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Que los conflictos y resentimientos existentes en toda sociedad se resuelvan pacíficamente o estallen en una revolución depende en gran medida de dos factores: la existencia de instituciones democráticas o no, capaces de reparar los agravios por medios legislativos y educativos y la aptitud interesada de los “intelectuales” totalitarios para avivar las llamas del descontento social con el fin de obtener a toda costa el poder.
El descontento social no basta para desencadenar una revolución, para crear ese clima es necesario que haya grupos interesados en azuzar y organizar el resentimiento y sembrar el odio, así como alimentarlo, pregonarlo y dirigirlo.
Para los socialistas el descontento humano es algo que no hay que remediar sino explotar; esta actitud ha estado en el centro de la política socialista desde la década de 1840, tanto es así, que la “política del odio”, ha sido una característica fundamental del socialismo que ha elevado “el odio a la categoría de principio”
Para constatar y dar fe de lo anterior, basta con recordar la política llevada a cabo por el “execrable” Zapatero, poniendo en entredicho y dinamitando el espíritu de concordia de la Transición, dejando el camino expedito para las diarias fechorías del actual presidente socialista, prescindiré de su nombre y de los adjetivos con que la mayoría de los españoles lo conocen, porque en sus letras lleva todos los estigmas.
España y su sacralizada democracia han de tomar conciencia de la ingente cantidad de cargas que impiden el normal desarrollo social, político y económico, interfiriendo y dificultando poderosamente entre sus hijos la asunción del necesario compromiso espiritual con la Nación a la que pertenecen.
Cada vez se hace más urgente soltar el lastre que paraliza la democracia española; diosa de bella figura que mora en un templo con los cimientos erosionados por responsables políticos que desprecian a España y están en el empeño de cambiar las estructuras consagradas en la Constitución, a esta empresa se suman los secesionistas catalanes y vascos, además de los proetarras que no cejan en su porfía de humillar y burlarse de las victimas del terrorismo vasco, todo ello avalado y consentido por la disgregadora canalla que nos gobierna.
Gobierno formado por una recua de ministros en agraz, y como ejemplo de máxima actualidad, ahí lo tenemos, Garzón, sujeto que con sus declaraciones, relativas a la carne que España exporta, merece ser condecorado con la Gran Cruz de la Orden de Carlos III , la misma que por méritos propios le fue concedida a su camarada Iglesias. Jamás estuvo tan devaluado un reconocimiento institucional.
Considerando que Europa ha denigrado y condenado los sistemas totalitarios, nazismo y comunismo, me voy a tomar la licencia de plantear la siguiente figura retórica en relación con la justa e inevitable respuesta a estas manifestaciones; “al ministro habría que filetearlo, envasar las diferentes piezas según dictan las normas sanitarias en vigor, y haciendo constar su procedencia (Made in Spain) enviarlas para su consumo a las diferentes y civilizadas democracias europeas y que sean ellas quienes determinen la calidad del producto comunista”
Después del vano e inútil intento durante años de cumplir con lo que dice el artículo 30.1 de la Constitución: “Los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España”, las referidas opiniones del ministro no me causan sorpresa alguna, todo lo que procede de este criminal gobierno socio-comunista está orientado a la desintegración de la Nación, y utilizan todos los medios que tienen a su alcance, incluidos los que por omisión, indiferencia o cobardía les proporciona la ciudadanía.
Parafraseando a Valle Inclán, refiriéndose al carlismo, digo: “hay dos democracias, la de todos y la mía”.
Es imposible de digerir el absurdo y suicida masoquismo que la democracia española soporta, sin capacidad para establecer las oportunas defensas contra aquellos que quieren aniquilarla.
Democracia es libertad, igualdad e imperio de la ley, sus dirigentes políticos tienen el deber inexcusable de trabajar como fieles servidores del pueblo y no obstinarse en el expolio del procomún, despreciando sus propios intereses y no ejerciendo de amos de la situación.
La experiencia de cualquier español que no pertenezca a una caterva de imbéciles ignorantes, le insta a concluir que nuestra democracia es una farsa construida durante décadas y que es necesario buscar hombres jóvenes, sanos, decentes e instruidos que nos hagan olvidar el padecimiento que nos han proporcionado esta pléyade de sinvergüenzas, cobardes y canallas.
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