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El primer paso para erradicar al enemigo, para deslegitimar sus ideas, es impugnar su figura o su postulados para que ni siquiera pueda verbalizarlos sin que hacerlo mueva a escándalo. Llegado ese punto, todo lo que se diga sobre él, o incluso todo lo que se le haga, está permitido.
A finales de abril Sor Ángels Barceló decidió dilatar la abultada tradición del grupo PRISA como dispensador de “carnets de demócrata” al decidir que Rocío Monasterio era una “fascista” por haber invitado a Iglesias a marcharse —cosa que finalmente hizo, pero de la política— de un debate si lo que éste esperaba era que ella dijera palabra por palabra lo que él quería escuchar. Una de las actuales acepciones del descontextualizado término “fascista” en el habla común es el de no respetar ni tolerar la opinión disidente o del refractario. Pero son los que se proclaman a sí mismos tolerantes —y que dicen haber dejado de tolerar a los “fascistas”—, quienes más persiguen al discrepante que cuestiona su (dudosa) interpretación de la realidad. Porque del dogma feminista revelado no se puede dudar sin acabar condenado al fuego purificador de toda herejía.
Cristina Fallarás, que pelea a diario por erigirse como la columnista más moñas de España, y a quien pudimos ver beoda dando una arenga en un mitin de Podemos durante las últimas elecciones madrileñas, nos ha otorgado la consigna: “No se llaman monstruos, se llaman machismo e impunidad”. Además ha afirmado que “yo sí considero a todos los hombres culpables por ser hombres”. El “pecado original” en la lucha de sexos es tener un falo. Todo lo que contradiga la línea oficial progre del partido es contrarrevolucionario, como opinar que nadie mata a nadie por ser mujer (o diestra) sino por ser su pareja. Esa realidad, que niega el principio fundamental sobre el que se sustenta el lucrativo tinglado de los negocios feministas, debe ser sepultada igual que el reciente caso de una madre que ha matado a su hija para “vengarse de su exmarido”, mientras los medios de desinformación dedican, por contra, horas de recreación escabrosa al caso del padre que ha matado a sus dos hijas. No importa el crimen, entonces, solo el sexo —porque lo del género es una idiotez— del criminal.
Por su parte Elvira Lindo, señora del escritor más “oficial” y oficioso de la Transición, el multipremiado Antonio Muñoz Molina, y columnista en El País por méritos propios como ser la autora del clásico imperecedero Manolito Gafotas, ha escrito en las páginas del ínclito diario que “la discrepancia es una agresión” porque “los que se resisten a admitir que esto es la punta del iceberg de una violencia sistémica contra las mujeres también agreden”. Sebag Montefiore, en su biografía de Stalin, recoge un aserto bien parecido de labios del tirano georgiano: “Un enemigo del pueblo no es solo aquel que comete actos de sabotaje, sino también el que pone en duda el acierto de la línea del Partido”. El revolucionario Félix Dzerzhinski, a la sazón jefe de la Cheka, explicitó aquello que solo se podía leer entre líneas en las palabras de Stalin: “¡A menos que apliquemos el Terror a los especuladores —una bala en la cabeza en el momento— no llegaremos a nada!”. Que se lo pregunten al girondino Brissot o al menchevique Martov.
Nuestras feministas parece que también lo tienen claro; los demás, que vayan buscando un catre en el Kulak.
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