23/11/2024 02:46
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Por su interés, voy a reproducir algunas páginas estos días de su obra «Horas del Madrid rojo» (aunque yo en lugar de horas les llamaría «Escenas»), en las que cuenta lo que vivió en los 3 meses que vivió en el Madrid rojo, entre el 18 de julio y el mes de octubre cuando pudo salvar su vida y huir al exilio

Son escenas de película (y algunas de sus obras también han sido llevadas al cine), son relatos apasionantes y tétricos, trágicos, en los que como periodista va recreando lo que fue y vivió aquel Madrid rojo, republicano, constitucional y legitimo (cuando un Gobierno LEGÍTIMO permitió que grupos desorganizados, descontrolados, y vengativos sembraran la muerte y el terror en Madrid)

Les aseguro que estos relatos del «Caballero Audaz» debían ser divulgados por un Gobierno que dice ser constitucionalista y legítimo como aquel.

 Pasen y lean. Son escenas muy cortas pero muy expresivas y eminentemente gráficas:

Biografía

José María Carretero Novillo (Montilla, 1887-Madrid, 1951) fue un escritor y periodista español más conocido por el seudónimo de «El Caballero Audaz» .

Estudió en el instituto de Cabra (Córdoba) y se trasladó a Madrid. Muy joven empezó a trabajar en el Heraldo de Madrid y en Nuevo Mundo del que pasados los años llegó a ser director. También colaboró, entre otras publicaciones, como redactor en Mundo Gráfico, pero donde más éxitos tuvo, alcanzando gran fama, fue en la revista La Esfera en la que popularizó el seudónimo de «El caballero audaz».

Gran corpachón, metro noventa de estatura y espadachín conocido por sus varios duelos. De vida azarosa, arrogante y beligerante fue maestro de la entrevista y del género interviú, defensor de que, además de las declaraciones del entrevistado interesa el perfil del propio personaje. Escritor de novelas folletinescas de fondo erótico, alcanzó en vida tiradas millonarias.

Ardiente propagandista de la facción nacional en la Guerra Civil, como periodista nos legó una serie de reportajes históricos de personajes y de sucesos de la Guerra Civil española de 1936, de la que fue protagonista en Madrid. Camuflado con barba y unas lentes ahumadas de los milicianos que le buscaban, organizó, en diciembre de 1936 y junto a otros amigos, un sistema que les permitió crear y difundir bulos y extender por Madrid el fantasma del derrotismo. Su campo de acción fue la calle de Alcalá, donde se estableció una especie de rastro apócrifo donde se vendía de todo, especialmente libros que lo mismo servían para ser leídos como para ser utilizados como materia combustible con la que poder cocinar.

Fue completamente olvidado tras su muerte, incluso en los ambientes profesionales y académicos. Al decir de Torrente Ballester en el prólogo a un libro de entrevistas, «su recuerdo nos hace volver la cara». (en la foto con Benito Pérez Galdós)

 

Escena 31 LA DEL BULO 

 

Antes de salir para su oficina, Angelita, mecanógrafa en la Telefónica, se cercioró de que dejaba encendidas todas las luces de su pisito. El contador, bien aislado por el «puente», no marcaba. Abrió los grifos del baño y el de la cocina para que estuvieran manando toda la mañana. Precisamente aquella noche última la «radio» había dado una orden del Gobierno rojo declarando faccioso al que derrochara agua o gastara con exceso fluido eléctrico. 

Angelita vivía sola en un coquetón pisito interior, hogar de un hermano evacuado forzosamente a Valencia como empleado oficial. 

Salió a la calle la muchacha. Hacía una mañana fría y nublada, de riguroso invierno. En la esquina de las calles de Ayala y Torrijos se encontró a Encarnación, mujer de un tipógrafo, una de las pocas vecinas con quien se trataba. 

Encarnación tenía en el rostro, aterido, un gesto de concentrado malhumor. Venía de la «cola» de la lechería. 

-He tomado la vez -dijo- y vengo a dar una vuelta a los chicos. No sé si hoy nos dejarán también sin leche, como llevan ya dos días. Ahora que, como sea así, ¡se va a armar una!… Todas las mujeres de la «cola» estamos dispuestas a ir en manifestación a Puericultura para protestar. 

Angelita entonces, con voz rápida, cautelosa, murmuró: 

-Tengan ustedes cuidado… No vaya a ocurrir aquí lo que pasó en Valencia anteayer. ¿No lo sabe usted?… 

-No. No sé nada. ¿Qué pasó?… 

-Pues que, como llevaban cuatro días sin pan, las mujeres se alborotaron y quisieron ir en manifestación al Gobierno Civil… Pero les salieron al paso los guardias de Asalto y, con las ametralladoras, hicieron una carnicería… Hubo más de cien mujeres muertas… 

-Pero ¿será posible? -comentó, indignada, Encarnación-. ¿Encima de no darnos de comer van a asesinarnos?… 

Muy seria, con gesto compungido, afirmó Angelita: 

-Como usted lo oye… Yo lo sé de buena tinta… Ahora que usted de esto no diga nada… Yo se lo advierto para que no se meta en jaleos… 

La vecina se marchó alarmada y Angelita se dirigió a tomar el tranvía. En su rostro había una sonrisa de satisfacción. Como la del labrador seguro de haber echado su semilla en buena tierra. 

En la plataforma del tranvía una mujer protestaba porque le habían dado la vuelta de una peseta en tikes de la Compañía: 

-Nunca tienen estos malditos cobradores calderilla. 

Entonces Angelita dijo en voz alta: 

-No la tienen para el público. Toda la que recogen se la guardan para entregarla a los tenderos, que les guardan víveres… Mi panadero tiene dos o tres tranviarios que le llevan todos los días la calderilla a montones… Y así, claro, tienen todo el pan que quieren y sin cartilla. 

Asintió otra mujer: 

-¡Si le digo a usted que esto es un asco! Aquí no comen más que los que hacen combinaciones. 

-¡Y que lo diga usted! -insistió Angelita-. A nosotros nos dan estos papelajos sucios, llenos de microbios. Yo, prefiero perder la vuelta a cogerlos… Porque, ¿sabe usted?… Se han dado ya muchos casos de infección… Lo sé de buena tinta, por un médico conocido mío… Por los tikes estos, roñosos, que nos dan, hay una epidemia de enfermedades de la piel… A una vecina mía le ha salido una erupción en las manos, una cosa así como sarna, pero peor… Como que creo que le tienen que cortar dos dedos… 

En la Cibeles se encontró Angelita con un antiguo conocido, empleado en la Diputa- ción… 

Él la abordó, misterioso: 

-¿Qué sabes de cosas?… Yo anoche no he podido oír Salamanca… Me quedé sin corriente a eso de las diez … 

-Yo sí lo sé -replicó rápida Angelita-. En Levante sigue la ofensiva… Ayer han tomado quince pueblos. Y en Aragón se han pasado dos Brigadas enteras, con todo el armamento… Y en el mar, la cosa ha sido más gorda. La Escuadra nacional ha apresado un convoy mercante que traía 30.000 toneladas de trigo para el Gobierno… 

El empleado se frotó las manos: 

-¡Eso sí que es bueno!… Porque no hay un grano de trigo… Todas las esperanzas estaban puestas en ese convoy… ¡Menuda se va a armar cuando la gente se vea sin pan!… 

En la oficina, sotto vocce, corrieron de boca en boca las noticias que llevaba Angelita… 

A la una y media, la mecanógrafa, terminado el trabajo de la mañana, llegaba otra vez al barrio de Salamanca, convertido durante la guerra en el núcleo urbano central de Madrid. 

Un compañero de oficina se obstinaba en convidar a Angelita y a «Patro», otra mecanógrafa, a un vermouth en Panamá, el «bar» de la calle de Goya, que quería ser el «Chicote» de la guerra. Gente «bien», en lo que cabía. Nido de emboscados y «quinta columna», en el que, de vez en cuando, hacía redadas la Policía roja. 

-Pero, chico; ¿qué vermouth, con el hambre que tenemos?… 

-Y con la comida que nos espera. Yo tengo tres platos: sentarse, lentejas y levantarse… 

Pero aceptaron la invitación. En una mesa estaban dos camaradas conocidos. Bebieron un líquido absurdo, amargo, de un alcohol infernal. 

Uno de ellos, cauteloso, se apresuró a darles las noticias del día: 

-No sabéis lo que ha pasado esta mañana… Pues en Vallecas (ya no era en Valencia, sino en Madrid) no había pan. Las mujeres formaron una manifestación y las han disuelto a tiros… Hay más de trescientas víctimas entre muertos y heridos. ¡Esto es un crimen monstruoso! 

-Pues y lo de Aragón… Anoche los franquistas han roto el frente y han hecho más de treinta mil prisioneros rojos. (Eran las dos Brigadas del «bulo» de Angelita.) 

El otro murmuró, después de cerciorarse de que nadie le oía: 

-Pues lo ocurrido en el mar ha sido peor… Venían diez barcos de Rusia cargados de armas, y sobre todo de petróleo… Los han cogido en alta mar los nacionales. Y ayer, en Levante, ya no ha podido volar la Aviación… ¡No hay una gota de gasolina! 

Angelita reconocía en este informe su presa de unas toneladas de trigo… Su siembra de la mañana había fructificado espléndidamente. 

Se acercó un muchacho, burócrata también. Pidió un vermouth y dijo misteriosamente: 

-Chicos: me acaban de decir algo espantoso. Parece que los tikes del tranvía están envenenados… Un microbio raro, parecido a la sarna, que hace llagas en las manos… Los médicos no saben cómo curarlas. Hay millares de personas atacadas. Esta mañana han operado en el Hospital número 1 a más de cincuenta… A muchos les han tenido que cortar dos o tres dedos… 

Angelita sonreía dichosa, tranquila, con la satisfacción del deber cumplido.  

Escena 32 LA DE LA «BOLSA NEGRA» 

  

Un garaje del barrio de Salamanca donde se encierran camiones y coches requisados por el Cuerpo de Tren del Ejército Rojo. 

El responsable, un tipo gordo y grosero, con completo atuendo miliciano -«canadiense», botas de agua, pistolón al cinto-, aguarda impaciente la llegada de los vehículos. 

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Las dos parejas de custodia, con sus fusiles, dormitan en la portería del garaje, alrededor de la buena estufa de gasolina, constantemente encendida. 

La gran nave, vacía, tiene charcos en su asfalto. La montera de cristales está rota y la lluvia cae al interior. 

Amanece lentamente. Es la hora propicia para el regreso de los coches que aprovechan las sombras para entrar en el Madrid cercado, por las carreteras que están al alcance de los cañones nacionales. 

El primero en llegar es un coche de turismo. Vienen en él, con el conductor, dos soldados. 

Les interroga, ansioso, el responsable: 

-¿Qué traéis?…. 

-Poca cosa -responde uno de ellos, malhumorado-. Los pueblos se están poniendo imposibles. Nadie quiere vender, sino cambiar. 

-Bueno; ¿pero no llevabais unos pares de zapatos?… 

-Sí… Pero eran de hombre… Y no quedan hombres en los pueblos… Apenas cuatro viejos y los chicos… A los demás se los han llevado las quintas… Gracias a unos metros de tela para batas que llevaba yo, ya que allí me conocen, hemos traído unos kilos de alubias y veinte docenas de huevos… 

-¿Nada más? -interroga, defraudado, el responsable-. Pues para este viaje no valía la pena… Si lo sé, no os doy la gasolina. 

-Sí, hombre, ¡te quejarás!… ¡Pa lo que te cuesta!… A ti van a tocarte cinco docenas de huevos y diez kilos de judías… No sé qué más quieres… A ti quisiera yo verte por esos caminos, como están, que llega uno de milagro… 

Entra en el garaje un camión. Con el chófer viene un paisano. 

-¿Qué tal el viaje? -le pregunta con acento misterioso el responsable. 

-En lo que cabe -dice el paisano-, no se ha dado mal… Traemos diez corderos y los tres bidones de aceite llenos… Ahora que ha costado un capital… Los bichos, cincuenta duros, y el aceite, a veintitrés duros la arroba. 

El responsable echa las cuentas. 

-Eso es lo de menos -dice-. Hacemos dos lotes. Uno, de la mitad, para nosotros… El otro, para el tipo ese de la Embajada, que vendrá luego… Los corderos los va a pagar a cien duros, si los quiere… Más gana él, y sin exponer la cara como nosotros… Los fascistas que tiene refugiaos todavía guardan mucho dinero y le pagan lo que lleva al precio que le da la gana… A nosotros nos va a salir gratis lo nuestro y hasta ganaremos unos billetes. ¿No te parece?…. 

-¡Colosal, hombre! ¿O es que vamos a alimentar a los facciosos gratis? ¡Que suden la pasta y revienten!… 

Otro coche, pequeño, con dos viajeros malhumorados, llega al garaje. 

El mecánico salta del baquet refunfuñando blasfemias. 

-¡Esto no puede ser! -grita-. ¡Es el último viaje que hago! 

-¿Qué te pasa, hombre?… 

-¡Una canallada! -responde trémulo de indignación-. Llegamos al pueblo donde éstos dijeron, y ¡no veas!… Todo fueron facilidades… Nos vendieron cuanto quisimos: garbanzos, huevos, un ternero, unos pollos. Cargamos de buten… Tan contentos, salimos a la carretera, y en el pueblo siguiente, a ocho kilómetros, nos para una patrulla de milicianos. Un puesto de control que al ir para allá no existía… Nos dejaron limpios. Como no llevábamos guía, nos lo quitaron todo… sí, por las buenas, apuntándonos con los fusiles… 

-¡Arrea! ¡Pues habéis hecho un viaje! 

-Y lo peor es -dijo el chófer- que luego nos enteramos que hemos caío de primos… En los pueblos esos tienen montao un tinglao perfecto. Llegas y te venden o te cambian lo que quieres… Pero apenas te has ido, avisan por teléfono al otro pueblo y en el control te lo roban to… Luego van a medias en el reparto… 

-Entonces… ¿no traéis na?… 

Rió uno de los recién llegados: 

-Hombre, tuviera que ver que nos viniéramos de vacío… Después de ese fracaso, ya al oscurecer, vimos desde la carretera, en lo alto de un cerrillo, una casa de labor que tenía buena presencia… Yo les dije a éstos: «Ahí me huele a pacotilla»… Nos acercamos con el achaque de que nos hicieran algo de cena… Yo estudié el terreno… En la casa no estaba más que la guardesa, con tres críos pequeños y un abuelete medio paralítico… Le echamos valor al asunto… Sacamos las pistolas e hicimos un registro… En la cueva había tres jamones; en el corral, dos pavos y cinco gallinas… Luego, en el sobrado, medio saco de alubias y unas ristras de pimientos secos y ajos… Lo requisamos … Como hicieron con nosotros… Me paece que es de razón… 

-¡Y que lo digas! -coreó, satisfecho, el responsable-. ¡A ver qué se han creído los paletos!… ¿Vamos a estar aquí defendiéndolos por su cara?… Si nosotros no hubiéramos resistío en Madrid, ¿qué sería de ellos?… 

Empezó el reparto… Llegaron, frioleros, misteriosos, unos tipos ladinos… Eran los corredores de la «bolsa negra»… Ellos se llevarían los víveres a las Embajadas, a las casas de los nuevos ricos de la guerra, donde los comestibles se pagaban a precios fantásticos… Veinte duros una docena de huevos, cincuenta un pollo. 

El jefe de compras de una Legación no daba dinero. Cambiaba los víveres por botes de leche condensada, que él recibía de su país por vía diplomática. Y él tampoco vendía los comestibles. Se los cambiaba por alhajas -valor positivo-a los refugiados. 

El aceite y las alubias se los llevaban otros corredores para la Fábrica de Tabacos. Los obreros tenían ración abundante y lo cambiaban por alimentos. Luego el tabaco, sobre todo en los pueblos, era mejor que el oro. Por un kilo de picadura había alcalde rural que era capaz de dar el Ayuntamiento. 

Apenas era de día y ya estaban terminadas las operaciones en esta «bolsa negra». Unos cuantos facinerosos y aventureros habían hecho su negocio en el Madrid rojo y hambriento. 

El responsable y uno de los chóferes salieron juntos. En la esquina próxima, una «cola» de mujeres se alborotaba ante una panadería. 

Cundía la noticia de que no se había trabajado en la tahona por falta de harina y las mujeres protestaban iracundas. 

El responsable dijo: 

-Yo acababa en seguida con estos espectáculos… Es derrotismo, que provocan los fascistas, la «quinta columna». Si acudieran aquí unos cuantos milicianos con una ametralladora y los barrieran, se acababan estas quejas… Esta gentuza no se da cuenta de que estamos en guerra y hay que sacrificarse por la Causa…  

Escena 33 LA DEL C. R. I. M. 

 En el antiguo Cuartel de María Cristina, en Atocha, se había establecido uno de los depósitos del C. R. I. M. 

Los Centros de Recuperación e Instrucción Militar pretendían ser los instrumentos organizadores del lamentable Ejército Rojo. 

Instrumentos que, como todos los que creó el Poder marxista, se entorpecían y se esterilizaban por la ineptitud, el descontento y la miseria de una frondosa burocracia, nube de «enchufados», de saboteadores tácitos, de «dirigentes» analfabetos y dirigidos faltos de entusiasmo. 

El C. R. I. M. funcionaba tan mal como el servicio de abastos, el de transportes y todos los organismos rojos. 

Al C. R. I. M. tenían que acudir a pasar revista diaria todos los movilizados por las llamadas de quintas que estaban pendientes de clasificación o destino; los que habían alegado incapacidad para el servicio y los recuperados de las Unidades rojas, que con tanta frecuencia se dispersaban al azar de las continuas derrotas. 

Los desertores, los fugitivos, los prófugos, llenaban también los locales de los cuarteles del C. R. I. M., convertidos en prisiones militares. 

Apenas amanecía, empezaba a formarse a la puerta del edificio una imponente «cola» de hombres. Tristes, murmuradores, mal vestidos. Cada cual, temiendo que una orden caprichosa o una leva imprevista le retuviese aquel día en el cuartel, se ponía sus peores ropas. Había ocurrido bastantes veces que de repente, por una disposición arbitraria del Estado Mayor, cogían en masa a los que acudían al cuartel, sin tener en cuenta sus reclamaciones, su inutilidad total o parcial, ni si habían recibido o no instrucción militar, y llenaban con ellos camiones camino de los frentes. 

Pero todos los movilizados, sin excepción, desafiaban este riesgo en los últimos meses del Madrid rojo. Ya se había relajado la disciplina impuesta por el terror y la gente se burlaba de las rondas de policías militares con brazalete rojo que pululaban por las calles. La razón de la obediencia era otra: el hambre. 

Cada movilizado, al pasar revista, tenía derecho a la ración de pan y de rancho que se repartía por la mañana. La mayoría rechazaba la inmunda bazofia «píldoras de Negrín», duras, terrosas, mezcladas con tierra, cocidas sin aceite, que daba la Intendencia. Pero ninguno renunciaba al pan. Dos «chuscos» diarios en el Madrid rojo y hambriento era una renta de potentado. 

La concurrencia a los C. R. I. M. era enorme. El Gobierno rojo había llamado a filas a todos los varones desde los que acababan de cumplir diecisiete años hasta los cuarenta y cinco. 

A los primeros les llamaba el decir popular «la quinta del chupete». Los chavales, casi niños, iban por las calles con sus mantas y sus gorros cuarteleros entonando canciones burlonas. Muchos, por zumba, llevaban colgado del cuello un biberón. Una de sus coplas más repetidas decía: 

A los quintos del chupete 

los dejan en retaguardia. 

Se los dan a Pasionaria 

para que ella los destete. 

A la última quinta se la llamaba públicamente la del «colorín colorao». Porque añadían, refiriéndose a la guerra: «este cuento se acabao»… 

Al C. R. I. M.; interpretando irónicamente sus iniciales, se le llamaba Casa Refugio de Inútiles Mutilados. 

Lo eran, en verdad, muchos de los que figuraban en las «colas». 

En esta de Atocha eran de los primeros en formar todas las mañanas un ciego de cuarenta años, que se hacía llevar por un lazarillo, y varios amputados de las piernas. Habían alegado, naturalmente, su inutilidad; pero como no habían pasado aún por la Comisión Clasificadora, estaban considerados como movilizados y tenían derecho a su ración. 

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Y decía el ciego: 

-Lo que es menester es que no me llegue el turno nunca… Mucho frío paso; pero por el chusco y el rancho, lo doy por bien empleado. 

-¿Pues y yo?… -exclamaba un muchacho al que le faltaban las dos piernas y se sostenía en equilibrio sobre unas muletas-. Vengo dando saltos desde Torrijos, con el trabajo que me cuesta. ¡Pero en seguida pierdo yo los dos panecillos!… ¡Gracias a ellos mi chico va tirando!… 

-Es un crimen que nos tengan aquí horas y horas, con el tiempo que hace… -murmuraba otro-. Debían de dejarnos pasar dentro, que hay sitio de sobra… Yo estoy baldado del reuma y el estar toda la mañana de pie, en el barro, me mata. 

-Y a mí también -comentó un hombretón recio como un boxeador-. La humedad me hace daño… 

Con ojos de asombro, contemplando su corpulencia, el primero le dijo: 

-¿Pero usted está enfermo?… 

-¡Ya lo creo!… Y de gravedad… -contestó el gigante, con un dejo de ironía que no pasó desapercibido al otro-. Vamos, lo bastante para no ser soldado. Ahora resulta que tengo una insuficiencia cardíaca espantosa. Me la ha descubierto, cuando llamaron mi quinta, el doctor García Romero. 

-¿El doctor García Romero? -inquirió el más viejo-. Hombre, ¡qué casualidad!… Es el mismo que le ha certificado a un hijo mío una lesión pulmonar que debe ser grave, porque le imposibilita para todo ejercicio… 

-¡Ya, ya! -acogió el hombretón-. No me extraña. El doctor García Romero es un gran médico. ¡De los buenos! 

Y acentuó el adjetivo. Los dos hombres se miraron. Y se comprendieron. 

El doctor García Romero era uno de tantos heroicos médicos de Madrid que; desafiando las iras del Gobierno rojo, certificaba inutilidades para restar hombres al Ejército marxista. 

Otro movilizado -cabellos grises, cuerpo enclenque- protestaba: 

-Pero ¿para qué nos llaman? Hombres como nosotros, ¿para qué sirven en la guerra?… 

-Para acabarla, camarada -le contestó otro de idéntica edad y apariencia. 

-¿Nosotros?… Usted se chunguea; amigo… 

-No, hombre. Hablo en serio. Nosotros valemos más que los jóvenes… ¿Para qué han servido ellos?… Ni para correr… 

-¿Cómo que no? -arguyó otro, socarrón-. Pero si ahora, en Cataluña, están ganando un campeonato… 

-Pues no sirve -dijo el primero-. Los jóvenes, es cierto, echan a correr cuando hay una ofensiva; pero se cansan en seguida… Se paran en cualquier sitio y, con tal de no moverse, se ponen a resistir… En cambio, cuando nos lleven a nosotros al frente y empecemos a huir, no nos para nadie… Y verán ustedes como entonces se acaba la guerra… 

Un coro de carcajadas acogió el razonamiento. 

 

 

Escena 34 

 

LA DE LA MISA 

 

 

 

Iba a amanecer el domingo. El día del Señor. 

El buen D. José, tan ancianito, tan enfermo, no vaciló esta madrugada en salir de 1a cama. 

Cuando doña Eulalia llamó a la puerta de su alcoba, modesta como celda de monje, ya don José estaba calzado, el trabajo más fatigoso de su tocado, porque, al inclinarse, el asma le ahogaba. 

Se lavó en el tocador de estudiante y no hubo menester de más requisitos para estar dispuesto. Porque don José dormía vestido. El frío terrible del invierno de guerra le traspasaba las pobres carnes valetudinarias y la humedad del piso bajo le atería en la casa sin calefacción, donde sólo se encendía lumbre en la cocina en el momento preciso -y no diario- de condimentar la comida. 

Sin embargo, don José salió de su cuarto frotándose las manos, no de frío, sino de contento, como un buen niño ante la promesa de una fiesta. 

Lo era, y grande, este amanecer. Porque Dios sólo sabía, debido a qué milagros, que la misa de hoy iba a ser «misa» grande, sin faltarle un detalle. Hasta un par de velas iban a alumbrar el improvisado altar. Las había traído don Alfonso, el viejo coronel retirado, que las cambió en el «zoco» de Alcántara por los únicos calcetines de lana que le quedaban. 

Y el vino, que santificaría el agua en el cáliz, lo había traído la noche anterior Justa, la criada, como regalo de un primo lejano que estaba «enchufado» en el Cuerpo de Tren. 

Fiesta grande y gran concurrencia de fieles. Doña Justa, la hermana de la dueña del piso, y Esperancita, la sobrina, se habían quedado a dormir en la casa, porque vivían lejos y no podrían llegar a tan temprana hora. 

Las dos señoras vecinas del principal y el hijo, que, dado por inútil en el Ejército, se pasaba los días enfermo en la cama, bajarían a tiempo. 

Y también don Alfonso, con su mujer, ciega la pobre de tanto llorar por los dos hijos fusilados en una «cheka» al principio de la guerra. 

Ocho fieles en total. Desde que empezó la Revolución y la buena doña Eulalia lo refugió en su casa, no había tenido tantos amigos el buen don José. 

Animó a la anciana: 

-Aunque yo sé que usted es muy cuidadosa, vamos a ver si está todo en regla, doña Eulalia. 

Fueron los dos al gabinete. La luz eléctrica, aunque muy débil, bastaba para apreciar los detalles de la estancia. Una habitación interior, la más recatada de la casa. Una consola era el altar. Pulquérrimas y bien planchadas las vestiduras que la cubrían. Doña Eulalia sabía hacer las cosas. El poco jabón que entraba en la casa, lo disfrutaban con privilegio las ropas del altarcito. El combustible para plancharlas sería a expensas de una comida fría. 

Sobre el altar, un Crucifijo, que a diario se escondía bajo la almohada de la dueña. ¡Y hasta flores, Señor! Un ramito modesto, de dos crisantemos amarillos y unas hojitas verdes ya casi mustias. Las había traído Esperancita, que las cambió por un panecillo a unos chicuelos en la calle. 

Las dos velas estaban preparadas en sendos candelabros de un brazo, plata salvada del naufragio de la guerra… 

Pasaron a la alcoba de doña Eulalia. Sobre la cama, ya hecha, las ropas talares de don José: el Amito, que significa el lienzo con que cubrieron los soldados el rostro de Jesucristo; el Alba, que simboliza la vestidura blanca que Herodes puso, por irrisión, a Nuestro Señor; el Cíngulo, que simboliza el cordel con que lo ataron; la Estola, que representa la soga que echaron al cuello del Redentor. 

Faltaba la Casulla, que don José no pudo salvar de su iglesia, incendiada por las hordas, y que luego supo, con inmenso dolor, que había sido paseada como una bandera de escarnio en la punta de fusiles milicianos. 

Sonaron unos golpes discretos en la puerta del piso. 

Abrió Justa en seguida, reconociendo la señal. Eran don Alfonso y su mujer, la ciega. Pasaron al gabinete y unos minutos después llegaron las otras dos señoras vecinas. 

Entraban silenciosos, hablando en voz baja, temerosos, como conspiradores. Habían dejado a oscuras las escaleras, procurando no hacer ruido para que no les sintieran los vecinos, temblando de que algún madrugador pudiera abrir el portal y descubrirlos… Así, los primeros cristianos perseguidos, bajarían a las romanas Catacumbas para celebrar sus ritos, acechados por la jauría filistea. 

Don José terminó de vestirse, ayudado por doña Eulalia… 

En el momento en que entraba en el gabinete, capilla improvisada, todos los cristales de la casa temblaron y una tremenda explosión atronó el silencio… Le respondió en seguida otra más terrible… 

Las luces de los candelabros parpadeaban… Una y otra vez se repetían las detonaciones. Los fieles se miraron, inquietos. Don José, sonriente, les dijo: 

-No haya miedo, hijos míos… Esto es que, a falta de campanas, anuncian nuestra misa los cañones… 

Esperancita, que estaba de rodillas, cayó de bruces contra el suelo. Doña Eulalia se apresuró a levantarla. 

Ella, vuelta en sí en seguida, quería tranquilizarla: 

-No es nada, tía… Un vahído pasajero… 

-Sí es, pobre mía… Es que ayer, en todo el día, comiste nada. Y como estás tan dé- bil ya… 

-»¡Claro!…; la coge a la pobre en una edad -murmuró Justa. 

Dos lágrimas rodaron por el rostro pálido y juvenil de Esperancita. 

Don José, con una extraña luz en el rostro, que parecía rejuvenecerle, resplandecerle, se volvió a sus fieles y su mano diestra trazó el signo de la bendición. 

La misa iba a empezar. 

Los cañones seguían tronando. 

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.