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Y para que no lo dude, lea usted los “cuatro pasos” que el Caudillo dio, incluso en contra de los que, hoy , con su silencio, tiran sus estatuas.

El “quinto paso”  seguramente lo vivirá ya usted en el exilio al que le quiere  enviar el actual Gobierno Socialista-comunista

 

Sería necesario escribir otra vez La larga marcha hacia la Monarquía, de don Laureano López Rodó, para «puntualizar» el comportamiento y las «relaciones» de Franco con la Monarquía cuando era un simple (o destacado) general y cuando fue Jefe del Estado. Pero, como ése no es el objetivo de este libro, nos vamos a limitar a señalar algunos de los «pasos» que se dieron tras la guerra civil para llegar al 22 de noviembre de 1975, cuando don Juan Carlos jura ante la Cortes españolas y termina «la larga marcha hacia la Monarquía». Pues consideramos que sin estos «pasos» todo lo que ha ocurrido en esta etapa llamada «de transición» no tendría sentido. Olvidar que don Juan Carlos fue designado como «sucesor a título de Rey» por Franco es apartarse de la Historia… Y cuando eso ocurre es porque ha entrado de por medio la Política y da miedo enfrentarse a la Verdad.

 

Y como nosotros escribimos este libro «desde la Historia» y sin más miedo que el de no ser objetivos, ahí vamos:

Primer paso: La «Ley de Sucesión» de 1947

 

Dos cosas estaban claras al comienzo de la década de los 40 y cuando aún peligraba la «no intervención» de España en la Segunda Guerra Mundial: que si en España quedaba un monárquico ése era el general Franco (por su formación, por su afecto al Rey don Alfonso XIII y, tal vez, por el agradecimiento íntimo que el joven «africanista» sentía hacia el Régimen que le había sabido agradecer sus méritos militares) y que las relaciones con el Conde de Barcelona, don Juan de Borbón, no iban a ser fáciles, ya que éste ni había aceptado de buena gana que Franco no le dejase participar como combatiente en la Cruzada, ni que terminada la guerra no hubiese repuesto urgentemente la Monarquía. De lo primero podía deducirse, fácilmente, que para Franco «aquello» no tenía otra salida que la Monarquía; de lo segundo, que iba a ser difícil que la Monarquía volviese en la persona de don Juan.

 

Ambas cosas se confirmarían nada más terminar la Guerra Mundial. Quizás, en primer lugar, las «impaciencias» del Conde de Barcelona, que le hacen publicar el famoso Manifiesto de 1945, en el que, queriendo o sin querer, don Juan se enfrenta con Franco:

 

«Hoy, pasados seis años desde que finalizó la guerra civil -decía don Juan- el Régimen implantado por el general Franco, inspirado desde el principio en los sistemas totalitarios de las Potencias del Eje, tan contrario al carácter y a la tradición de nuestro pueblo, es fundamentalmente incompatible con las circunstancias que la guerra presente está creando en el mundo. La política exterior seguida por el Régimen compromete también el porvenir de la Nación.

»Corre España el riesgo de verse arrastrada a una nueva lucha fratricida y de encontrarse totalmente aislada del mundo. El Régimen actual, por muchos que sean sus esfuerzos para adaptarse a la nueva situación, provoca este doble peligro; y una nueva República, por moderada que fuera en sus comienzos e intenciones, no tardaría en desplazarse hacia uno de los extremos reforzando así al otro, para terminar en una nueva guerra civil.

»Sólo la Monarquía tradicional puede ser instrumento de paz y de concordia para reconciliar a los españoles; sólo ella puede obtener respeto en el exterior mediante un efectivo Estado de Derecho y realizar una armoniosa síntesis del orden y de la libertad en que se basa la concepción cristiana del Estado. Millones de españoles de las más variadas ideologías, convencidos de esta verdad, ven en la Monarquía la única institución salvadora.

»Desde que por renuncia y subsiguiente muerte del Rey don Alfonso XIII en 1941 asumí los deberes y derechos a la Corona de España, mostré mi disconformidad con la política exterior e interior seguida por el general Franco. En cartas dirigidas a él y a mis representantes hice constar mi insolidaridad con el Régimen que representaba, y por dos veces en declaraciones a la Prensa, manifesté cuán contraria era mi posición en muy fundamentales cuestiones.

»Por estas razones me resuelvo, para descargar mi conciencia del agobio cada día más apremiante de la responsabilidad que me incumbe, a levantar mi voz y requerir solemnemente al general Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandone el poder y dé libre paso a la restauración del régimen tradicional de España, único capaz de garantizar la religión, el orden y la libertad.

»Bajo la Monarquía -reconciliadora, justiciera y tolerante- caben cuantas reformas demande el interés de la nación. Primordiales tareas serán: aprobación inmediata, por votación popular, de una Constitución política; reconocimiento de todos los derechos inherentes a la persona humana y garantía de las libertades políticas correspondientes; establecimiento de una asamblea legislativa elegida por la nación; reconocimiento de la diversidad regional; amplia amnistía política; una justa distribución de la riqueza y la supresión de injustos contrastes sociales contra los cuales no sólo claman los preceptos del cristianismo, sino que están en flagrante y peligrosísima contradicción con los signos político-económicos de nuestro tiempo.

»No levanto bandera de rebeldía ni incito a nadie a la sedición pero quiero recordar aquí a quienes apoyan al actual Régimen la inmensa responsabilidad en que incurren, contribuyendo a prolongar una situación que está en trance de llevar al país a una irreparable catástrofe.»

 

Porque, naturalmente, este «Manifiesto» de don Juan era un desafío a Franco… ¡A Franco y a la España vencedora del marxismo en la guerra civil!

Porque, en este «Manifiesto» estaba ya latente la «gran discrepancia» que existiría entre Franco y don Juan sobre el tipo de monarquía que ambos querían. Mientras don Juan abogaba por una Restauración normal de la Monarquía, Franco (y los franquistas) se inclinaban por una monarquía que supiese recoger las esencias del 18 de julio y que fuese continuadora del Movimiento Nacional.

En 1947 se iba a confirmar que Franco no había dejado de ser monárquico y que a la hora de institucionalizar el sistema sólo había una salida lógica: la Monarquía. Pero la Monarquía concebida como «continuación» del espíritu de la victoria del 1 de abril de 1939. De ahí que no se sorprenda la pequeña discusión que tienen en Estoril Carrero Blanco, como enviado especial de Franco, y el propio don Juan (y que reproducimos en otro lugar de este libro).

Nadie quizá mejor que don Esteban Bilbao, el primer Presidente de las Cortes creadas por Franco, supo precisar el verdadero sentido de estas posiciones al defender el dictamen del proyecto de Ley de Sucesión cuando dijo:

 

«Ninguna demencia mayor como la de aquellos que quisieran instaurar un trono condenando al régimen al ostracismo y al Caudillo que acertó en la victoria y en la paz, restauró al orden pacífico la nación, para obtener la sonrisa de quienes, después de haber derrocado el trono, saqueado el erario nacional, destrozado la Patria, impenitentes, ya que no pueden consumar sus planes siniestros, se contentarían con domesticar a su futura víctima…

»No se trata de un pleito genealógico, ni de un interdicto de recobrar, ni de una tercería de mejor derecho a la posesión del trono…

»Si la Monarquía ha de venir, ha de venir con Franco o no vendrá…»

 

Porque, en ese momento, raro era que hubiese un español que no pensase lo mismo. Es decir, que si la Monarquía tenía una posibilidad entre mil de volver…, esa única posibilidad era la que Franco ofreciese.

El hecho es que, a pesar de estas «discrepancias» de don Juan, cuando Franco propone la «Ley de Sucesión» (que se somete a Referéndum el 6 de julio y se promulga el 26 de julio de 1947) no duda en puntualizar en su artículo primero que «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino».

Lo cual demuestra que Franco, a pesar de la «contestación» de don Juan y de algunos grupos monárquicos muy significados, no había tenido en su mente otra salida para el Régimen surgido de la Victoria que la Monarquía…, ya que de lo contrario, y teniendo como tenía en sus manos todos los Poderes del Estado, tal vez hubiese modificado su «programa» o hubiese intentado ensayar un Sistema Presidencialista a imitación de la Nación triunfadora en la Guerra Mundial: los Estados Unidos de América.

Franco quiso la Monarquía…, y porque la quiso pudo traerla. Pues, a pesar de las críticas y de la oposición de los monárquicos de entonces, la

ley de Sucesión de 1947 no fue papel mojado, ya que -como dice López Rodó- pese a sus indudables imperfecciones, en parte subsanadas por la Ley Orgánica del Estado de 1966, sus preceptos se han cumplido…, ya que, en julio de 1969, veintidós años después de su promulgación, fue designado sucesor a título de Rey, como decía el artículo 6.º, el príncipe don Juan Carlos de Borbón, y en noviembre de 1975, a los veintiocho años largos de vigencia, fue proclamado Rey con arreglo a sus normas.

Sin embargo, también está claro -y ahora desde esta perspectiva histórica se ve perfectamente- que «allí» nació el germen de la discordia que fructificó a la muerte de Franco y que hacía concebir dos tipos de Monarquía bien diferenciados: uno, el tradicional; es decir, una Monarquía liberal, democrática y parlamentaria… en la que el Rey fuese árbitro y símbolo de la Corona…, y dos, el instaurado; es decir, una Monarquía «continuadora» del Movimiento Nacional…, en la que el Rey no sólo fuese árbitro, sino también cúspide de la pirámide del Poder.

Como está claro que esas dos concepciones de la Monarquía son el trasfondo de la «Etapa de Transición» que ha vivido España desde 1975 hasta la llegada del socialismo al Poder…, así como de las discrepancias constitucionales e, incluso, del poco o mucho malestar que haya existido en el seno de las Fuerzas Armadas.

Pero no adelantemos acontecimientos y vayamos ya al siguiente «paso»: la «Ley Orgánica del Estado» de 1967.

 

 

Segundo paso: La «Ley Orgánica del Estado» de 1967

 

No cabe duda de que a la altura de 1967 (o sea, veinte años más tarde de la promulgación de la «Ley de Sucesión» de 1947) aquella afirmación de don Esteban Bilbao en las Cortes de que «si la Monarquía ha de venir, ha de venir con Franco o no vendrá», estaba ya superdemostrada. Pues lo que en 1947 todavía era considerado como una «interinidad», ya había celebrado «los XXV años en PAZ» y superado la cadena de obstáculos de todo tipo que un Régimen autoritario necesariamente había de encontrar en un mundo «democrático». El Régimen de Franco ya no era en 1967 un «mandato provisional prolongado» (como creyeron en 1947 algunos grupos monárquicos, incluyendo a los generales partidarios de la Restauración e, incluso, al propio don Juan de Borbón, Conde de Barcelona), sino un Régimen estable y en pleno desarrollo económico e institucional. Franco estaba más firme que nunca y en la mejor situación para «perfeccionar» el Estado de Derecho, ya que a esas alturas el «mundo internacional» no era, ni mucho menos, el de 1947, recién terminada la guerra mundial. Pero «perfeccionar» no necesariamente tenía que ser «ratificar»… «LO» de 1947 podía, ciertamente, «perfeccionarse», pero también podía «reorientarse». Es decir, que Franco podía haber «perfeccionado» la vía de la Regencia apuntada en la «Ley de Sucesión» hasta hacerla coincidir con un «Presidencialismo monárquico» (como es en realidad el Presidencialismo norteamericano: una República coronada).

Sin embargo, Franco optó por «perfeccionar» la sucesión «a título de Rey» y abrir definitivamente las puertas a la Monarquía. Y fruto de esa decisión fue la «Ley Orgánica del Estado», aprobada por los españoles en el Referéndum del 14 de diciembre de 1966. Entonces, en el Pleno de las Cortes donde Franco dio cuenta y requirió el acuerdo respecto al proyecto de ley, el Caudillo dijo, entre otras cosas:

 

«La España de 1936, regida por una República en la que nadie creía, sino como puente de transición hacia el caos o hacia la dictadura comunista, era una España en trance de agonía.

»La Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado tuvo la doble trascendencia de determinar la naturaleza de nuestro Régimen, evitando especulaciones tendentes a la división y librándonos de los riesgos derivados de las contingencias de la vida humana. Permitió asimismo establecer instituciones clave, como el Consejo de Regencia, el Consejo del Reino y la Regencia en un mecanismo equilibrado, que de haber existido en otros tiempos hubiera evitado las graves crisis sucesorias que en más de una ocasión ha conocido nuestra histona pasada. La Ley de Sucesión fue, en fin, ocasión esplendida para experimentar el juego del referéndum nacional, dando el cuerpo electoral su plena adhesión a lo hecho en España a lo largo de diez años sucesivos, y de dar un mentís a las acusaciones foráneas de la falta de arraigo de nuestro Régimen y de ratificar su confianza en el Movimiento Nacional en sus instituciones y en sus hombres.

»Determinados artículos, sin embargo, de dicha Ley Fundametal necesitan alguna corrección para evitar problemas de interpretación que pudieran suscitarse en la teoría o en la práctica. El Consejo del Reino, pieza clave del Estado y, como luego diré, también de la nueva Ley Orgánica del Estado, necesita de un ensanchamiento en la base que perfeccione su representatividad y robustezca su ahora ampliada competencia.

»Por otra parte, es menester la previsión precisa no sólo de las garantías y trámites de la primera sucesión, sino de las que hayan de seguirla una vez instaurado el orden normal.

»La nueva Ley Orgánica del Estado viene a completar nuestro ciclo institucional, sin dejar por ello de seguir abierto a ulteriores y posibles perfeccionamientos o ajustes, si se acusaran como necesarios. Porque nosotros no pensamos que la Constitución sea una herencia pura y simplemente del pasado, el producto determinista de la Historia, el resultado de los hechos o doctrinas que aceptaron nuestros antepasados, aunque mantengamos viva la tradición en lo que tiene de realizaciones históricas de unos principios vivos. Tampoco aceptamos una visión racionalista que quiere ofrecernos un modelo universal y abstracto de instituciones válido para todos los países, independientemente de su estructura social y de su modo de ser cultural, como anteriormente os he indicado. Frente a ambas posiciones, que se enfrentan trágicamente en España de 1808 a 1936, nosotros hemos de continuar nuestra prudente experiencia de un orden abierto de Leyes Fundamentales basadas en la experiencia del pasado y que tienen en cuenta el porvenir, que sólo podemos prever en parte. Por eso no hemos acometido decisiones improvisadas de conjunto, ni tampoco hemos dejado de ir poniendo piedra sobre piedra en un edificio institucional que no se agota con la vida de los hombres. Hemos seguido una evolución prudente, sin olvidar que la vida de los pueblos se mide por siglos. Al dar este paso decisivo, que en cierto modo es poner la clave del arco, no cerramos la puerta a ulteriores modificaciones y complementos que, eso sí, habrán de hacerse por el camino establecido y con las debidas garantías en evitación de improvisaciones peligrosas.»

 

Por su parte, Laureano López Rodó, en su ya citado libro (La larga marcha hacia la Monarquía) aclara estos puntos:

 

«En _la cuestión sucesoria cabe distinguir diversos aspectos (históricos, jurídicos, políticos, etc.), aunque todos ellos se encuentran relacionados.

»La presente nota trata de abordar los aspectos políticos y más concretamente la «cuestión de hecho», de la viabilidad de las diversas soluciones previsibles y el cálculo de «posibilidades» de cada una de ellas. Lo cual no quiere decir que puedan desconocerse los restantes aspectos del problema ni que carezcan de valor los argumentos de otra índole. Por ejemplo, es evidente que don Juan como Jefe de la Casa Real española no puede reconocer sin contradecir el principio dinástico, el factor electivo que introduce la Ley de Sucesión y mantiene la Ley Orgánica del Estado al disponer que el sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey podrá ser simplemente «persona de estirpe regia». Si la principal razón de ser de la Monarquía estriba en dejar fuera de discusión el orden regular de sucesión en la Jefatura del Estado, ligándolo a la sucesión hereditaria de la dinastía y, siendo la Monarquía la forma de gobierno del Estado español reconocida en las Leyes Fundamentales, es lógico que el Jefe de la dinastía se oponga a que no se respete el orden dinástico y se comience por admitir varios posibles sucesores a la Corona de España.

»Otros muchos argumentos histórico-jurídicos podrían aducirse, pero no es éste el objeto de la presente nota.

»Ciñéndose los hechos, nos encontramos con que:

»1.º El Régimen político surgido a partir de 1936, si bien derribó la República y derogó la Constitución de 1932, no ha procedido a restaurar pura y simplemente la Monarquía que cayó el 14 de abril de 1931. Tampoco promulgó una nueva Constitución formal, y hasta la aprobación de la reciente Ley Orgánica del Estado no se ha completado el ordenamiento constitucional español.

»2.º Las Leyes Fundamentales del nuevo Estado han ido abriendo la puerta a una sucesión monárquica que podría denominarse “imperfecta”. La Ley de Sucesión de 1947 se limitó a declarar al Estado «constituido en reino» y a establecer la doble posibilidad de un sucesor «a título de Rey» o un sucesor «a título de Regente», con un mecanismo sucesorio completo que contempla a su vez un doble supuesto: la designación de sucesor por el actual Jefe del Estado o, en su defecto, por el Gobierno y el Consejo del Reino conjuntamente. En ambos supuestos, la designación había de ser aceptada por las Cortes mediante un quórum de dos tercios.

»3.º La Ley de Principios Fundamentales de 1958 declaró que la forma política del Estado español es la Monarquía.

»4.º La Ley Orgánica del Estado ha venido a modificar en parte la Ley de Sucesión en el sentido de poner fin al anterior «tanto monta, monta tanto» en que se hallaban el Rey y el Regente. Ahora la eventual Regencia se configura como un paréntesis «en tanto no se cumplan las previsiones del artículo 11 de la Ley de Sucesión», es decir, en tanto no se inicie el orden regular de sucesión dinástica hereditaria. De este modo, la Monarquía pasa a ser la única desembocadura definitiva de la Ley de Sucesión. Además, se ha rebajado a los tres quintos el quórum exigido para la aceptación de la propuesta por las Cortes y se han introducido otras modificaciones de signo «monarquizante» (juramento del «heredero de la Corona», etc.).

»5.º La Ley Orgánica del Estado, pese a los vicios que puedan señalarse a la propaganda electoral, ha sido aprobada por la gran mayoría del país. (El testimonio directo que el pueblo español tiene de su propia participación en el referéndum contrarresta ampliamente los defectos de enfoque en que se haya podido incurrir, máxime teniendo en cuenta que la proclamación de los resultados del escrutinio refleja exactamente los sufragios emitidos.)

»6.º La Ley Orgánica implica una solución de compromiso entre las tendencias divergentes que existen en el seno del Régimen y también entre las opiniones contrapuestas de la sociedad española. A ello se debe en gran parte la amplia mayoría alcanzada. En lo que concierne al tema de la forma de Gobierno, es notoriamente monarquizante, aunque establece un sistema monárquico imperfecto en el primer eslabón del orden sucesorio. Una ley que hubiera establecido la tesis «monárquica pura» posiblemente no habría sido aceptada por amplios sectores de dentro y de fuera del Régimen.

»7.º La Monarquía ha sido introducida paulatinamente en el nuevo ordenamiento constitucional español (leyes de 1947, 1958 y 1967), arropándola siempre con otras declaraciones legislativas. Parece más que probable que si se hubiera sometido a referéndum el dilema «República o Monarquía» difícilmente habría triunfado ésta.

»Un miembro del Consejo Privado comentaba que el referéndum de 1966 le ahorra a la Monarquía los riesgos de un plebiscito que en otro caso hubiera sido inexcusable, dado que tanto Alfonso XIII como Don Juan han dicho siempre que no ocuparían el trono si el pueblo no les llama.

»8.º En interés de la propia Monarquía, parece conveniente aceptar la Ley Orgánica del Estado aunque se discrepe parcialmente de sus preceptos, pues, pese a sus imperfecciones sucesorias, constituye el dique más firme frente a las corrientes republicanas. En un caso extremo, las Fuerzas Armadas podrán respaldar la legalidad vigente. No respetar esta solución de compromiso exigiría un golpe de Estado, lo cual no parece viable ni aconsejable. Un hipotético golpe de Estado en favor de la tesis monárquica pura podría desencadenar una revolución.

»9.º Partiendo de la aceptación de la Ley Orgánica del Estado como Constitución política de España, y sin perjuicio de sus posibles ulteriores modificaciones a través del procedimiento previsto (quórum de dos tercios en las Cortes y referéndum), parece evidente que si la designación del sucesor la propone el Jefe del Estado, será aceptada por la gran mayoría de las Cortes, lo cual sería mucho más difícil de lograr si la propuesta emana conjuntamente del Gobierno y del Consejo del Reino después de producirse la vacante de la Jefatura del Estado. Además, las posibilidades de que se nombre un Regente y no un Rey son mucho mayores en el segundo supuesto. Aun admitiendo que en el Gobierno y el Consejo del Reino prevaleciera la candidatura de un Rey que contara con el apoyo del Ejército, resultaría problemática su aceptación por las Cortes. Y el nombramiento de un Regente haría cada vez más difícil la restauración de la Monarquía, cuyo recuerdo se iría borrando de las nuevas generaciones.

»10.º La designación de sucesor a propuesta del Jefe del Estado haría, además, posible la transmisión de poderes en vida, lo cual alejaría los riesgos que entraña la primera sucesión.

»11.º Franco ha expresado al presidente de las Cortes y a otras personas de su confianza el propósito de presentar personalmente a las Cortes la propuesta de designación de su sucesor. De no realizarlo Franco, las cosas se complicarían extraordinariamente. Las posibilidades de restauración de la Monarquía se verían seriamente comprometidas. Está muy generalizada la opinión de que la Monarquía o la trae Franco o no la trae nadie.

»12.º Los partidarios de la causa monárquica no han conseguido restaurar la Monarquía en la persona del Jefe de la dinastía, ni parece que cuente con fuerza efectiva para conseguirlo. No se vislumbra un nuevo Martínez Campos ni el Régimen actual es débil como lo fue la Primera República, ni entonces la Restauración se hizo después de más de treinta y cinco años de caer la Monarquía.

»13.º Existen datos más que suficientes para asegurar que Franco descarta a Don Juan y piensa en el Príncipe. No parece que a estas alturas vaya a modificar su actitud. Prescindiendo de la valoración histórica e incluso moral de este hecho, parece indudable que tiene gran relevancia.

»14.º Es evidente también que muchos sectores del actual Régimen se opondrían a todo trance a Don Juan, y es comprensible que Franco no quiera echarles a todos por la borda. En los últimos meses se han publicado algunos artículos «juanistas» que han exacerbado los ánimos no sólo de los sectores «ultras» del Régimen, sino incluso de los más moderados, haciéndoles temer actitudes revisionistas Y procesos políticos contra quienes han colaborado con Franco.

»15.º Sólo un acercamiento de Don Juan a Franco podría hacer variar el pronóstico expresado en el párrafo anterior. Este acercamiento exigiría la plena aceptación por parte de Don Juan del vigente sistema constitucional y una actitud de probada buena voluntad hacia Franco, superando explicables antipatías. (La Reina Victoria dijo hace unos meses que su hijo y Franco no se pueden ver.)

»16.º De no producirse este improbable cambio de panorama en las relaciones entre El Pardo y Estoril, las tres salidas previsibles son: el Príncipe Don Juan Carlos, Don Alfonso de Borbón Dampierre y un Regente. La gran masa del país es indiferente a cualquiera de estas tres soluciones y aceptará la que Franco proponga porque tiene una gran confianza en él. (Es un hecho, prescindiendo de las causas.)

»17.º Para que el Príncipe pueda ser designado sucesor es preciso que cuente con el consentimiento de Don Juan, pues en otro caso se alzaría contra su padre, lo cual no ha de hacer ni lo quiere: sabe perfectamente que si algún papel le corresponde jugar en la historia de España se debe exclusivamente al hecho de ser hijo de su padre, y que en cuanto no se comportara como hijo perdería todo título.

»Jesús Pabón, siendo delegado político del Conde de Barcelona, dijo que Don Juan, llegado el momento, renunciaría en favor del Príncipe. Esto mismo aseguran otras muchas personas llegadas a Estoril.

»18.º Existe, sin embargo, un sector monárquico que no admite más posibilidad de restauración de la Monarquía que en la persona de Don Juan, y califican de «amadeísta» cualquier otra solución, tanto por arrancar de un principio electivo como por el carácter efímero que le auguran.

»20.º En cuanto al riesgo de que la Monarquía sea efímera, posiblemente ello dependerá más del acierto con que se gobierne en los primeros años del reinado y del bienestar que disfrute el país, que de ser el Rey un hijo o un nieto de Alfonso XIII.

»21.º Los monárquicos «ultrajuanistas» corren el peligro de ser más papistas que el Papa al no querer oír hablar de posibles fórmulas de renuncia de Don Juan a favor del Príncipe en caso de necesidad, como el propio Don Juan ha insinuado en diversas ocasiones. Si se quisiera imponer como condición sine qua non la persona de Don Juan, lo único que probablemente se conseguiría es descartar al Príncipe y hacer el juego a Don Alfonso o a la Regencia.

»23.º En resumen, lo que facilitaría la solución del problema sucesorio sería un acercamiento efectivo entre Estoril y El Pardo, sin descartar a priori la posibilidad de Don Juan, pero con la prudente flexibilidad para, en caso necesario, negociar una fórmula honrosa de renuncia que permita la designación del Príncipe e incluso su subida al trono en vida de Franco.

»Franco ha dicho en varias ocasiones al Príncipe que ha de ser leal con su padre. También ha dicho que quiere dejar en buen lugar a Don Juan, e incluso justificar su patriótica actitud en 1945 cuando redactó aquel manifiesto que le quemó ante algunos sectores del país.»

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Lo cual demuestra, una vez más, y veinte años más tarde, que aquello de don Esteban Bilbao de que el único que podía traer la Monarquía era Franco seguía siendo real y válido todavía en 1967. Porque, a pesar de la Ley Orgánica, si Franco no se decidía en vida a nombrar su heredero «a título de Rey» iba a resultar muy problemático que lo hicieran y lo aceptaran las Cortes… ¡Aquellas Cortes!

Sin embargo, Franco hizo lo que nunca dudó hacer…, aunque lo hiciera al «ritmo» tan peculiar que le caracteriza (y que no es de extrañar en un hombre que pensaba que «la vida de los pueblos se mide por siglos»).

Pero de esto hablaremos a continuación.

 

 

Tercer paso: el 22 de julio de 1969

 

Indudablemente, el año 1969 iba a ser uno de los más importantes de todo el «periplo Franco»: primero, porque se cumplía el XXX aniversario de la Victoria; segundo, porque es el año de la irrupción del «terrorismo ETA»; tercero, porque estalla el «caso Matesa» y consiguientemente la ruptura de dos de las principales «familias» del Régimen… y, principalmente, porque es el año que Franco se decide, al fin, a nombrar su sucesor.

«La larga marcha hacia la Monarquía» iba a concluir el día 22 de julio en un acto trascendental para el futuro de España: la designación del Príncipe Don Juan Carlos como heredero «a título de Rey».

Pero, antes de ese decisivo «paso» conviene repasar, muy de pasada, algunos acontecimientos de esos meses. Ya que no fue fácil para nadie esa última etapa de la carrera.

El año comienza, prácticamente, con unas madrugadoras declaraciones que el Príncipe hace al director de la agencia EFE (a la sazón don Carlos Mendo, hoy responsable de la información de la «Alianza Popular» de Fraga). Declaraciones muy importantes, que sorprenden a tirios y troyanos…, y en primer lugar a su propio padre, el Conde de Barcelona y Jefe de la dinastía española, ya que en ellas don Juan Carlos apunta su predisposición a aceptar la «herencia de Franco» aun a costa de tener que soportar «algunos sacrificios». Sacrificios que pide, igualmente, a los más recalcitrantes defensores de los «principios dinásticos»…, por «la satisfacción de ver recuperada la Institución monárquica».

Diez días más tarde, exactamente el 17 de enero, la Prensa española divulga una carta de don Juan dirigida a Pemán, en esos momentos Presidente del Consejo Privado de S. A. el Conde de Barcelona, en la que pide el parecer de los miembros del Consejo sobre las declaraciones del Príncipe. Pero, al mismo tiempo se hace pública una carta que don Juan había escrito al Príncipe, su hijo, el 12 de octubre de 1968, y que por su interés reproducimos en su totalidad:

 

Mi querido Juanito:

El tiempo pasa y puede llegar el instante en que el futuro de España tenga que resolverse no como tesis abstracta, sino como realidad viva y concreta en su fórmula institucional y en las personas que hayan de realizarla y encarnarla. Sería imperdonable que en ese momento, conscientes de nuestra responsabilidad y deber, tú y yo no hubiéramos llegado, de común acuerdo, a un concepto definido de lo que en esa coyuntura es mejor para España.

Desde que el General Franco y yo convinimos como lo mejor para la Patria y para la Monarquía que tú, mi hijo primogénito, residieras en España, en ella cursaras tus estudios y te formases en contacto con la vida nacional, yo comprendí perfectamente que al lado de la segura eficacia que este plan tenía, albergaba posibles riesgos de falseadas interpretaciones y aprovechamientos, dentro de una política menor, de la ausencia del padre y la presencia del hijo.

Para salir al paso de estas posibles tergiversaciones, después de la última entrevista con el Generalísimo Franco en «Las Cabezas», se publicó una nota conjunta puntualizando el sentido y alcance del acuerdo.

Desde entonces, tú has cumplido en España la función importantísima y difícil de mantener viva la presencia de la Institución y acercar a los españoles la realidad de la dinastía que la encarna. Todos los españoles, y yo el primero, te somos deudores de gratitud por ese servicio, y es para mí muy grato decirte que estoy contento de cómo has desempeñado tu misión.

El hecho de pensar en la Monarquía como forma de sucesión y desemboque de este período excepcional es consecuencia de la concepción clarividente del General Franco, moderado siempre en sus resoluciones, buen conocedor de su pueblo y nada amigo de aventuras ni improvisaciones. El General apoyaba su pensamiento monárquico como forma de futuro precisamente por sus valores de unicidad, claridad e independencia nacionalizadora que la Institución posee en su esencia y que se anulan totalmente en cuanto deja de funcionar el automatismo dinástico, y pasa a ser intervenida por decisiones puramente ocasionales y políticas. Esto sucedería, evidentemente, si prevaleciese el deseo de algunos sectores políticos.

No puede ser una sorpresa para nadie que ese frívolo entendimiento de lo que es la sucesión monárquica haya podido pasar de la divagación social irresponsable a la política menor, y aun llegar a ti en forma de presión o sugestión. De sobra sé que ese vano, y muchas veces interesado juego, ni en un ápice ha podido desplazar en tu espíritu tu cariño de hijo y tu lealtad de príncipe. Sé que muchas veces esa posibilidad maniobrera te habrá llegado revestida de argumentos que pretenden salvar la Institución por encima de las personas, cuando se trata precisamente de desnaturalizar la Institución al enturbiar su diáfana rectitud personal y dinástica.

Lo más destructivo que pudiera ocurrirle a la serenidad antipolémica que requiere el momento de la instauración es presentar ante los españoles como dividida o rota la Familia que tiene que ser ejemplo y norma al frente de la Patria, puesto que ello sería dar al país un Rey tachado desde su origen por una incorrección dinástica que inevitablemente recibiría interpretaciones ofensivas de deslealtad e infidelidad.

Tú bien sabes que ni una sola de mis palabras puede estar inspirada por una apetencia de poder. He vivido lo bastante para sentirme bien lejos de toda personal ambición. Hasta el nombre de «pretendiente» lo he rechazado mil veces como inadecuado para quien sólo pretende recabar para sí el sacrificio de los momentos difíciles de una instauración siendo mi única ambición el conseguir el arraigo nacional del Régimen, que deseo transmitir a mi sucesor funcionando normalmente como un instrumento eficaz para el engrandecimiento de España.

Has de tener en cuenta que toda sugerencia en ese sentido de perturbación de la normalidad dinástica procede de pequeñas pasiones que nada tienen que ver con el espíritu sereno y equilibrado del General Franco, al que desfiguran y disminuyen los que quieren presentarlo como raíz o motor de planteamientos artificiosos y de tan corto alcance.

Tú sabes de sobra que siempre he aplaudido en ti la posición disciplinada y digna que guardas para mí y para el Jefe del Estado, y que no es sino expresión absolutamente sincera de tu lealtad y reflejo fiel de mi concepción de lo que debe ser tu estancia en España.

Nadie deberá nunca confundir ese respeto tuyo con un asentimiento a ninguna maniobra, en su esencia, turbia, y para ti ofensiva.

El hecho de haber cumplido los treinta años no debe en manera alguna modificar en ti esa posición leal y disciplinada, pero sí debe darte una nueva entereza frente a los que quisieran desviar tu camino, y también como representante mío personal y legítimo, una nueva manera de dialogar e intervenir en torno al planteamiento del futuro español, para que, haciendo coincidir legitimidad y legalidad, quede el porvenir fuera de toda confusión o inseguridad vacilante.

Es bien claro que esas elucubraciones que debes oír como vana murmuración implican en sí el contrasentido de encerrar en una vía estrecha y única la Institución, privándola de toda eficacia al arrebatarle su carácter nacional, raíz de donde nace toda autoridad.

Yo he recibido a lo largo de los años, visitado por tantos españoles de toda clase y en contacto con la vida de Europa y del mundo, una ancha experiencia sobre el complejo y peligroso período histórico que vivimos. Tú has vivido una experiencia detallada y completísima de la vida actual de España, también llena de novedad y de riesgos. Esta cuidadosa atención a lo exterior y a lo interior tiene que ser, precisamente, la clave y síntesis del mañana.

Traicionaríamos nuestro deber si desaprovecháramos cuanto la Providencia nos ha concedido para que esa síntesis política tenga en nosotros la garantía viva y humana de una estrecha compenetración de padre e hijo, y faltaría a nuestra obligación si concediésemos nuestro beneplácito a cualquier fórmula contraria a la meditada doctrina que expreso en esta carta.

Como Jefe de la dinastía española, me creo en la grave obligación de hacerte llegar estos pensamientos, que reflejan simplemente lo que me dicta mi deber para con la Nación a la que pertenecemos, y lo que me exige mi lealtad hacia el pueblo español, cuya voluntad habremos, en último término, de acatar.

Con gran cariño te abraza tu padre

JUAN.

 

Como puede verse, don Juan «puntualiza» claramente a don Juan Carlos cuál es su postura como Jefe de la Dinastía y cuál debe ser la suya como Príncipe, en caso de que… Franco se decida a poner en marcha «el mecanismo sucesorio» de la Ley Orgánica, que en lo fundamental era el previsto en 1947 en la «Ley de Sucesión». ¡Qué lejos queda ya, sin embargo, todo aquello de 1947… 1945! Ahora, don Juan ya no opina igual de Franco… Ahora, «el hecho de pensar en la Monarquía como forma de sucesión y desemboque de este período excepcional es consecuencia de la concepción clarividente del General Franco, moderado siempre en sus resoluciones, buen conocedor de su pueblo y nada amigo de aventuras ni improvisaciones».

Pero también está claro que, como se dice en una carta confidencial, sin fecha, de la «Secretaría de Organización» de la Causa Monárquica, «el Príncipe estaba dispuesto a aceptar el nombramiento de sucesor si éste le era ofrecido dentro de la legislación vigente… Y por otra parte, concedía importancia secundaria al principio de legitimidad dinástica, que entendía superado por otras exigencias más importantes».

Y así pasaron los meses («aquellos críticos meses del primer semestre de 1969, con «Estado de excepción» incluido): con «gran revuelo» político, ya que se estaba ante el «paso» más decisivo que iba a dar Franco y el Régimen del 18 de julio, y en el que hubo de todo. Incluso hasta apuestas, como la que le hizo el propio don Juan a su hijo Juan Carlos («Me apuesto cinco mil pesetas a que no hay tal designación de sucesor», pág. 438 de La larga marcha… ).

Porque en aquellos momentos «todo» estaba en manos de Franco y era Franco, sin duda, el único que -como dijera don Esteban Bilbao­ podía traer la Monarquía y dejarla instalada en vida. ¡EL ÚNICO! De ahí que no sorprendan las palabras de don Juan Carlos cuando a finales de junio habla con don Juan en Estoril:

 

-Si tú me prohíbes que acepte, hago las maletas, tomo a Sofi y a los niños, y me voy. No puedo seguir en la Zarzuela si en el momento decisivo se me llama y no acepto. Yo no he intrigado para que la designación recaiga en mí. Estoy de acuerdo en que sería mejor que el Rey fueras tú: pero si la decisión está tomada, ¡qué le vamos a hacer!

-Puedes hacer mucho -replicó don Juan-: lograr que ahora no se haga nada, que todo se aplace.

-Esto no está en mi mano -adujo el Príncipe-. Y si, como yo creo, se me invita a aceptar, ¿qué harás tú? ¿Es que hay otra solución posible distinta de la que Franco decida? ¿Eres capaz tú de traer la Monarquía?» (Pág. 439 de La larga marcha…)

 

Y el Príncipe tenía toda la razón, pues en ese momento la única Monarquía posible era «La Monarquía que Franco quisiese», ya que nadie, ni siquiera don Juan, podía pensar en una Restauración que no se hiciese dentro y en la «legalidad vigente».

Y, sin embargo, los dos «tipos de Monarquía» de 1947 seguían estando «ahí», como se demostraría nada más hacerse público y oficial la designación de don Juan Carlos como sucesor «a título de Rey», ya que la respuesta de don Juan no se hizo esperar:

 

En 1947, al hacerse público el texto de la llamada Ley de Sucesión, expresé mis reservas y salvedades sobre el contenido de esa ordenación legal en lo que tenía de contraria a la tradición histórica de España. Aquellas previsiones se han visto confirmadas ahora, cuando al cabo de veinte años se anuncia la aplicación de esa Ley. Para llevar a cabo esta operación no se ha contado conmigo, ni con la voluntad libremente manifestada del pueblo español. Soy, pues, un espectador de las decisiones que se hayan de tomar en la materia y ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración.

Durante los últimos treinta años me he dirigido frecuentemente a los españoles para exponerles lo que yo considero esencial en la futura Monarquía: que el Rey lo fuera de todos los españoles, presidiendo un Estado de Derecho; que la Institución funcionara como instrumento del pueblo, y que la Corona se erigiese en poder arbitral por encima y al margen de los grupos y sectores que componen el país. Y junto a ello, la representación auténtica popular; la voluntad nacional presente en todos los órganos de la vida pública, la sociedad manifestándose libremente en los cauces establecidos de opinión; la garantía integral de las libertades colectivas e individuales, alcanzando con ello el nivel político de la Europa occidental, de la que España forma parte.

Eso quise y deseo para mi pueblo, y tal es el objetivo esencial de la Institución monárquica. Nunca pretendí, ni ahora tampoco, dividir a los españoles. Sigo creyendo necesaria la pacífica evolución del sistema vigente hacia estos rumbos de apertura y conveniencia democrática, única garantía de un futuro estable para nuestra Patria, a la que seguiré sirviendo como un español y a la que deseo de corazón un porvenir de paz y prosperidad.

Estoril, 19 de julio de 1969.

 

Pero tampoco las palabras del Caudillo en el pleno de las Cortes del día 22 de julio admitían duda. Fue el discurso del «atado y bien atado» del que tanto se hablaría después.

Las palabras más significativas de aquel discurso fueron éstas:

 

«…No se trataba de volver a lo arcaico y menos a lo pasado, sino de incorporar los principios de nuestra tradición histórica dándoles plena movilidad y continuidad manteniendo a través del tiempo, por el inevitable relevo de las personas, consecuencia de la condición mortal del ser humano, la trayectoria de nuestro Movimiento al cual dio vida y proyección hacia el futuro la sangre de nuestra generación.

»En este orden creo necesario recordaros que el Reino que nosotros, con el asentimiento de la Nación, hemos establecido, nada debe al pasado; nace de aquel acto decisivo del 18 de julio, que constituye un hecho histórico trascendente que no admite pactos, ni condiciones. La forma política del Estado nacional establecida en el principio 7.º de nuestro Movimiento, refrendada unánimemente por los españoles, es la Monarquía tradicional, católica, social y representativa…

»En estos últimos años, con la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la Ley Orgánica del Estado, se ha completado el proceso institucional y permitido formar un juicio exacto sobre las personas y las garantías de acierto para su designación. Así como el transcurso de más tiempo, dada mi edad, no ofrecerá ningún nuevo elemento de juicio que pudiera hacer cambiar mi decisión. A la hora de decidir sobre tan importante materia, considero que no debo exponer a la Nación a los azares y dilaciones que entraña la aplicación de la fórmula supletoria establecida en el artículo 8.º de la Ley, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia. Así, pues, valorando con toda objetividad las condiciones que concurren en la persona del Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, que, perteneciendo a la dinastía que reinó en España durante varios siglos, ha dado claras muestras de lealtad a los principios e instituciones del Régimen, se halla estrechamente vinculado a los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, en los cuales forjó su carácter, y al correr de los últimos veinte años ha sido perfectamente preparado para la alta misión a que podía ser llamado y que, por otra parte, reúne las condiciones que determina el artículo 11 de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, he decidido proponerle a la Patria como mi sucesor. Esta designación se halla en todo conforme con el carácter de nuestra tradición, gloriosamente representada en los bravos luchadores que durante un siglo se mantuvieron firmes contra la decadencia liberal y frente a la disolución de nuestra Patria por obra del marxismo; asegura la unidad y la permanencia de los Principios del Movimiento Nacional, está en todo conforme con las normas y previsiones de nuestras leyes y en su persona confluyen las dos ramas que en su día determinaron las pugnas sucesorias del siglo pasado.

»En resumen: El artículo 1.º de la Ley de Sucesión establece que España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, y de acuerdo con su tradición se declara constituido en Reino; asimismo, el artículo 6.º determina que en cualquier momento el Caudillo puede proponer a las Cortes la persona que estime debe ser llamada a sucederle, sin más condición que ser de estirpe regia, varón, español, haber cumplido la edad de treinta años, profesar la religión católica, poseer las cualidades necesarias para el desempeño de tan alta misión y jurar las Leyes Fundamentales, así como lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional. Se trata, pues, de una instauración, y sólo después de instaurar la Corona en la persona de un Príncipe comienza el orden regular de sucesión que se refiere en el artículo 11 de la misma Ley.

»La resolución de este problema sucesorio queda en esta forma perfectamente definida y clara, y dará, a los de dentro lo mismo que a los de fuera, una garantía de continuidad, acabando definitivamente con las especulaciones internas y externas y con los enredos políticos de determinados grupos, al tener el Príncipe un status que le define como heredero, que le permitirá consolidar a mi lado su formación y perfeccionar el conocimiento de los problemas nacionales.

»Al mejor servicio de Dios y de la Patria tengo consagrada mi vida, pero cuando por ley natural mi Capitanía llegue a faltaros, lo que inexorablemente tiene que llegar, es aconsejable la decisión que hoy vamos a tomar, que contribuirá, en gran manera, a que todo quede atado y bien atado para el futuro.

»Hoy no se puede decir que las monarquías representen al sector conservador de los pueblos, pues si contemplamos las monarquías de las distintas naciones del norte europeo, tenemos que reconocer el progreso y la eficacia social que registran, a las que dio estabilidad y garantías de continuidad. Pero no tenemos que ir a buscar fuera ejemplos de que lo trascendente de las instituciones no es el nombre, sino el contenido; la Monarquía de los Reyes Católicos, que tantos años de gloria dio a la nación, es un ejemplo perenne de su popularidad y de la defensa constante de los derechos sociales de nuestro pueblo.

»Ha de quedar claro y bien entendido, ante los españoles de hoy y ante las generaciones futuras, que esta Monarquía es la que con el ascenso clamoroso de la Nación fue instaurada con la Ley de Sucesión de 7 de julio de 1947, perfeccionada por la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967; Monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus principios e instituciones y de la gloriosa tradición española. Por ello, para cumplir las previsiones sucesorias, se instaurará, en su día, la Corona en la persona que hoy proponemos como sucesor, mediante la aprobación de la Ley a que va a dar lectura el señor Presidente de las Cortes…».

Estaba claro que las dos Monarquías de 1947 seguían sin entenderse: Don Juan hablaba de una Monarquía liberal, parlamentaria y constitucional y Franco hablaba de una Monarquía tradicional, católica y representativa… O lo que es igual: Don Juan quiere una Restauración y Franco una Instauración. Don Juan quiere una Monarquía como la que fue abolida el 14 de abril de 1931 y Franco una Monarquía «continuadora» del espíritu del 18 de julio y cuanto significó la Victoria del 1 de abril de 1939.

Pero, para la Historia una cosa está clara: La Monarquía que se aprueba en aquel histórico pleno de las Cortes -ante la presencia de Franco­ y respalda el Caudillo es la Monarquía «Continuadora» del 18 de julio.

 

Y ésa es la Monarquía que el designado «Sucesor» a título de Rey defiende y jura:

 

PRESIDENTE DE LAS CORTES: «En nombre de Dios y sobre los Santos Evangelios, ¿juráis lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado, fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino?»

PRÍNCIPE DON JUAN CARLOS: «Sí, juro lealtad a su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino.»

PRESIDENTE DE LAS CORTES: «Si así lo hiciereis, que Dios os lo premie, y si no, os lo demande.»

 

Y éste fue el discurso de aceptación:

 

«Mi General, señores Ministros, señores Procuradores: plenamente consciente de la responsabilidad que asumo, acabo de jurar, como sucesor a título de Rey, lealtad a su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del Reino.

 

»Quiero expresar, en primer lugar, que recibo de su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en las vísperas del 23-F en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase de nuevo su destino…

 

»La Monarquía puede y debe ser un instrumento eficaz como sistema político si se sabe mantener un justo y verdadero equilibrio de poderes y se arraiga en la vida auténtica del Pueblo Español.

 

»A las Cortes Españolas, representación de nuestro Pueblo y herederas del mejor espíritu de participación popular en el Gobierno, les expreso mi gratitud. El juramento solemne ante vosotros de cumplir fielmente con mis deberes constitucionales es cuanto puedo hacer en esta hora de la Historia de España.

 

»Mi General: Desde que comencé mi aprendizaje de servicio a la Patria me he comprometido a hacer del cumplimiento del deber una exigencia imperativa de conciencia. A pesar de los grandes sacrificios que esta tarea pueda proporcionarme, estoy seguro que «mi pulso no temblará» para hacer cuanto fuere preciso en defensa de los Principios y Leyes que acabo de jurar.

 

»En esta hora pido a Dios su ayuda y no dudo que Él nos la concederá si, como estoy seguro, con nuestra conducta y nuestro trabajo nos hacemos merecedores de ella.»

 

Con lo cual quedaba claro que el Príncipe Don Juan Carlos se inclinaba por la «única Monarquía posible»: la de Franco. (Hubo entonces monárquicos que, incluso, se movieron para que la sucesión no fuese «a título de Rey», sino «a título de Regente»… con una clara intención de hacer de la Regencia un período constituyente que diese paso a la «otra Monarquía». Pero eso no cuajó por lo mismo: porque Franco quería una Monarquía continuadora del 18 de julio y una persona que estuviese identificada con los Principios que inspiraron aquél, para que no hubiese dudas.)

Ahora, vayamos al siguiente paso.

 

Cuarto paso: La muerte de Franco y la jura del Rey don Juan Carlos I

 

¿Estaba todo atado y bien atado, como Franco había dicho en las Cortes el día de la designación del Príncipe como sucesor a título de Rey? ¿Qué quería decir Franco al afirmar que «todo estaba atado y bien atado»…? ¿Acaso que el Régimen surgido del 18 de julio de 1936 tenía asegurada la «supervivencia» cuando, por razón de la edad, le llegase la muerte…? ¿Acaso que con esa designación estaba asegurada la Monarquía tradicional, católica, social y representativa «continuadora» del espíritu del Movimiento Nacional? ¿O acaso que con la aceptación de los Principios Fundamentales por parte del «sucesor» a título de Rey se habían cerrado las puertas definitivamente a la «otra Monarquía»… es decir, a la que desde siempre aspiraba don Juan de Borbón y más radicalmente los «monárquicos» alejados del franquismo?

El hecho es que Franco creyó que la «continuidad» estaba asegurada… y que a su muerte no se producirían traumas insalvables. Y así lo remachó una y otra vez en sus discursos de fin de año y en el que pronunció con motivo de la inauguración de la X legislatura de las Cortes, el 11 de noviembre de 1971:

 

«Acto trascendental de dicha Legislatura (la anterior) fue la sesión plenaria y extraordinaria celebrada los días 22 y 23 de julio de 1969, donde tras la aprobación de la Ley presentada en razón del artículo 6.º de la Ley de Sucesión, fue proclamado sucesor a título de Rey en la Jefatura del Estado el Príncipe de España, don Juan Carlos de Borbón. Las Cortes, al sancionar la propuesta, consagraron el desarrollo normal de un proceso previsto en nuestras Leyes, que, robusteciendo el principio de unidad, asegura con la continuidad la firme estabilidad de nuestro sistema. De esta suerte, al cumplirse las previsiones sucesorias se instaurará en su día la Corona en la persona del Príncipe de España, entregado a nuestro Movimiento y que tantas pruebas de lealtad y servicio nos viene dando. Aquel hecho decisivo ha sido concretado por la Ley de la Jefatura del Estado de 15 de julio pasado, al determinar las funciones del Príncipe de España en los casos de ausencia o enfermedad del Jefe del Estado, que deja atado y bien atado el futuro de nuestra Patria, irreversiblemente orientado en el camino de la grandeza, de la justicia y de la libertad.»

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Esa creencia de Franco fue la que le movió a «rematar la obra» en 1973, al separar las funciones de Jefe del Estado y Presidente del Gobierno. Sobre todo, al nombrar primer Presidente del Gobierno al almirante Carrero Blanco, pues si había un hombre que encarnase la «continuidad» en las labores de Gobierno, ése era don Luis Carrero, como él mismo dijo ante las Cortes el 20 de julio de ese año:

 

«Soy un hombre totalmente identificado con la obra política del Caudillo, plasmada doctrinalmente en los Principios del Movimiento Nacional y en las Leyes Fundamentales del Reino, mi lealtad a su persona y a su obra es total, clara y limpia, sin sombra de ningún íntimo condicionamiento ni mácula de reserva mental mía con la obra política del Caudillo; declaro igualmente mi lealtad, con la misma claridad y la misma limpieza, al Príncipe de España, su sucesor, a título de Rey, en la Jefatura del Estado…»

 

Porque Franco sabía que Carrero estaba tan firmemente convencido como él de que la «nueva» Monarquía tenía que ser «fiel continuadora» del Movimiento Nacional… y no una Monarquía que abriese sus puertas al marxismo y a los «enemigos de siempre».

De ahí que cuando el 20 de diciembre el almirante Carrero fue volado en aquel brutal acto terrorista, Franco no pudo evitar incluso las lágrimas… Nunca lo dijo en público, pero a partir de ese momento -según los allegados- comenzó a dudar de si aquello del «atado y bien atado» era realmente cierto.

Naturalmente, aquel asesinato significó la muerte del Régimen de Franco… ya que sin la presencia del hombre que había sido «su mano izquierda y su mano derecha», durante 32 años y teniendo ya la edad que tenía Franco poco podía hacer por «reconducir» la nave. Lo que demuestra que quienes proyectasen aquel magnicidio no eran tontos y sabían muy bien lo que se hacían… ¿Por qué precisamente Carrero…? Sencillamente, porque Carrero era sin duda la «continuidad» del Régimen surgido de la victoria del 1 de abril de 1939. Porque, «otros intereses» no podían permitirse el lujo de mantener a un hombre de lealtades e ideas tan firmes en el puesto clave el día que fuese necesario hacer funcionar el «mecanismo sucesorio». Carrero tenía que desaparecer si se quería evitar la «continuidad» de la legalidad legítima emanada de la Victoria.

Y eso, desde una perspectiva histórica, no deja lugar a dudas. Aquél fue un asesinato político de hondo significado político. De ahí que más de uno pensó entonces, ante la misma tumba de don Luis Carrero, que «allí», al enterrar al almirante quedaba también enterrado el «todo está atado y bien atado» de Franco… y que en lo sucesivo (es decir, cuando llegase la hora de la muerte de Franco) no habría más remedio que comenzar de nuevo.

Lo que quiere decir que, tras aquel 20 de noviembre fatídico, volvían a estar sobre el tapete las dos Monarquías de 1947… como se vería después.

O sea, en 1975.

¡Ay, pero relatar todo lo que ocurrió ese año sería materia de un libro aparte!

Por eso, nos limitaremos a señalar los «momentos claves» y las últimas «jugadas» de esa gran partida de ajedrez que venían jugando las dos Monarquías desde la década de los años cuarenta. No sin matizar que la gran preocupación de ese año fue el «cómo» y el «cuándo» se iba a producir la transmisión de la Jefatura del Estado… pues, en torno a este tema, tan delicado, se concitaron los «comportamientos» de personas e Instituciones. Ya que las interrogantes surgían en cadena: ¿transmitiría Franco la Jefatura del Estado al Príncipe en vida?, ¿habría que esperar a una sucesión «mortis causa»…?, ¿abdicaría don Juan en su hijo y le traspasaría la legitimidad dinástica…?, ¿qué ocurriría si Franco cede la Jefatura del Estado y don Juan Carlos es designado Rey en contra de su padre…?, ¿podrá darse el caso de que los dos, padre e hijo, sean Reyes al mismo tiempo, uno por la legitimidad histórica y otro por la legitimidad de la legalidad vigente…?

Y otra preocupación a todos los niveles era la de la postura del Ejército: ¿cómo iba a comportarse el Ejército en el momento de la «sucesión»?

¿Y las Cortes?, ¿qué harían las Cortes franquistas? ¿Cuál sería su reacción si la transmisión se hacía muerto Franco? ¿Podrían desembocar en unas Cortes Constituyentes?

Naturalmente, uno de los más preocupados por todos estos temas era el propio Príncipe de España, el futuro «sucesor a título de Rey».

López Rodó dice a este respecto en La larga marcha hacia la Monarquía (pág. 629): «El 12 de mayo estuve con el Príncipe unos tres cuartos de hora. Aquel mismo día Franco le había dicho que habría que prorrogar tres meses la legislatura… «¿Y si entre tanto le ocurre algo a usted, mi General, y me encuentro con unas Cortes Constituyentes?», le dijo el Príncipe.»

En ese ambiente de preocupación general el 14 de junio don Juan pronunció un discurso, tras la comida que un grupo de españoles le habían ofrecido, en el que entre otras cosas dijo:

 

«Como depositario que soy del tesoro político secular que es la Monarquía española, no me he sometido a ese poder personal tan dilatada e inconmoviblemente ejercido por quien fue encumbrado por sus compañeros de armas para la realización de una misión mucho más concreta y circunstancial. Vosotros tampoco habéis aceptado tal sumisión. Creo que esa común actitud, salpicada por mi parte, a lo largo de los años, con intentos de diálogo que fracasaron, con requerimientos públicos y con patrióticas protestas, es la determinante de que estemos reunidos aquí esta noche.

»Soy consciente de que todo lo hecho por vosotros, por muchos otros españoles y por mí, pensando sólo en las conveniencias del país, ha resultado ineficaz hasta la fecha, pero convencido como estoy de lo acertado de nuestro diagnóstico, considero un deber inexcusable que perseveremos en nuestra actitud hasta que quienes realmente tienen poder para enderezar el rumbo del Estado se convenzan de que deben hacerlo para que el pueblo español, como es de justicia, tenga acceso, por fin, a la soberanía nacional. Para facilitar un cambio de esa naturaleza, no creo necesario repetir que puede contarse conmigo: la Institución que represento continúa, como siempre, a la disposición del pueblo español.

»Desde 1942 he exteriorizado en múltiples ocasiones mi pensamiento acerca de los servicios que ella puede y debería prestar al país. Creo firmemente que, dados los antecedentes de la actual situación y el conjunto de circunstancias que condicionan nuestro presente, la Monarquía histórica es el supremo instrumento de que podéis disponer todos los españoles para superar la guerra civil. Es también el sólido pivote en torno al cual las viejas y nuevas generaciones podríais participar sin traumas en esa soberanía que hoy radica por ley en una sola persona. La Monarquía, en fin, debería ser la encarnación natural de ese poder arbitral, objetivo y desinteresado, necesario para el buen funcionamiento de las democracias.

»El 19 de julio de 1969, ante el doloroso anuncio que la Ley de Sucesión a la que yo me había opuesto en 1947 iba a ser aplicada, hice pública una nota de la que considero conveniente recordar las siguientes frases:

»»Para llevar a cabo esta operación no se ha contado conmigo, ni con la voluntad libremente expresada del pueblo español. Soy, pues, un espectador de las decisiones que hayan de tomar en la materia y ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración.»

»Lo que dije entonces lo repito ahora. Mi juicio acerca del valor de lo que en esa ocasión se hizo no ha cambiado ni puede cambiar.

»Por razones personales, humanas al fin y al cabo, no considero preciso ser más explícito. Confío en que respetaréis mi actitud. Creo que si reflexionáis acerca del sentido de mi vida pública, no dudaréis de que la trayectoria de mi andadura, cuyo final sólo Dios conoce, está claramente trazada. No soy el jefe de ninguna conspiración. No soy el competidor de nadie. No deseo que mi persona sea motivo de discordia entre españoles. No pretendo nada. Pero la realidad es que, desde que acepté la sucesión de mi padre y la irrenunciable Jefatura de la Dinastía, soy el titular de deberes y derechos imprescriptibles que, como ya dije en otras ocasiones, no puedo en conciencia abandonar porque nacen de muchos siglos de historia y están directamente ligados a cuanto demanda el presente y el porvenir de España. Porque eso es así, siempre he procurado encarnar la Institución con dignidad para que, llegado el día, ella pueda ser útil al interés general de la Nación y al especial de los diversos pueblos que gloriosamente la forjaron.

»Concibo a la Monarquía como salvaguarda de los derechos humanos y de las libertades políticas y sociales fundamentales; como instrumento de concordia entre todos los españoles y como vehículo para nuestra plena integración en la Comunidad Europea. Pero creo que no me corresponde la iniciativa en favor de su restauración. Conocidos los deberes y derechos de que me siento investido, así como mi pensamiento y actitud, considero que es a vosotros, los españoles: a las Instituciones permanentes de la Nación o al pueblo en su conjunto, cuando pueda hacerlo, a quienes corresponde tal iniciativa. Estad seguros de que si se produce no vacilaré un momento en ponerme al servicio de nuestra Patria.»

 

A lo que el «Régimen» (todavía de Franco) contestó de manera fulminante, ya que el día 19 de ese mismo mes se prohíbe «oficialmente» al Conde de Barcelona entrar en España («prohibido el acceso a cualquier puerto, aeropuerto o puesto fronterizo situados en tierra española»).

 

«¡Qué confuso está el mundo! -diría por aquellos días la Princesa doña Sofía-. Los reyes de Dinamarca no quieren saber nada de nosotros porque dicen que somos una dictadura y en cambio van a Rusia en viaje oficial. De otra parte, nos han recibido muy bien en un país socialista como es Finlandia.»

 

Así llega el mes de octubre y los primeros rumores de la enfermedad de Franco… es decir, comienza el último acto del drama (¿drama o tragedia?). El día 21 se reconoce oficialmente la existencia de una insuficiencia coronaria. El día 19 por la mañana el marqués de Villaverde dice al Presidente Arias Navarro que había que pedir la transmisión de poderes. El día 22 el Príncipe le dice a Vicente Mortes -según López Rodó- que él nunca ha sido ambicioso, pero que cree que ha llegado el momento de asumir definitivamente los poderes en bien del país; incluso piensa que si las cosas siguen como van, en quince o veinte días podría hacerse imposible la solución que él personifica… (o sea, la Monarquía «instaurada» y «continuadora» del Movimiento Nacional). Mortes, por su parte -sigue L. Rodó- le dice al Príncipe que en su opinión la condición que debe cumplir el primer Gobierno de la Corona se resume en dos palabras: lealtad y confianza. Lealtad al Rey y al sistema político, y que inspire confianza al país… y que sea plenamente aceptado por el Ejército… ya que «Al Ejército parecen no gustarle las personas a quienes considera tránsfugas, por haber estado en Gobiernos del Régimen y después haberse cambiado la chaqueta».

El día 23 de octubre es el propio López Rodó quien le dice al Príncipe en una larga conversación:

 

«No comparto, por consiguiente -añadí-, la opinión de quienes pretenden que Vuestra Alteza presente a Franco una suerte de ultimátum diciéndole que si dentro de un plazo determinado no le proclama Rey, Vuestra Alteza renuncia a sucederle y se marcha de España. Ya sé que algunos aducen ciertos argumentos tales como el notorio cambio de las circunstancias desde julio de 1969 hasta hoy: entonces Franco gozaba de buena salud y podía seguir desempeñando las funciones de Jefe del Estado, cosa que ahora no ocurre; y, además, la situación de la política interna exterior es muy mala y no admite un vacío de poder. Pero yo no aconsejo a Vuestra Alteza llevar las cosas hasta este extremo. Que sean los médicos, de una parte, y las Instituciones, de otra, quienes actúen. En todo caso, habrá que ver cómo evoluciona la enfermedad, pues si se agrava y da lugar al fallecimiento, desaparece toda posibilidad de sucesión en vida y no habrá otra sucesión que la mortis causa

 

El día 30 el Príncipe, dado que Franco empeora, asume otra vez interinamente las funciones de la Jefatura del Estado (la primera vez había sido en el verano del 74). El día 2 de noviembre intervienen quirúrgicamente a Franco por primera vez y se inicia el «principio del fin» del Caudillo. Durante dieciocho días España vivirá pendiente de unos «partes médicos» que no son sino la «cuenta atrás» de la vida del general que ganó la guerra y trajo el bienestar y la paz.

El día 18 de noviembre, cuando ya las constantes vitales del enfermo están fuera de control, el Príncipe don Juan Carlos «se muestra muy preocupado -según L. Rodó- por la actitud de su padre» ya que, al parecer, tiene noticias de una «declaración» que don Juan tenía preparada para cuando muriese Franco. La declaración, efectivamente, se publica en París el 21 de noviembre, cuando Franco está ya de cuerpo presente.

Pero, llegados a este punto, vamos a reproducir íntegras las páginas que a este tema dedica López Rodó en su ya tantas veces citado libro La larga marcha hacia la Monarquía.

 

«El texto de la declaración dice textualmente:

»»Ante las reiteradas instancias de relevantes sectores de la vida pública nacional para que el Jefe de la Casa Real española haga una declaración sobre los trascendentales acontecimientos ocurridos en nuestro país durante los últimos días, el Gabinete de Información de S. A. R. el Conde de Barcelona informa que don Juan de Borbón pide a Dios, con espíritu cristiano, por el eterno descanso del alma del Generalísimo Franco, quien durante casi cuarenta años gobernó a nuestro país con un poder personal absoluto. Al mismo tiempo que rinde honor a la Nación, el Conde de Barcelona mantiene su bien conocida y permanente postura política, como hijo y heredero de Alfonso XIII y depositario de un tesoro secular cuyos deberes considera irrenunciables.

»»El Rey don Alfonso XIII se ausentó de España, acatando la voluntad popular, para evitar una trágica guerra entre hermanos que más tarde los sectarismos terminaron por desencadenar. El Jefe de la Casa Real española no olvida ahora que el general Franco, que destacó como gran soldado en tiempos de su augusto padre, culminó con éxito la empresa militar que le confiaron sus compañeros de armas. Al recordar ahora los anhelos patrióticos de todos ellos, así como los de cuantos combatieron heroicamente a sus órdenes, don Juan de Borbón evoca también con respeto a quienes en el otro ejército lucharon por lo que estimaban ser lo mejor para su Patria.

»»Desde que en 1941 aceptó la sucesión de Alfonso XIII, el Conde de Barcelona se ha esforzado en ofrecer a todos los españoles la Institución monárquica como instrumento de reconciliación nacional y vehículo para el pacífico acceso del pueblo español a la soberanía a través de la voluntad general libremente expresada.

»»No es propósito del Jefe de la Casa Real española constituirse ahora en juez de la obra del Generalísimo Franco como hombre de Estado. A lo largo de los últimos treinta y cuatro años, cuantas veces lo consideró necesario para el bien de España hizo pública su opinión, aunque en ocasiones sus palabras llegaran mutiladas al pueblo español o fueran silenciadas. En sus últimos discursos y declaraciones, el Conde de Barcelona resumió y se ratificó en la línea política que ha presidido toda su vida.

»»El Jefe de la Casa Real española considera que la Monarquía, para ser útil a España, debe ser un poder arbitral independiente que facilite la superación de la guerra civil, el establecimiento de una profunda justicia social que elimine la corrupción, la consolidación de una verdadera democracia pluralista, nuestra plena integración en la Comunidad Europea y el pacífico acceso del pueblo español a la soberanía nacional para que tengan auténtica representatividad las instituciones políticas hasta hoy emanadas de la voluntad del general Franco. Objetivos todos ellos que deben ser primordiales para su hijo y heredero, don Juan Carlos.

»»S. A. R. el Conde de Barcelona, que ha decidido guardar ahora silencio en espera de que sea oportuna una declaración más extensa, continúa como siempre a la disposición y al servicio de los pueblos que gloriosamente forjaron la Nación española, y proclama, una vez más, el derecho de todos los españoles a acceder a la soberanía nacional.»

 

»El comentario que me hizo don Juan Carlos es que la declaración estaba concebida en términos duros para el Régimen y que, muerto Franco, el ataque iba dirigido al futuro Rey:

 

»-Es un reto, un desafío; si llega a publicarse comprometería a la Institución. Algunos antiguos miembros del Consejo Privado tratan de que mi padre no haga declaración alguna.

 

»Lo que más afectó al Príncipe fue la afirmación según la cual «el Conde de Barcelona mantiene su bien conocida y permanente postura política, como hijo y heredero de Alfonso XIII y depositario de un tesoro secular cuyos deberes considera irrenunciables».

»Quedaba claro que don Juan no reconocía a su hijo como Rey, seguía llamándole su heredero y consideraba irrenunciable su condición de heredero de Alfonso XIII y depositario de un tesoro secular. Aparte de estas afirmaciones, anunciaba una futura «declaración más extensa», y dictaba a don Juan Carlos la política a seguir.

»Me dio la impresión de que su padre trataba de imponerle como condición para reconocerle como Rey el desmantelamiento total del Régimen y el nombramiento de personas de su entorno como miembros del Gobierno de la Monarquía. Al Príncipe le preocupaba el que su padre siguiera manteniendo su postura de Pretendiente al Trono, y podía entonces sentirse inclinado a hacer algunas concesiones para conseguir la cesión de los derechos dinásticos del Conde de Barcelona.

 

»2. La cesión de los derechos dinásticos de don Juan de Borbón en favor de su hijo no se produjo hasta el 14 de mayo de 1977, es decir, año y medio después de subir éste al trono y cuando ya había tenido lugar el desmantelamiento del régimen de Franco.

 

»También advierto en el Príncipe un claro afán de conseguir apoyos, y respaldos del interior y del exterior. El deseo es legítimo y hasta político. Pero si no actúa con tacto, corre el riesgo de dar muestras de poca seguridad en sus propios títulos para ser Rey; de hipotecarse demasiado con unos y con otros y de enajenarse la confianza de la gran masa del país que ha sustentado al Régimen y que ha aceptado la Monarquía «porque la traía Franco«. Si éstos ven que va a dar la vuelta a la situación, se pondrán de uñas, apelarán al contrafuero y hasta hablarán de perjurio. Así se lo dije al Príncipe: «Bien está ampliar la base de sustentación, pero sin perder los apoyos con que actualmente cuenta, no vaya a quedarse en el aire.»»

 

Hasta aquí las palabras de Laureano López Rodó (los subrayados son nuestros).

 

Mientras tanto, el día 20 de noviembre de 1975, se produce la muerte de Franco y la lectura de su testamento, que hace el Presidente del Gobierno, don Carlos Arias. Aquella jornada España era un llanto… casi general. Y decimos «casi» porque, indudablemente, para los partidarios de la «otra Monarquía» había llegado su momento, según ellos. Durante cuarenta y ocho horas el pueblo español, no obstante, reza y llora la muerte de Franco, el Caudillo de España.

Sobre todo cuando los españoles leen el texto del testamento (ver Anexo) y meditan cada una de las palabras del recién fallecido. Dos párrafos en concreto son examinados con lupa; aquellos que hacen referencia al Rey («Por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad y en la paz, y que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis en todo momento el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido») y a los «enemigos de España» («No olvidéis que los enemigos de España y de la Civilización Cristiana están alerta. Velad también vosotros y deponed, frente a los supremos intereses de la Patria y del pueblo español, toda mira personal»)… ya que lo primero era el espaldarazo definitivo de Franco a la Monarquía tradicional, católica, social y representativa… e «instaurada» (mucho más cuando se supo que el nombre de don Juan Carlos fue añadido por el propio Franco al releer el primer texto que escribió). O sea, a la Monarquía «continuadora» de la legalidad vigente, la emanada del 18 de julio, y a la persona real que en 1969 se había «identificado» con ella en aquel histórico y decisivo acto del 22 de julio. ‘

Y lo segundo era ciertamente una llamada de «alerta» para evitar que el «atado y bien atado» quedase en meras palabras.

De momento, pues, la Monarquía «instaurada» por Franco en la persona de don Juan Carlos I ganaba la partida a la «otra Monarquía». Aunque, aún, le faltara la «legitimidad dinástica»… pues, don Juan de Borbón seguía considerando «irrenunciables» sus derechos hereditarios.

Don Juan Carlos es coronado el día 22 de noviembre de 1975 en un acto lleno de emoción para todos, y tras jurar ante el Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino con la mano puesta en los Evangelios («Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional»), con aquellas también históricas palabras de Alejandro Rodríguez Valcárcel: «En nombre de las Cortes Españolas y del Consejo del Reino, manifestamos a la Nación Española que queda proclamado Rey de España don Juan Carlos de Borbón y Borbón, que reinará con el nombre de Juan Carlos I… Señores procuradores, señores consejeros: Desde la emoción en el recuerdo a Franco, ¡Viva el Rey!, ¡Viva España!»

A continuación, en ese mismo acto, don Juan Carlos I pronuncia su primer «Mensaje de la Corona» (ver Anexo). Mensaje que naturalmente complace a todos los españoles y no satisface del todo a ninguno de las dos Españas, que en ese momento permanecen todavía en guardia y a la expectativa. La España del Régimen porque piensa que se están haciendo «demasiadas concesiones»; la España anti-Régimen porque hubiera deseado un «cambio» total…

¿Qué porvenir esperaba a esta Monarquía «instaurada» en base a los Principios que conformaban el Movimiento Nacional?

¿Cómo podrían sortearse los escollos pendientes?

¿Qué iba a ser eso de una Monarquía instaurada y continuadora de los Principios que informaban el Movimiento Nacional?

¿Podría navegar esta Monarquía «salida» de la Ley de Sucesión de Franco… sin el respaldo de la legitimidad dinástica?

¿Sería aceptada esta Monarquía «a hechura de Franco» por la izquierda marxista y por la oposición antifranquista…? (sobre todo teniendo en cuenta la repulsa expresa del Partido Comunista tantas veces manifestada por su secretario general, don Santiago Carrillo).

Realmente ¿cómo iba a comportarse el Ejército a la hora de la «democratización» del Sistema, con la entrada de la «España vencida» en 1939?

¿Podría mantener esta Monarquía (como había dicho el Rey en su primer discurso) la herencia de la paz, el trabajo y la prosperidad?

¿Cómo se iba a «integrar» a todos los españoles en un consenso de concordia nacional?

En resumen: ¿qué iba a pasar en esa «nueva etapa de historia de España» anunciada por su Majestad el Rey…? ¿Estaba todo «atado y bien atado»… o se iba a echar de menos al asesinado almirante Carrero Blanco?

En cualquier caso, el general Franco, Caudillo y Jefe del Estado durante casi cuarenta años había cumplido su palabra de 1947 y a su muerte dejaba instalada la Monarquía. Con lo que la Historia podrá censurarle otros actos y otras disposiciones, pero nunca el hecho de haber cumplido su promesa de hacer a España, otra vez, un REINO. La Monarquía, «instaurada» o «restaurada», volvía a ser la «legalidad vigente». ¿Sabrían los demás cumplir su palabra como supo y pudo cumplirla Franco? Ese era el quid a raíz de aquel 20 de noviembre de 1975. ¿Habría que desmantelar el franquismo para poder hacer de aquellas dos Monarquías de 1947 una sola…? Y si se desmantelaba el franquismo ¿qué actitud adoptaría el Ejército, «todavía» de Franco y de la España de la Victoria? ¿Aceptarían el desmantelamiento los generales de Franco?

Indudablemente, pasar de la «legalidad franquista» a la «legalidad democrática» no iba a ser tarea fácil. Pero, ésta es ya otra cuestión.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.