20/09/2024 15:40
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Mediodía del lunes 30 de marzo de 2020. El coronavirus ha dejado ya en España un reguero de 7.424 muertos. La frialdad de la cifra estremece más aún si la comparamos con los datos suministrados a final de las dos últimas semanas: el domingo 15, los fallecidos eran 292; el domingo 22, ascendían a 1.813.

¿Es tiempo de exigir responsabilidades por esta situación? Cuando se carece de los conocimientos necesarios para afrontar cualquier circunstancia, existe un método infalible para poder tener una opinión aproximada sobre ella: esperar a ver qué dice el rojerío al respecto. ¿Que, al hilo de un conflicto internacional donde Cristo perdió el gorro, se posiciona con unos? Pues nosotros, con los contrarios. ¿Que, ante el dilema de sacrificar a un perro para no extender una enfermedad que estaba ya erradicada en Europa, se tira a la calle llamando asesinos a las autoridades que así han decidido proceder? Pues nosotros, a erigirnos en los más acérrimos defensores de darle matarile al chucho… Y así siempre: seguro que no nos vamos a equivocar.

Retomando la cuestión suscitada: ¿cuál es el mantra que lleva repitiendo la izquierda durante la crisis desatada por la nefasta gestión gubernamental del COVID-19? Que ahora no es el momento de reproches, sino de estar unidos para salir de ésta. De modo que, mientras arriba ese momento, a morder todos el anzuelo del buenismo y a seguir saliendo como borregos a nuestros balcones para hacer lo que a cualquier Flanders se le ocurra, hasta que llegue el más tonto de la clase —que será el más listo— y diga que nos tiremos por la ventana; seguro que habría cretinos que se lanzarían al vacío. Por supuesto, la culpa de que se despachurraran al estrellarse contra el suelo la tendrían los recortes de la derecha, que no subvencionó a las comunidades de vecinos para que instalaran redes de protección.

Pues bien, antes de entrar a saco en materia, recapitulemos sobre los orígenes del lío. El 30 de diciembre del año pasado, Li Wenliang —oftalmólogo del Hospital Central de Wuhan— alertó en un chat con otros médicos de que había detectado siete casos de un virus respiratorio parecido al SARS. El Gobierno chino le acusó de estar propagando el miedo entre la población, y ya conocemos cómo se las gastan las dictaduras comunistas cuando ponen su dedo acusador sobre alguien. Así las cosas, el gigante asiático trató de ocultar la gravedad del hallazgo, con el consiguiente retraso en la respuesta sanitaria que requería el asunto. A mediados de enero, Li Wenliang se contagiaría del coronavirus (eso nos contaron, aunque vaya usted a saber cómo leches terminó el bicho inoculado en su cuerpo) y su enfermedad, que derivó en una neumonía, se iría agravando hasta desembocar en su fallecimiento el 6 de febrero.

Con tales precedentes sobre la mesa, preguntémonos ahora qué ha hecho nuestra clase dirigente para detener esta pandemia. O, si se quiere, escudriñemos cómo nos preparó para reducir sus estragos. Al respecto, nada mejor que tirar de hemeroteca para comprobar los quehaceres en los que estaban ocupados el Gobierno y la patulea que lo sustenta:

El 3 de enero, mandaban a la policía a apalear a un anciano que se manifestaba pacíficamente ante la sede del PSOE en la calle Ferraz.

El 5 de enero, durante el debate de investidura presidencial, la portavoz de Bildu tachaba al rey Felipe VI de “autoritario”; a lo que Pedro Sánchez le respondía enérgicamente hablando de la agenda electrónica y el cambio climático.

El 9 de enero, la prensa daba detalles sobre una habitación secreta que tenía oculta en su despacho un ex alto cargo socialista de la Junta de Andalucía, ese patio de Monipodio cuyos jerarcas habían sido condenados el 19 de noviembre de 2019 por la Audiencia Provincial de Sevilla, al quedar probado que defraudaron 680 millones de euros a través de ERE falsos.

El 17 de enero, la ministra de Educación, Isabel Celaá, salía enfurecida en rueda de prensa contra la aprobación del pin parental por el Gobierno de Murcia, dejando una frase para la posteridad: «No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres».

El 18 de enero, sería el ministro de Seguridad Social, un tal José Luis Escrivá, quien soltaría otro titular de enjundia: «España necesitará diez millones de inmigrantes para mantener el gasto en pensiones». Y problema solucionado, con un par.

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El 21 de enero, el PSOE votaba en contra de la propuesta del Parlamento Europeo sobre la investigación de los 379 crímenes de ETA aún sin resolver. ¡Ah!, se me olvidaba: el día antes, el PSOE había pactado con Bildu la formación del Gobierno de Navarra.

El 28 de enero, después de celebrada la gala de los Goya, se publicaba que, desde que Pedro Sánchez es presidente, se han duplicado las subvenciones al cine español, hasta el punto de que éste ingresa más por dinero público (200 millones de euros) que por lo que genera en taquilla (197).

El 30 de enero, dentro del contexto de las protestas que los agricultores realizaban por toda España por las ruinosas consecuencias que para el campo iba a aparejar la subida del SMI, el secretario general de CCOO tildaba a los manifestantes de «derecha terrateniente y carca».

El 5 de febrero, el Gobierno central tomaba cartas en el asunto sobre el mal estado del Mar Menor: la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, bloqueaba un préstamo europeo para la recuperación de la laguna salada más grande de Europa porque el Ejecutivo murciano había rebajado, hasta casi hacerlo desaparecer, el impuesto de sucesiones y donaciones. 

El 7 de febrero, el Ministerio de Sanidad confirmaba el primer caso de coronavirus en España: un alemán ingresado en un hospital de La Gomera. Nada por lo que preocuparse: un caso aislado, de un ciudadano extranjero y en un territorio situado a hacer puñetas.

El 10 de febrero, el Gobierno comandito de PSOE y Podemos volvía a la carga sobre uno de sus temas favoritos: Adriana Lastra anunciaba que la exaltación del franquismo será delito en el nuevo Código Penal.

El 15 de febrero, al hilo de las informaciones sobre la recepción dada por el Gobierno español a la representante de la narcodictadura venezolana Delcy Rodríguez, salía a relucir que un vehículo diplomático sacó cuarenta maletas de su avión sin pasar por el control de Barajas. El ministro de Fomento, José Luis Ábalos, mostraba su enfado por tener que tragarse el marrón de esta truculenta historieta: el pobre, que ni siquiera había visto un avión que, de haber sido un león, le habría comido. 

El 25 de febrero, se localizaba en Barcelona el primer caso en la península ibérica de COVID-19 (como había bautizado la OMS al coronavirus el día 11 de ese mes). Hacía el número cuatro de los detectados en toda España, aunque esa misma jornada se certificarían dos infectados más, en Madrid y Castellón. Tampoco pasaba nada, estaba todo controlado: teníamos a Simón suministrando tranquilidad por doquier y explicándonos que el bichito éste no llegaba ni a las suelas de los zapatos de una gripe. 

El 3 de marzo, el Consejo de Ministros aprobaba una modificación del Código Penal, que contemplará en su articulado el piropo como delito leve.

El 4 de marzo, la oposición exteriorizaba su indignación frente a la campaña lanzada por el Ministerio de Igualdad para calentar el aquelarre feministoide que sus hordas tenían preparado: «Sola y borracha, quiero llegar a casa». Durante esos días, desde toda la izquierda política, mediática y subvencionada —valga la redundancia— se lanzaron constantes proclamas para la asistencia a las manifestaciones del domingo 8 de marzo. Hasta el ínclito Simón iba a permitirle a su hijo que asistiera si le daba la republicana gana.

El 18 de marzo, Podemos secundaba las caceroladas contra el Jefe del Estado. Cuatro gatos se sumarían a ellas, aunque sus mamporreros medios de comunicación inflarían la charlotada como si hubieran sonado todas las ollas exprés de España al unísono.

El 21 de marzo, en plena crisis sanitaria, el Gobierno seguía con el verdadero toletole que tanto le acucia, y pedía a la Junta de Andalucía la aplicación de la Ley de Memoria Histórica para la retirada de los restos del general Queipo de Llano, que reposan en la basílica de la Macarena.

El 23 de marzo, con más de 2.000 fallecidos por el coronavirus en España, el grupo parlamentario socialista mostraba sus dotes para coger el toro por los cuernos y solventar el problema: a través de Twitter, convocaba una «Reunión de las compañeras de las comisiones de igualdad y del pacto contra la violencia de género para analizar el impacto de género de la crisis del coronavirus. Es prioritario proteger a las víctimas de violencia de género y continuar con medidas sanitarias y económicas con perspectiva de género». He transcrito de manera literal el comunicado; así que ninguna culpa le echemos a mis maestros de Lengua por esa redacción, cuyo verdadero artífice va a tener complicado hacerse este año con el Nobel de Literatura.

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El 28 de marzo, con el atrezzo de todo un sistema desbordado y casi 7.000 muertos, Pablo Iglesias no desperdiciaba la ocasión brindada para defender la nacionalización de empresas y sectores económicos y dejar sentada toda una declaración de intenciones: que toda la riqueza del país debía estar al servicio del Gobierno.

El anterior compendio de noticias puede servir para ilustrar la desidia, la incompetencia y hasta la negligencia del Gobierno de España en la gestión de la terrible pandemia que estamos padeciendo en nuestro país. Por eso, regresemos a la pregunta que abría este artículo. ¿Es tiempo de pedir responsabilidades a quienes sostenían que el coronavirus apenas tendría impacto sobre la salud de los ciudadanos? ¿Es tiempo de pedir responsabilidades a quienes proclamaban que había que manifestarse en tropel por los derechos de la mujer el 8 de marzo, porque nos iba la vida en ello? ¿Es tiempo de pedir responsabilidades a quienes se gastan el dinero de todos los españoles en compras que son un timo y, por tanto, no sirven para detectar y detener la sangría de contagios que se producen a diario entre el personal sanitario y los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado? 

Mientras nos peleamos maniqueamente sobre si debemos protestar o permanecer calladitos, el Gobierno nos mantiene confinados en nuestros hogares. Sin darnos apenas cuenta, nos está utilizando como cobayas humanas en su laboratorio político-social y, cuando despertemos de esta pesadilla, quizá ya nada sea igual para nuestras vidas. Y es que, durante esta crisis, socialistas y comunistas han ido experimentando y dándole cuerda a los relojes de sus más macabros proyectos: por ejemplo, aprobando por Real Decreto un estado de alarma que permite confiscar bienes y propiedades ajenos para —dicen— ponerlos al servicio del bien común, un entrenamiento previo para un posterior paseo callejero al grito chavista del «¡Exprópiese!»; por ejemplo, prohibiéndole a las empresas que se han quedado sin demanda de sus productos despedir a unos trabajadores que se han quedado sin trabajo, pues para eso les llueve el dinero del cielo a los ricachos de sus jefes; o, por ejemplo, endiñándole el sambenito de la desorganización médica a la sanidad privada, ésa en la que cualquier rojeras se hospitaliza en cuanto tiene oportunidad, pero que pagará el pato en un futuro mediato, bajo el pretexto —afirmarán— de que sólo empezó a funcionar bien cuando pasó a depender del poder político.

Pues en ésas estamos y a eso vamos: hacia algo que en mi tierra recibe el nombre de dictadura comunista. Así que, si no queremos vernos empapados por la tormenta perfecta que descargarán esos criminales nubarrones que ya han traspasado la línea de lontananza, no nos queda otra que despertar de nuestro letargo y comenzar a activarnos; para empezar, no dejándonos llevar por las mentiras y exigiendo las responsabilidades políticas y penales a aquellos cuya ineptitud ha posibilitado que lleguemos hasta esta situación. 

A lo largo de su historia, son muchas las dificultades a las que ha debido enfrentarse el heroico pueblo español, pese a las cuales éste siempre ha salido airoso del envite, demostrando estar muy por encima de sus gobernantes y logrando sobreponerse a ellos. No será ésta la excepción que confirme la regla. La hacienda, y hasta la vida, nos va en ello.

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REDACCIÓN