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Santidad, acabo de leer por tercera vez su «Carta a México»[1] y no tengo más remedio que citarle algunas cosas que han llamado mi atención y han despertado mi conciencia crítica de antaño, cuando soñaba con la libertad de poder decir un día la verdad, al menos mi verdad… Y entre las cosas, la primera ha sido reconocer la habilidad con la que usted ofrece a México el perdón que su presidente López Obrador le está pidiendo a España por el hecho de la Conquista. 

Usted, Santidad, pide perdón, pero para no quedar mal con España se escuda en que su perdón es por la Independencia, no por la conquista.  Está bien, y así ha sido siempre la Iglesia, habilidosa para decir blanco y negro al mismo tiempo. 

Pero, como este humilde cristiano no es habilidoso y desde su humildad le quiere decir lo que ha ido anotando de su carta y que en el uso de mi sagrada libertad le expongo a continuación: 

Dice usted que para fortalecer las raíces es preciso hacer una relectura del pasado y hacer un proceso de purificación de la memoria… Y, sobre todo, reconocer los errores que se han cometido en el pasado. 

Santidad, yo estoy de acuerdo y por ello le voy a recordar algunos de los errores que cometió la Iglesia en el pasado, y por los que, pienso, si debiera su Santidad pedir perdón. 

Aunque antes de nada le quiero recordar algo que, por lo que se ve, usted ha olvidado, dado que escribe y firma «La Carta a México» desde San Juan de Letrán, sin tener en cuenta el «gran pecado» que esconde esa bellísima obra de arte o ignorando que ese increíble edificio lo reconstruyó (prácticamente lo hizo nuevo) Pablo III, acompañado de su amante, Teodora de Teofilato y de su hija Maroxia. ¿Cómo es posible, me pregunto yo, que usted pida perdón por un hecho político y silencie y calle algo tan monstruoso como que un Papa de Roma levante la obra cumbre de San Juan con su amante y su propia hija, a su vez madre de otro Papa (Juan XI) a su lado (incesto puro, según la intrahistoria)?…  

Santidad, pues si por si acaso no conoce bien la historia le reproduzco a continuación las páginas de la gran novela que el periodista español Alfonso Palomares escribió sobre el tema («El Evangelio de Venus»)… y en las que se señala, incluso, en qué banco de los jardines de Letrán engendró el Papa Pablo III a su hijo y futuro Pontífice Juan XI. 

NOVELA

 

El papa Sergio mandó ir en busca de Marozia para enseñarle lo que sería una gran sorpresa. Así se lo dijeron los mensajeros encargados de conducirla a la residencia de Letrán. Era la primera vez que el Papa la llamaba sólo a ella, la primera vez que iba a verlo sin la compañía de alguno de sus padres. Mientras se ceñía una camisa algo transparente y se colocaba un vestido amplio su mente imaginaba qué podría ser la sorpresa que le esperaba. Deseaba el encuentro con el Papa. Desde niña le había parecido un hombre fuerte y hermoso, que la levantaba en el aire con las manos alabando su belleza. Nadie había hecho tantas alabanzas de sus ojos como él.

El Papa la recibió con el abrazo habitual, pero más sostenido que otras veces. Ella notó el detenimiento del abrazo, le sorprendió que vistiera un blusón púrpura con los lazos de la parte superior del pecho sin atar. Tenía mucho pelo en el pecho, un símbolo visible de vigor viril para ella. A su padre le había caído el pelo después del accidente, tenía la piel limpia como una mujer.

-¿Sabes lo que me ha dicho tu madre? -le preguntó el Papa con una sonrisa.

-No lo sé. A mi madre le gusta hablar y dice muchas cosas. Algunas inconvenientes, según mi padre.

-Me ha dicho que desde hace más de dos años, no paran de pedir tu mano en matrimonio. Reyes de países lejanos que han venido en peregrinación y quieren llevarte como esposa para sus hijos. Pienso que no lo hacen por sus hijos sino por ellos y por el placer de seguir viéndote. Aparte de reyes, los muchachos de la nobleza romana se mueven enloquecidos alrededor de ti. Languidecen por casarse contigo. ¿Por qué los rechazas?

-Porque me aburren sus palabras. Y cuando se me acercan, tiemblan. No quiero a muchachos temblorosos sino a hombres seguros. Por favor, enséñame la sorpresa que me has prometido. Tengo mucha curiosidad. Mi madre dice que la curiosidad es uno de mis vicios, que no tengo la paciencia de esperar y que debo aprender a contenerme.

-Eso dice.

-Sí.

-¿Qué te gustaría que fuera? -el Papa sonrió.

-No lo he pensado. Una vez me prometiste un burrito de Toscana y no me lo diste. Me gusta montar burros. El que monté cuando fuimos a visitarte a Greve era cómodo como un colchón de lana.

-Veo que no olvidas las promesas.

-Nunca.

Salieron a los jardines. Olía bien. Los jardines de Letrán son famosos por el buen olor y por la gran variedad de plantas y flores raras que allí crecen, plantas y flores traídas por los peregrinos de todos los confines de la tierra, algunas desde la misma Tierra Santa, como la llamada flor de Belén, parecida a los lirios pero más ancha. En el cielo se amontonaban nubes negras, y el grueso de ellas se había colocado sobre Letrán y la basílica. Al fondo, allá en San Pedro, las nubes eran casi blancas.

-Va a llover. Son nubes de agua -dijo el Papa.

-Sí, va a llover, me acaba de caer una gota suelta en el cuello y una gota suelta anuncia otras -añadió Marozia-. Pero ¿dónde tienes la sorpresa? Quiero verla antes de que empiece la lluvia.

Dieron la vuelta a un conjunto de cinco cipreses que crecían juntos. Aparecieron entonces unos sonrientes servidores pontificios, con aspecto de ser subdiáconos, con dos cachorrillos sujetos con cadenas de plata. Eran los perros más raros y singulares que había visto nunca. Lucían unas melenas largas que los cubrían por completo, incluso les salían con abundancia de las piernas, y las de la cabeza casi les ocultaban el gracioso hocico puntiagudo. No paraban de lamerse los hocicos con sus lenguas elásticas y rojas. Tenían más pelo que lana las ovejas antes de raparlas cuando llega la primavera. Pero, al contrario que las ovejas, era un pelo liso y suave como el lino recién mazado. Lo más original era el color, rojizo.

Marozia cogió a uno en brazos. Parecía un suave manojo de lana. Le acarició la nariz y el perrillo la miraba entre temeroso y agradecido. Tenía los ojos del color de la miel clara. Respondió a las caricias de Marozia intentando lamerle la cara y, a pesar de que ella jugaba a separarla, lograba alcanzársela con frecuencia. Se veía que al cachorro le divertía jugar, y a ella le encantaba que la lamiera, aunque simulara lo contrario. El otro cachorro les miraba presa de celos y comenzó a ladrar; ladraba sólo a Marozia, sin fijarse en los demás. Uno de los subdiáconos advirtió a la muchacha de los celos del animal, y ella, para no aumentarle la ansiedad, lo cogió con la otra mano y lo acomodó en su brazo izquierdo. Los dos se lamían entre ellos y los dos a Marozia, que terminó entregada a sus rápidos lengüetazos. Porque, eso sí, eran muy rápidos. Soltaban la lengua de manera impulsiva para recogerla inmediatamente y volverla a soltar de nuevo. Sergio la miraba embobado. A Marozia. Realmente ya no era una niña. El Papa despidió a los tres subdiáconos. Podían irse sin preocuparse de los perros.

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-Jamás había visto unos perritos como estos. ¿De dónde los sacaste?

-Me los envió el abad del monasterio de San Jerónimo de Benevento. Cuando me dijeron que me habían traído dos cachorros como regalo, no hice caso. Me gustan los cachorrillos, pero todos me parecen iguales. Son graciosos, pero iguales. Seguí sin prestarles atención y pasé a otra cosa, tenía asuntos importantes que decidir. Pero Donato, mi ayudante de cámara, insistió en lo de los perros, dijo que venían de Oriente y eran muy distintos a los que criamos por aquí. Terminé cediendo y jurando contra los malditos perros. Los trajeron a mi presencia. Y lo cierto es que me maravillaron; los cogí en brazos, me pareció que cogía unos copos de lanas movedizas.

-¿Crecerán o se quedarán así de pequeños? Los perros raros y peludos suelen quedarse pequeños. A mí me gustan, porque siempre los puedes coger en brazos.

-Estos no. Me dijeron que crecían mucho. Terminarán llegándote a la cintura, a ti, que eres alta. El abad me los envió a los diez días de nacer. Su madre murió en el parto y los criaron con leche de oveja, que siguen tomando con mucho agrado. El abad dijo que desconocía la raza, pero que venía de algún lugar de Oriente, de la parte oriental de las tierras frías, por eso la Providencia, que es sabia, les ha dado esas lanas tan largas.

-¿Cuánto tiempo tendrán? Sin duda son muy jóvenes…

-Alrededor de un mes. Les calculo eso, un mes, pero lo preguntaré para saberlo con seguridad. No sé cuánto tardaron en hacer el viaje desde Benevento, porque se detuvieron en varios monasterios del camino y los monjes les retrasarían las salidas para divertirse con ellos. -Sergio calló un momento y se quedó mirando a Marozia.

-¿En qué piensas? -le preguntó ella.

-Estaba mirando lo bellísima que eres y me distraje. Pensaba en ti y en lo que has crecido, y yo sin darme cuenta.

-Me gusta, me gusta mucho oírte hablar así, aunque me da un poco de vergüenza. Es lo que siento cuando me miras como ahora. Me das calor. Tenemos que ponerles un nombre a los cachorros para no confundirlos.

-Pero son casi iguales; ¿cómo distinguimos a uno del otro, aunque les pongamos nombres?

Comenzó a llover. Estaban en el pórtico de las nueve columnas situado al norte de los jardines, al lado del estanque de riego. La lluvia arreciaba.

-Es la nube negra que se deshace -comentó el Papa.

Entre las indicaciones que le habían dado estaba la de que esa raza de perros necesitaba mucha agua en lugares cálidos, precisaban bañarse con frecuencia para refrescarse ya que la abundante cabellera les producía un calor agobiante. Marozia cogió al de la mancha blanca y salió a pasear con él bajo la lluvia.

-Estás loca.

Vio cómo se empapaba. La blusa se le pegó al cuerpo y el lino mojado se convirtió en cristal transparente. Se le pegó a los pechos marcando sus abundantes y redondas exactitudes. Los pezones duros y negros parecían avellanas. Los tirabuzones rubios de su melena, tan elaborados, se deshacían entre la lluvia. Con los dedos de la mano derecha peinaba aquel desorden. Las gotas le caían por el rostro y de vez en cuando ella las sorbía con la boca. El perro parecía feliz y se agitaba en golpes bruscos para repartirse bien el agua por todo el cuerpo. El otro perro se acercó a ellos y se levantó sobre los cuartos traseros para recibir la lluvia en el hocico y en la frente. Ladraba celebrando su evidente felicidad. Marozia soltó al que tenía en brazos y los dos corrieron perdiéndose entre los arbustos y la variedad interminable de las flores. Ella se sentó en un banco de piedra que habían puesto allí para disfrutar de las tardes frescas y los días cálidos. Seguía lloviendo con acelerada impaciencia, como si las nubes tuvieran prisa por desprenderse del agua. El vestido, al igual que antes la blusa, también se le pegaba al cuerpo, le rodeaba las piernas y se le arrebujó en medio de las caderas por la parte de adelante, sobre el hueco de los deseos cubierto por el monte de Venus. El papa Sergio la llamaba inútilmente, la amenazaba con el peligro de todo tipo de enfermedades e incluso con la misma muerte, y ella sonría al escuchar sus palabras. Sabía, esas cosas se saben, que se trataba de una lluvia inofensiva, como suelen ser las de verano, lluvias tibias y refrescantes. Otra cosa son las frías del invierno que a poco que te descuides te llevan a la sepultura. Ella, al igual que los cachorros, miraba al cielo, cerraba los ojos y absorbía el agua con la boca, saboreándola en los labios. Sergio estaba embobado por aquel cuerpo en estado de revelación. Le seguía diciendo cosas, pidiéndole sin convencimiento que volviera al pórtico, pero Marozia sonreía burlona a sus palabras sin hacerle caso, a él, al Papa. Ella era la única persona en el mundo que no obedecía sus órdenes ni acataba sus mandatos. Marozia, Marozia, pronunciaba el nombre que un día, ya un poco lejano, le había puesto. Lo pronunciaba saboreándolo. Marozia, Marozia, cirio mío, murmuraba sin palabras. Aquel cuerpo empapado por la lluvia era una llama. Un fuego irrefrenable en la sangre de Sergio.

Paró de llover y el viento se llevó las nubes que quedaban, las más ligeras.

Caminaron lentamente hacia la estancia de las pieles, llamada así por tener el suelo cubierto con pieles, sobre todo de los animales más peludos, pues eran suaves para andar y resultaba un verdadero placer para los pies. Para tumbarse había dos triclinios al modo romano, tapizados con pieles de osos. Los peludos cachorros, todavía sin nombre, se sacudieron el agua con tal ímpetu que salpicaron las paredes. Marozia estaba de pie con los brazos cruzados sobre los pechos. La blusa y el vestido seguían pegados a aquel cuerpo absolutamente suntuoso.

-Quítate la ropa, vas a coger frío y eso sí que resulta verdaderamente peligroso. Tan peligroso como la lluvia del invierno.

Lo dijo como si pronunciara una oración. Ella se sorprendió de no sentir vergüenza. Había oído miles de veces que las mujeres sentían mucha vergüenza al desnudarse delante de los hombres, sobre todo la primera vez. Para muchas resultaba insoportable. Eso decían. Sergio se acercó.

-Vas a coger calores de fiebre.

Le desató con cuidado los lazos de la blusa. Eran verdes. La blusa se abrió y aparecieron los dos pechos sin veladuras, limpios, tersos y frescos. Los apretó, eran duros y suaves a la vez. Infinitamente suaves. Y a pesar de estar mojados desprendían un íntimo calor interior. Ella sentía las manos de Sergio sobre sus pechos. Marozia soltó los cordones que ataban el vestido a la cintura y las ropas cayeron al suelo. Todo quedó mojado. El cuerpo de Marozia se veía desnudo y espléndido. Un lampadario luminoso. Blanco. Él se quitó la blusa púrpura y se la puso a ella. Rieron. Le sobraba la mitad. Los perros les ladraban en tono amistoso, como si quisieran jugar con ellos, pero ya no estaban para otros juegos que no siguieran a los que habían empezado.

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-¡Cómo tardé tanto tiempo en darme cuenta de que ya eras una mujer!

Ella soltó las manos y comenzó a tocarle. Ansiosamente.

-Llevo más de dos años pensando en ti, soñando contigo -murmuró Marozia, casi sin voz.

-En adelante, ya no tendrás que soñar conmigo -susurró.

-No me hagas daño, dicen que la primera vez es doloroso.

-No te haré daño -y le pasó la mano por el bosquecillo de pelos.

Sergio impuso movimientos lentos. Lentitud y sabiduría. No pudo evitarle el grito, pero fue corto. Cuando se levantó tenía la palidez de la felicidad. Ella. La piel de un oso blanco que cubría el triclinio tenía manchas de un rojo oscuro. La guardarían como recuerdo.

Los ojos. Sus ojos. Soltaban luces verdes. 

 

santidad, y una vez conocido este «pecadillo» que escandalizó al mundo de su tiempo, y al que vino ¿no cree que antes de ver la paja de la Historia de España y México debería ver la viga de la Historia de la Iglesia de Roma?

Pero, no tenga prisa en contestar esta humilde carta, pues me queda por recordarle las «hazañas» de aquel Papa (Juan VIII) o «Papisa» que hasta dio a luz en plena Plaza de San Pedro cuando presidía la procesión que llevaba a la Santísima Madre de Dios de San Pedro a San Juan de Letrán (precisamente, de Letrán). 

Todo eso y las historias de los Papas de la «Pornocracia», los que hicieron del Vaticano y Letrán el burdel más famoso de Roma y de Italia, se lo contaré mañana. ¿Y cómo no recordar el Papado de Alejandro VI y sus cuatro hijos y las incestuosas relaciones sexuales con la hija Lucrecia? 

Por favor, Santidad, le ruego que si no lo tiene a mal rece una oración por este pobre cristiano que lucha por no perder su fé. 

Córdoba, 2 de octubre del 2021. 

                                                        

[1] A su Excelencia Reverendísima

Mons. Rogelio Cabrera López

Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano

Querido hermano: 

Con motivo del Bicentenario de la declaración de la Independencia, quiero hacerte llegar un cordial saludo, a ti y a los demás hermanos obispos, a las autoridades nacionales y a todo el Pueblo de México. Celebrar la independencia es afirmar la libertad, y la libertad es un don y una conquista permanente. Por eso, me uno a la alegría de esta celebración y, al mismo tiempo, deseo que este aniversario tan especial sea una ocasión propicia para fortalecer las raíces y reafirmar los valores que los construyen como nación.

Para fortalecer las raíces es preciso hacer una relectura del pasado, teniendo en cuenta tanto las luces como las sombras que han forjado la historia del país. Esa mirada retrospectiva incluye necesariamente un proceso de purificación de la memoria, es decir, reconocer los errores cometidos en el pasado, que han sido muy dolorosos. Por eso, en diversas ocasiones, tantos mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización. En esa misma perspectiva, tampoco se pueden ignorar las acciones que, en tiempos más recientes, se cometieron contra el sentimiento religioso cristiano de gran parte del Pueblo mexicano, provocando con ello un profundo sufrimiento. Pero no evocamos los dolores del pasado para quedarnos ahí, sino para aprender de ellos y seguir dando pasos, vistas a sanar las heridas, a cultivar un diálogo abierto y respetuoso entre las diferencias, y a construir la tan anhelada fraternidad, priorizando el bien común por encima de los intereses particulares, las tensiones y los conflictos.

El aniversario que están celebrando invita a mirar no sólo al pasado para fortalecer las raíces, sino también a seguir viviendo el presente y a construir el futuro con gozo y esperanza, reafirmando los valores que los han constituido y los identifican como Pueblo –valores por los que tanto han luchado e incluso han dado la vida muchos de vuestros antecesores– como son la independencia, la unión y la religión. Y en este punto, quisiera destacar otro acontecimiento que marcará sin duda todo un itinerario de fe para la Iglesia mexicana en los próximos años: la celebración, dentro de una década, de los 500 años de las apariciones de Guadalupe. En esta conmemoración, es bello recordar que, como lo expresó la Conferencia del Episcopado Mexicano en ocasión del 175º aniversario de la Independencia nacional, la imagen de la Virgen de Guadalupe tomada por el Padre Hidalgo del Santuario de Atotonilco, simbolizó una lucha y una esperanza que culminó en las «tres garantías» de Iguala impresas para siempre en los colores de la bandera. María de Guadalupe, la Virgen Morenita, dirigiéndose de modo particular a los más pequeños y necesitados, favoreció la hermandad y la libertad, la reconciliación y la inculturación del mensaje cristiano, no sólo en México sino en todas las Américas. Que ella siga siendo para todos ustedes la guía segura que los lleve a la comunión y a la vida plena en su Hijo Jesucristo.

Que Jesús bendiga a todos los hijos e hijas de México, y la Virgen Santa los cuide y ampare con su manto celestial. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. 

Fraternalmente, 

Francisco

Roma, San Juan de Letrán, 16 de septiembre de 2021

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.