampas y las mentiras de la izquierda que se ha robado al Partido Demócrata fueron sustituidas por el conservatismo populista y militante de Donald Trump. Aunque ellos no se hayan enterado o se nieguen a admitirlo el Partido Republicano de George Bush, John McCain y Mitt Romney ha muerto. Ese Partido Republicano lo han resucitado y fortalecido Donald Trump, Ron DeSantis, Ted Cruz, Greg Abbott, Kristi Noem y Herschel Walker, entre otros. Esta gente sabe que a los malvados no se les puede poner la otra mejilla. Que el único lenguaje que entiende la izquierda fanática es el de la Ley del Talión: «Ojo por ojo y diente por diente». Y, si el partido quiere prevalecer, aquí no puede haber marcha atrás.
Por otra parte, hasta la elección de Donald Trump a la presidencia de George W. Bush cumplió, sin pena ni gloria, sus deberes protocolares de expresidente. Asistió a la toma de posesión de Barack Obama el 7 de enero de 2019 donde compartió la tribuna con los expresidentes Bill Clinton, Jimmy Carter y su padre George H.W. Bush. Y eso estuvo bien. Lo que si fue un error de proporciones galácticas fue seleccionar a Dick Cheney para el cargo de vicepresidente.
En 1995, antes de ascender a la vicepresidencia, Cheney desempeño el cargo de Presidente de la compañía Halliburton, suministradora de tecnología y servicios de petróleo y gas a las grandes industrias. Después de la caída del régimen de Saddam Hussein, Halliburton obtuvo lucrativos contratos de reconstrucción de Irak con el gobierno de los Estados Unidos. Asomó entonces su repugnante cabeza un espectro de favoritismo que dañó la reputación pública de Cheney. Su fortuna personal se calcula hoy en alrededor de 100 millones de dólares.
Regresando a George W., después de la elección de Trump los acontecimientos tomaron una connotación personal. Los Bush decidieron pasarle la cuenta a Trump por sus ataques a Jeb durante las primarias de 2018. En las mismas elecciones de 2020, los partidarios de Trump se quejaron del ensordecedor silencio de Bush durante todo el proceso electoral. En marcado contraste, George W., asistió a la toma de posesión de Joe Biden el 20 de enero de este año. Como Biden elogiando a los talibanes, Bush acusa a sus compatriotas americanos de terroristas domésticos.
En el colmo de los colmos, Bush apoya ahora el proyecto de asistencia del diabólico George Soros a los Talibanes anacrónicos y asesinos de Afganistán. Éste es el mismo Soros que invirtió millones de dólares para impedir que George W. Busch fuera electo presidente en el año 2000. Y estos son los mismos terroristas talibanes que se enfrentaron por 20 años al ejército de los Estados Unidos a un costo humano de más de 6000 americanos muertos entre soldados y contratistas, así como un costo económico de más de 2,000 millones de millones de dólares.
Y entrando en el teatro de la ridiculez y del absurdo, en una foto tomada en compañía de sus nuevos amigos demócratas, Bush aparece intercambiando caramelos con Michelle Obama, la misma mujer que dice ser discriminada por los blancos que votaron en dos ocasiones para elegir a su marido presidente de los Estados Unidos. Como era de esperar, la prensa panfletaria comprometida con la izquierda se ha dedicado ahora a propagar una imagen edulcorada de George W. Bush. El «hombre malo» que salió de la Casa Blanca con un 33 por ciento de aprobación es ahora el «hombre bueno» que tiene un 61 por ciento de aprobación. Así se comporta esta gente con los republicanos cuando ya no son peligro para sus ambiciones de poder absoluto. Ahí están los ejemplos de John McCain y de Mitt Romney.
Tanto Bush como estos dos hombres tuvieron sus momentos de gloria y sirvieron al país con honestidad y patriotismo pero ya se les pasó su cuarto de hora. Una retirada a tiempo preservaría su prestigio y pondría fin al ridículo que ya están haciendo. Lamentablemente, no han aprendido la lección de la vida de que, tanto en política como en deportes, es tan importante saber entrar como saber salir. Que retirarse con elegancia y en el momento cumbre de la carrera preserva el legado y mantiene la dignidad. Aunque les cueste reconocerlo, por su propio bien y por el bien de la nación que han servido y amado, deben de aceptar la realidad de que los nuevos tiempos y las nuevas circunstancias los han convertido en figuras obsoletas. 9-28-21
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