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Me preocupa que centenares de estúpidos charlatanes estén empleando los medios de comunicación para decirme a todas horas lo que debo y lo que no debo hacer, de la misma forma que me inquieta que este gobierno me haya robado una buena parte de mis derechos fundamentales. Cada vez que veo a alguno de esos charlatanes moralistas asomarse a algún programa televisivo, cambio de canal, pero no puedo evitar preguntarme una y otra vez ¿qué es lo que está pasando en este país para que la gente no proteste de forma masiva ante ese descarado intento de manipulación de nuestras conciencias y de nuestras mentes? Ya es grave que intenten robarnos la libertad de expresión, pero mucho más grave es que traten, de forma muy sutil, que no pensemos por cuenta propia.
Para mí es más que evidente que ese afán por regular nuestras vidas, incluida también la manera de pensar, tiene estos tres objetivos: a) lograr la alienación de la sociedad, convirtiendo a la ciudadanía en masa social; b) poner al servicio del poder ejecutivo el legislativo y el judicial; c) sustituir el modelo económico basado en el libre mercado por otro absolutamente regulado, en el que la propiedad privada de los medios de producción sea el principal objetivo a batir. De hecho, con variantes poco sustantivas, son los mismos objetivos que los del denominado “socialismo del siglo XXI”, impuesto por el régimen chavista en Venezuela y también en otros países iberoamericanos, con el asesoramiento ideológico de la cúpula de Podemos. Me acuerdo que cuando llegó a la presidencia de Venezuela el señor Chávez, los venezolanos afirmaban que era imposible que ellos acabaran como los cubanos. Es decir, decían algo semejante a lo que ahora afirman muchos ingenuos y bienintencionados españoles. ¿Puede ocurrir algo parecido en España? No lo sé con exactitud, pero viendo cómo está actuando el gobierno, es muy posible que ello suceda si la ciudadanía española no toma conciencia de esa posibilidad.
Por regla general, la llegada de este tipo de regímenes totalitarios ocurre como consecuencia de un cataclismo a escala planetaria, bien sea una caída generalizada del sistema económico, bien una pandemia como la que ahora estamos padeciendo, etc. La diferencia fundamental entre el ascenso al poder de los dirigentes de los viejos regímenes comunistas y el de los actuales mandarines del llamado “socialismo del siglo XXI” es que aquellos lo hicieron a través de cruentas guerras civiles, mientras que estos lo hacen valiéndose de los resquicios y de las contradicciones del sistema democrático liberal. Después, una vez instalados en el gobierno o en la jefatura del estado, comienza la demolición del sistema mediante decisiones aparentemente inocuas para no asustar demasiado al pueblo.
Por desgracia, esa confluencia de variables se está dando en nuestro país. El cataclismo planetario ya nos ha llegado desde China, por medio de un extraño virus, que es posible detenerlo y controlarlo cuando los gobiernos actúan de manera decente y eficaz, y que en cambio se lleva la vida de miles de personas cuando los políticos anteponen sus intereses ideológicos y de casta por encima de los de la ciudadanía. También han logrado encaramarse en el poder dos líderes ególatras y narcisistas que lo primero que hicieron fue neutralizar al poder legislativo y apropiarse del poder judicial, poniendo a su servicio los principales medios de comunicación y los servicios de inteligencia del estado. El paso siguiente consiste en aprovecharse del miedo y de la incertidumbre que provoca una pandemia tan terrible como la que estamos sufriendo para confinarnos en nuestras casas durante el tiempo máximo posible, logrando así estos dos importantes objetivos: impedir que salgamos a las calles para defender los derechos fundamentales que nos han robado, y tenernos todo el día pendientes de las consignas televisivas con las que los principales dirigentes aporrean nuestras mentes con el propósito de transformarnos en silentes borregos y de anular nuestra capacidad de pensar por cuenta propia. La última fase consiste en arruinar la economía para que la mayoría de la población tenga que depender para subsistir de las migajas que les promete el papá estado, a través de subsidios, de una enigmática renta básica universal, de subvenciones para los adictos al sistema y de otras pequeñas e inútiles zarandajas.
Ni que decir tiene que esta última fase es la más decisiva para conseguir la alienación de los ciudadanos y su transformación en una silente masa social que acepta de buen gusto que le impidan pensar por sí misma. Obviamente, los gobernantes son conscientes de que esas limosnas no van a poder convertirlas en realidad, ya que la economía siempre quiebra en este tipo de regímenes como consecuencia de las demagógicas medidas tomadas con anterioridad. Por ello, aprovechan la fuerza que les ofrecen los medios de comunicación subvencionados para tratar de convencer al pueblo de que si al final no se cumplen sus promesas, los culpables son siempre otros.
Y mientras tanto, la masa social, integrada en nuestro caso por los ciudadanos confinados en sus domicilios, continúa esperando que sean las ocho de la tarde para aplaudir a unos profesionales que lo único que están haciendo es cumplir con su obligación, aunque, eso sí, en pésimas condiciones para su salud y sus vidas por la negligencia de este gobierno. En cambio, a nadie se le ocurre colgar de las ventanas y balcones sábanas con letreros, criticando no solo las nefastas actuaciones de quienes nos gobiernan y sus malos modales, sino sobre todo que nos estén impidiendo pensar por nosotros mismos. Como dejó bien claro Erich Fromm, el miedo a la libertad de expresión y de pensamiento es la característica más definitoria de una sociedad enajenada.
En aras de la honestidad intelectual, no hay más remedio que reconocer que, al menos en España, esas acciones de ingeniería social están siendo ejecutadas por unos personajes que detentan el poder gracias a que la Constitución y la ley electoral permiten que se conformen gobiernos a través de chalaneos de los líderes políticos, refrendados posteriormente por el parlamento. Es decir, la responsabilidad última de tener un gobierno semejante es de quienes siguen votando una y otra vez, a pesar de las tremendas imperfecciones que posee nuestro marco constitucional. Sin embargo, esa legitimidad democrática no faculta a los gobernantes a robar a la ciudadanía sus derechos fundamentales, como es el caso de la libertad de pensamiento, amparándose en una tragedia tan luctuosa como es este coronavirus que nos ataca sin saber cómo ni cuándo. Y mucho menos a que valiéndose de la ventaja que les concede el miedo, la incertidumbre y el confinamiento de los ciudadanos en sus domicilios se aprovechen para machacar nuestras mentes con órdenes muy peligrosas para nuestra integridad intelectual y moral.
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