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Cualquiera que haya meditado alguna vez sobre el mal moral sabrá que el ser humano nunca lo acepta de entrada en su forma definitiva, sino que es preciso que se presente en sus rudimentos y que de ahí se vaya desplegando, poco a poco y por la cooperación de varias generaciones, hasta su remate. Ésta es una ley natural en el mundo moral, y el aborto no ha sido una excepción.
Si se hubiera comenzado reclamando el derecho a destruir a los hijos en el vientre materno por el simple capricho y como un método anticonceptivo más, nadie en su sano juicio lo hubiera apoyado desde el principio. Fue necesario iniciar este mal desde un punto anterior de desarrollo, dejar que los hombres y mujeres se acomodaran a él, y una vez se hicieron insensibles a ese grado de mal se procedió a elevarlo paulatinamente. Por lo tanto, se introdujo primero la controversia sobre el aborto para casos excepcionales, se excusó por las violaciones, por las malformaciones, por el daño psicológico a la madre, y por esa fisura fue entrando después todo el caudal, hasta que los pretextos por los que se comenzó a justificar el aborto ya no fueron necesarios, y el simple deseo de la madre de destruir a su hijo fue el único requisito para hacerlo.
Ahora que se ha llegado a ese estado de aceptación del crimen, el Gobierno de España da un paso más. Le parece poco que una madre pueda destruir a cuantos hijos conciba por su simple rechazo a asumir las responsabilidades de la naturaleza, quiere también penar que cualquier persona intente disuadirle o que lo insinúe ante las clínicas abortivas. Para ello ha utilizado una estrategia que viene siendo común en la izquierda, y es el de utilizar un disfemismo. Proponer que sea delito rezar ante una clínica abortiva habría sido considerado autoritario y despótico hasta para sus mismos simpatizantes, así que han empleado el recurso de cambiar la palabra «rezar» por otra más despreciativa como «acoso».
Parece una medida pueril que no puede engañar a nadie mínimamente reflexivo, pero lo cierto es que la reflexión no es demasiado popular en nuestros días, y el simple canje de palabras basta para producir un efecto sedante en las personas que, suavizando la realidad, podríamos decir que son algo proclives a la imbecilidad. No importa que vean a unas personas rezando pacíficamente; desde el momento en que el Gobierno lo llame «acoso» los rosarios parecerán armas, las manos en oración una amenaza y las súplicas a Dios un insulto. En la posverdad ya no son las palabras las que deben ajustarse a la realidad, ahora es la realidad la que debe ajustarse a las palabras.
También la objeción de conciencia, que hasta hace poco era un derecho inalienable y que nadie discutía en el campo de la deontología médica, ahora está bajo sospecha al interferir en los planes de protección y fomento del aborto. De modo que aquí tenemos dos conquistas de la libertad civil, la libre manifestación religiosa y la objeción de conciencia en medicina, amenazadas por obstaculizar un crimen horrendo.
En realidad no podría ser de otra forma. Por mucho que se insista en asociar el aborto con la libertad, un somero ejercicio de sentido común nos demuestra todo lo contrario. En el momento en que se reconoce que hay vida humana desde la concepción, no puede llamarse «libertad» al aborto sin justificar cualquier otro crimen contra la vida apelando a la misma libertad. Por otra parte, ni no se admite que el ADN del cigoto demuestra que es una persona, habrá que comenzar a desestimar la prueba del ADN para identificar a los culpables de un delito. Pero todo esto es ridículo, como lo es el intento de las feministas de desviar esta cuestión de hecho y cubrirla con consignas, lemas y extravagancias obscenas.
Siendo pues el aborto radicalmente opuesto a la libertad, no es extraño que en cualquier lugar que se legalice acabe desplazando primero y después sacrificando la libertad civil del ser humano, ya que atacando por esencia el principio de la vida, su aplicación no puede más que hacerse sentir sobre el desarrollo de la misma. Hoy es la pública manifestación religiosa y la objeción de conciencia, pero pronto llegará el turno de la libertad de expresión, como ya se deja entrever, y el sólo hecho de expresar oposición al aborto estará penado. Así es como todas las libertades y todos los derechos fundamentales que estorben al crimen del aborto irán desapareciendo ante su presencia.
Pero los progresistas no tienen de qué precocuparse; para destruir todas esos derechos y libertades no se utilizarán palabras como «censura» o «prohibición», ni ninguna otra que les incomode. Eso sería herir su sensibilidad y ofender su delicadeza. No: se destruirán utilizando precisamente palabras como «justicia social» o «libertad», y así podrán salir a las calles a gritarlas y repetirlas una y otra vez mientras destruyen su realidad. Duerman pues tranquilos los progresistas, que nada va a turbar sus conciencias mientras haya palabras para embellecer el crimen.
Autor
- Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.