23/11/2024 01:17
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Aunque no se da cuenta de ello, salvo cuando llegan las avalanchas y los asaltos, ya saben, cuando llega el verano español. Lo que está entrando es, mayormente, machos entre 18 y 45 años. Es decir, plenos de vida y vigor, con las mismas necesidades y pulsiones que cualquiera. Que es lo que explica el lucrativo negocio de la prostitución en España, a la cabeza de Europa, necesario a tenor del problema que hemos dejado enquistar, cuya disyuntiva es: o tenemos prostitutas, y cada vez más, o nos exponemos a que nuestras mujeres sean violadas. Así de claro.

    La inmigración, tal y como se viene dando, es el mayor problema que España y Europa tienen que afrontar. Un reto que hay que solucionar antes de que tengamos que hablar nuevamente, y con toda propiedad, de la decadencia de occidente. Una decadencia que viene determinada por el llamado pensamiento “líquido” de la democracia liberal sostenido sobre una consistencia moral e intelectual endeble, si no directamente nula. De ahí la necesidad de articular el discurso sobre la pregunta: ¿Quiénes somos? Pues, de lo contrario, la amenaza que representa la inmigración a gran escala hacia Europa dividirá nuestros países en etnias, culturas e idiomas. Un modelo patético al que España aportó la Contribución al Dividendo de Paz Internacional al dictado de la OTAN y la ONU de Aznar, y la Alianza de Civilizaciones de Zapatero.

    Europa no puede ser tolerante con los valores, creencias y conductas que vayan contra su propia identidad. Es necesario imponer a los inmigrantes que tengamos a bien aceptar, los valores de Europa, valores a los que deben plegarse sin rechistar. Y no sólo hablo de lo que parece es lo único que nos preocupa: el clítoris de las africanas.  

    Así, pues, sin descarta que Europa no puede perder los valores y principios del humanismo cristiano, tampoco puede descuidar, más bien todo lo contrario, la carga económica que supone, y que ya comprobamos suficientemente, acoger a todas estas gentes. Que es por lo que antes de actuar hay que pensar.  

    En  definitiva, hay que oponerse a lo que manifestó en 1948, uno de los líderes de la escuela realista norteamericana y profesor de la Universidad de Chicago, Hans Morgenthau: “Los estados deben defender el interés nacional, tomando distancia de sus premisas ideológicas y morales”. De ahí los ataques de la Unión Europea a Hungría, Polonia, Eslovaquia y República Checa por negarse a acatar las órdenes que impone Bruselas y Biden, proponiendo la acogida masiva.

    Una postura, la de estos países del este europeo, que para nada supone desentenderse del problema de los refugiados (cristianos y católicos perseguidos en los países musulmanes; discriminados por sus ideas o condición sexual en países musulmanes y dictaduras marxistas, y refugiados de guerras como es el caso hoy de los ucranianos), que son, junto a los que convenga a nuestros intereses, a los únicos que hay que admitir, aunque no necesariamente para siempre. Descartando a los musulmanes, cuya entrada se convierte en una invasión islámica. Ahí tenemos sin ir más lejos lo ocurrido con los inmigrantes sirios en Alemania, que salieron a la caza de “la mujer blanca”, a las que antes de agredir sexualmente calificaban de “perras cristianas”, aunque esto se omitiese en la información. Se omitiese, como omiten las cadenas de televisión en España, dar cuenta de la nacionalidad del delincuente en caso de que sea extranjero.   

    Por eso los países que han renunciado acoger toda esta avalancha invasora son los que tienen una exacta visión del problema al que nos enfrentamos. Un problema que, como los citados países advierten, nos enfrentaría a una invasión que conculcaría nuestros valores cristianos hasta hacernos perder nuestras identidades. Que es la gran lección que nos dan al resto de los países europeos atiborrados de consumismo, sexo y estupidez sobre un buenismo suicida.

    Gran lección, digo, porqué, de no ser cómo ellos dicen, Europa se vería abocada, y por razón de supervivencia, a articular determinadas medidas legislativas, incluso a la división del territorio desde parámetros étnicos, religiosos y culturales. Dicho con más precisión, articular medidas para gobernar el espacio del caos que sería Europa. Que es el gran peligro que ya padecemos los países de Europa, donde muchos de nuestros barrios están literalmente tomados por la inmigración sin que apenas advirtamos el enorme problema al que tendremos que enfrentarnos más pronto que tarde.

    Y todo esto, además, traducido en miles de euros en el contexto de una situación de crisis económica generaliza de resultados imprevisibles, que ahonda las diferencias entre la población europea con grandes segmentos sociales abocados al paro estructural o al trabajo precario. Lo que supondría acabar con el llamado “estado del bienestar” para cuyo uso y disfrute no parece que rija el principio del derecho adquirido. Una situación que debería tener una importancia fundamental en la conciencia de los ciudadanos europeos.

    Por eso deberíamos ser muy prudentes. Prudentes, porque en pocos años podemos encontrarnos con un problema sin solución dentro de nuestras propias naciones. Un problema que no se habría gestado en ellas sin el aporte del lastre que nos llegó de fuera. De ahí, lo injusto y doloroso del Editorial del número 916 de Alfa y Omega (8 de octubre de 2015), que acusaba a la Guardia Civil de emplear “medios brutales y desproporcionados” para evitar que los africanos apostados detrás de las vallas de Ceuta y Melilla pudiesen entran en España.

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    Hay que apostar por una poderosa defensa de Europa porque cada día estamos más cerca de la Hora Cero. El proyecto político de Europa tiene que ser un liderazgo comprometido con su identidad, que es estar a la altura de los desafíos que tenemos planteados. De lo contrario, como ha dicho Ezequiel Szafir, autor de la novela París 2041 (B de Books): “En el futuro Europa será una distopía”. Esto es, un continente alterado fisiológicamente, y por eso mismo, incapaz de convivir en paz. De ahí las preguntas…

    ¿Para cuándo una poderosa defensa de Europa que reprima cualquier ataque a su orden cultural y a su convivencia social?

    ¿Cómo sobrevive una sociedad abierta basada en la igualdad cuando cada año llegan decenas, cientos de miles de inmigrantes de países con ninguna tradición de apertura, igualdad o debate democrático?

    ¿Cuál será el futuro de nuestra cultura, nuestra raza y nuestras tradiciones cuando la primera generación de estos inmigrantes tiende a tener más hijos que los nativos?

    ¿Por qué los hijos de los inmigrantes siguen social y culturalmente anclados al mundo de sus padres?

    ¿Necesita el hombre una identidad ancestral más allá de una vida material?

    ¿Por qué no existe una política antiinmigración en Europa, priorizando los cupos de entrada en función de la raza de los foráneos y de nuestras necesidades?

    ¿Si la nación es nuestra casa, admitimos en nuestros domicilios a desconocidos, en muchos casos potencialmente peligrosos por su origen, circunstancias y determinadas condiciones?

Autor

Pablo Gasco de la Rocha