24/11/2024 21:09
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Yo, el abajo firmante, cuando era pequeño vivía en un pueblecito de Badajoz de escasamente 1.000 habitantes, pertenecí a la generación de «la leche en polvo americana», la siguiente a los años del hambre, la generación que aprendió a decir «buenos días», «gracias», «por favor»… y sufrí los últimos coletazos de austeridad, escasez, estrecheces, y etc. de los años del hambre, de la postguerra incivil. 

Recuerdo que por entonces se aplicaba al pie de la letra aquello de «para educar a un niño hace falta toda una tribu», existía un general consenso en cosas tales como que si un profesor reprendía a un niño, o lo castigaba, era porque el menor había hecho algo incorrecto… Lo mismo se consideraba si un adulto de la vecindad corregía «razonablemente» a un niño que no fuera su hijo, y nadie (salvo excepciones) lo consideraba una intromisión, o cosa parecida… 

Y por supuesto, ningún menor iba a casa a quejarse de que el profesor, o el vecino, le hubiera reprendido, salvo casos de crueldad extrema. En aquellos tiempos (que las películas y literatura diversa han denostado y ridiculizado hasta la exageración) la gente tenía muy claro, adultos y menores, cuáles eran sus estatus y cuáles los modelos de conducta a seguir, y nadie dudaba de que, la mejor manera de educar e instruir era empezar por transmitir la tradición… 

Solía haber una «natural» armonía, sintonía, entre los valores éticos que se inculcaban en casa, en la familia, y lo que se inculcaba/reforzaba en la escuela. 

Frente a todo aquello, si actualmente hay algo especialmente devaluado en la Sociedad que nos ha tocado vivir, eso es la AUTORIDAD; no está de moda, y la gente (padres, profesores y educadores) teme ser tildada de «autoritaria» si insinúa que habría que utilizarla con los niños y adolescentes… Lo mismo ha acabado ocurriendo con todo aquello que suene a DISCIPLINA, BÚSQUEDA DE LA EXCELENCIA, DEL MÉRITO, DE LA CAPACIDAD, DEL ESFUERZO… 

Se ha pasado de un modelo de sociedad en el que los adultos tenían la vara de mando -y las madres recurrían al zapatillazo-, a los que había que obedecer sin discusión, al actual momento en el que, por lo general, son (o casi) los menores los que mandan sobre sus padres, profesores, etc. 

Parece ser que los niños –y niñas- poseen todos los derechos y los mayores debemos ser sus servidores/conseguidores; sin que los niños y adolescentes deban asumir responsabilidad de clase alguna, e ir madurando como personas, encaminándose hacia la adultez. Es realmente increíble que haya que recordar, a estas alturas, que los jóvenes y menos jóvenes han de ir asumiendo responsabilidades acordes con su edad, y que éste es el único camino para que cuando sean mayores logren ser personas autónomas, responsables de sus actos… 

Desgraciadamente, son muchos los que han olvidado que, educar es, también, poner límites: Es imprescindible para que un niño crezca de manera «constructiva» que sepa gestionar las frustraciones, es importantísimo que, los adultos que para él son importantes, se atrevan a decirle ¡NO! 

Poner límites a un hijo (o a un alumno) es proporcionarle un entorno de seguridad, es protegerlo de peligros, hasta que el menor sea capaz de ser consciente de ellos. Ponerle límites es enseñarle a vivir relaciones de calidad, relaciones de respeto a los demás, a respetar su territorio de responsabilidad y el de los otros. 

Poner límites a los hijos es enseñarles que las normas no son algo caprichoso, sino que –como mínimo- nos las damos para evitar que, nos molestemos lo menos posible los unos a los otros… 

Ponerle límites a los menores es enseñarles que la vida «también es frustración», situaciones no gratas, sentirse contradicho, y que todo ello es inevitable y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos. 

Decirle NO a un hijo es enseñarle a que él también sepa decir NO a determinadas cosas que no le convienen, y lo que es más importante: que los menores aprendan que «decir no» no significa romper las relaciones con las demás personas. 

No es fácil decir NO, pues suele generar frustraciones, sentimientos negativos, conflictos no sólo con el hijo, sino con el otro progenitor; no es tarea fácil ponerse de acuerdo entre los papás a la hora de decidir sobre el grado de exigencia, o lo que se ha de permitir, o no, a los menores… 

Otro obstáculo importante son los recuerdos que uno tenga sobre el ejercicio de la autoridad de nuestros padres y educadores, generalmente solemos guardar memoria de tal asunto como algo represivo, e incluso vejatorio; lo cual suele conducirnos a no asumir nuestra obligación de ejercer la autoridad como padres de nuestros hijos… 

Tampoco hay que olvidar la frecuencia con que, algunos padres y madres hacen dejación de su responsabilidad, por temor a ser rechazados, o ser poco valorados, sentirse poco queridos por sus hijos… No se olvide que la ideología educativa de moda es «yo soy el mejor amigo de mi hijo». 

También hay padres y madres reacios a ejercer la autoridad por miedo a hacer sufrir a sus hijos, a hacerles daño; decepcionarlos, pero sobre todo lo que más abunda es el temor a entrar en conflicto con los hijos… 

Por supuesto, ejercer la autoridad parental implica la necesidad –en muchas ocasiones- de tener que «explicarse» ante los hijos; lo cual no es equivalente a disculparse o pedir perdón por tal cosa. Para estar acertado en el ejercicio de la patria potestad (como lo llama el Código Civil Español) hay que estar alerta para no caer en actitudes autoritarias, lo cual implica estar atentos a las necesidades de nuestros hijos (nada hay más insensato que intentar educar a todos nuestros hijos por igual, pues cada cual es diferente, y por supuesto cada uno tiene diferentes necesidades) y tener la humildad necesaria para revisar normas (otra cosa que tampoco está de moda), cuando sea preciso, y así evitar ser demasiado severos, rígidos, etc. 

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El ejercicio de la autoridad con nuestros hijos (o alumnos) también requiere tener con ellos una relación cálida, con ingredientes como el afecto, la confianza, una relación de calidad en la que ellos se sientan amados, reconocidos, apoyados, en un entorno de seguridad material y afectiva, acompañados en su caminar hacia la adultez. 

El ejercicio de la autoridad tiene que estar hecho de firmeza, pero también de flexibilidad. Una actitud de demasiada rigidez conduce a que los niños no tengan confianza en sí mismos, en sus posibilidades, y acaba traduciéndose en agresividad, crispación,… Por el contrario, la ausencia de firmeza produce en los menores inseguridad, e incluso cabe que sea interpretada como que el hijo no les importa a sus padres, como indiferencia, desamor. 

Pero, lo más importante sin duda es la coherencia: de poco vale todo lo que hagamos o proclamemos, si no somos lo suficientemente disciplinados y exigentes con nosotros mismos en nuestra vida cotidiana; si no somos coherentes muy poca «autoridad moral» podemos tener para ser exigentes con nuestros hijos… Por desgracia, abunda demasiado aquello de «consejos vendo que, para mí no tengo». 

Pues bien, a pesar de que todo lo anterior es absolutamente elemental, casi de Pero Grullo, sin embargo el que no se tenga en cuenta nada de ello, de forma sistemática, nos ha conducido a una sociedad psicopática y sociópata, una sociedad sin conciencia, en la que la característica definitoria es la ANOMÍA. 

Estamos convirtiendo a los individuos en psico-sociópatas, no hablo de gente «loca» que sufre delirios, alucinaciones, ni neurosis de alguna clase, o angustia, o ansiedad… hablo de gente (cada vez un mayor número), que padece una especie de «autismo social», gente con un egoísmo profundamente irracional, que carece del más mínimo escrúpulo, o cargo de conciencia a la hora de elegir los medios para conseguir su provecho personal… el sociópata, el psicópata, no entienden de respeto a las normas, a las leyes; y tampoco poseen sentimiento de culpa. En este tipo de individuo, en sus actos, está presente una especie de «lógica perversa», si se me permite la expresión (pues nada más lejos de la lógica que la perversidad) 

Vivimos en una sociedad que favorece el «narcisismo», en la que las principales instituciones «educadoras y socializadoras», la familia y la escuela, han acabado siendo altamente tóxicas, ya que no promueven –ni ayudan a- que los individuos interioricen normas éticas o morales. Tal es así que incluso ha acabado produciéndose una especie de «amnesia» en las personas de bien, en algunos españoles hasta hace poco «personas decentes», que las conduce a una situación de anomía y desapego afectivo. 

Vivimos en una sociedad en la que todo vale, en la que se promueven «valores» como el engaño, la manipulación, la frivolidad, la superficialidad, la trivialidad, valores profundamente psicopáticos. Por supuesto, todo ello supone una ruptura radical con los códigos morales considerados como tradicionales… frente a los cuales se impone una cultura festiva, caprichosa y hedonista (todo lo que es deseable es sinónimo de derecho) 

Si la sociedad genera personas psicópatas es debido al dogma educativo de «tolerancia máxima» (prohibido prohibir). Una psicopedagogía sin restricciones, por miedo a castrar, a traumatizar, que genera incapacidad para inhibir ciertas conductas; es el mejor camino para fabricar personas caprichosas y tiranas. Hemos llegado a tal situación que son muchos los que consideran que «modernidad» es sinónimo de «transgresión», pues la transgresión es divertida y festiva… 

He aquí las características fundamentales definidoras de una personalidad psicopática: 

Disfunción afectiva en la esfera interpersonal. 

Insensibilidad. 

Incapacidad de ponerse en el lugar del otro. 

Falta de remordimiento. 

Egocentrismo. 

Tendencia patológica al engaño y a la mentira. 

Tendencia a la manipulación. 

Violaciones persistentes de las normas sociales, 

Explotación y abuso de los demás sin sentimientos de pesar ni de culpa. 

Los psicópatas consideran que las reglas y expectativas de la sociedad son sólo inconvenientes, impedimentos poco razonables a la plena expresión de sus inclinaciones y deseos. Ellos ponen sus propias reglas, tanto de niños como de adultos. Los niños impulsivos y mentirosos a los que les falta empatía y que ven el mundo como su campo de batalla particular seguirán siendo así una vez adultos. 

 «CONTROL INTERNO»: LA PIEZA QUE FALTA 

La sociedad posee reglas, algunas formalizadas en leyes y otras consistentes en creencias ampliamente aceptadas acerca de lo que está bien y lo que está mal. 

Cada una de ellas nos protege y fortalece el entramado social. 

Ciertamente, el miedo al castigo nos ayuda a mantenernos a raya, pero hay otras razones por las que seguir esas normas: una valoración racional de las probabilidades de que nos pillen, una idea filosófica y teológica del bien y del mal, una apreciación de la necesidad de cooperación y armonía social, una capacidad de pensar en (y de que nos importen) los sentimientos, los derechos, y el bienestar de los que nos rodean… 

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Aprender a comportarse de acuerdo a las reglas y regulaciones de la sociedad, lo que se llama socialización, es un proceso complejo. 

El proceso llamado socialización -a través de los padres, la escuela, las experiencias sociales, la formación religiosa y demás- nos ayuda a crear un sistema/esquema de creencias, actitudes y criterios personales que determinan cómo debemos interactuar con las personas del entorno del que formamos parte. La socialización también contribuye a la formación de lo que la mayoría de la gente llama «conciencia», esa voz interior que nos ayuda a resistir la tentación y a sentirnos culpables cuando no lo conseguimos. 

Juntas, la voz interior, las normas interiorizadas y las reglas de la sociedad actúan como la «policía interior» que regula nuestra conducta incluso en ausencia de muchos controles externos, como las leyes, la percepción de lo que los otros esperan de nosotros y los agentes de policía reales. 

Sin embargo, los psicópatas no poseen una voz interior que les guíe; conocen las reglas, pero siguen sólo aquellas que ellas mismos escogen, sin importarles las repercusiones que tienen en los demás. 

Los psicópatas y sociópatas poseen muy escasa capacidad de resistencia a la tentación, y sus transgresiones no les provocan remordimientos, mala conciencia, o sentimientos de culpa. 

Sin las ataduras de la fastidiosa conciencia, se sienten con libertad para satisfacer sus necesidades y hacer aquello que les dé la real gana. 

Los psicópatas tienen pocas aptitudes para experimentar respuestas emocionales -como el miedo y la ansiedad-, que son las principales fuentes de la conciencia: en la mayor parte de la gente, los castigos de la primera infancia producen un vínculo entre los tabúes sociales y las sensaciones de ansiedad, un vínculo que durará toda la vida. La ansiedad asociada al castigo potencial por la realización de algo prohibido ayuda a suprimir el acto. De hecho, la ansiedad puede ayudar a suprimir incluso la idea del acto: «Pensé en robar el dinero, pero rápidamente retiré la idea de mi mente». 

Pero en los psicópatas y sociópatas el vínculo entre actos prohibidos y ansiedad es débil y la amenaza de castigo fracasa a la hora de detenerlos. 

El «lenguaje interior» de los psicópatas carece del componente emocional: la conciencia depende no sólo de la habilidad para imaginar consecuencias, sino también de la capacidad mental de «hablar con uno mismo». 

Los psicópatas tienen muy poca capacidad para imaginarse mentalmente las consecuencias de su conducta: sí que confrontan las recompensas concretas e inmediatas con las consecuencias futuras de sus acciones, pero optan invariablemente por las recompensas. 

La imagen mental de las consecuencias que causarán sus acciones en sus víctimas es especialmente borrosa. 

Sencillamente, eligen y toman. 

Por supuesto, los psicópatas no son completamente ajenos al conjunto de reglas y tabúes que mantienen en pie a las sociedades. Después de todo, no son autómatas que responden sólo a las necesidades, urgencias y oportunidades momentáneas, muy al contrario, son generalmente personas con un alto cociente de inteligencia. El hecho es que son más libres que el resto de nosotros para elegir y quedarse con las normas y restricciones que les parece. Para la mayoría de nosotros, incluso la idea de que nos critiquen —sólo imaginarlo— ya tiene el efecto de controlar nuestra conducta. Estamos, hasta cierto punto, perseguidos por cuestiones como nuestra valía personal. Como consecuencia de ello, intentamos continuamente demostrarnos a nosotros mismos que somos personas decentes, competen­tes y de fiar. 

En contraste, el psicópata lleva a cabo su evaluación de la situación, el provecho que sacará de sus acciones y a qué coste. Sin la típica ansiedad, dudas y temor a ser humillados, a que nos hagan daño, a que nos saboteen planes futuros, en resumen, a aquellas infinitas posibilidades que consideran las personas normales, decentes, cuando deciden emprender o no una acción. 

Para quienes hemos sido correctamente socializados, imaginar el mundo como lo hace el psicópata es casi imposible. Piénsese en el conductor de un automóvil y un psicópata al volante como extremos opuestos del mismo continuo de la conciencia, de la restricción personal: 

El primero, en un extremo, sigue las normas a rajatabla y el segundo, en el otro extremo, sencillamente las ignora. 

Uno pasivamente acepta la autoridad suprema de la voz interior que dice no, y el otro le dice a su voz interior: «piérdete». 

Nuestra voz interior nos da dolores de cabeza si pretendemos saltarnos las normas sociales. 

Los psicópatas y sociópatas aplican la consigna de la Revolución de Mayo del 68: «Hay un policía en cada uno de nosotros y debemos matarlo». 

Autor

Carlos Aurelio Caldito