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El 10 de julio de 1997, ETA secuestra al joven concejal  Miguel Ángel Blanco. Dos días más tarde, Txapote ejecuta a Miguel Ángel quien, un día después y por la severidad de las heridas, exhala su último aliento.

Obviaré los pormenores de la génesis, evolución y luctuoso desenlace de aquellos eternos tres días. Son bien conocidos por quienes lo vivimos y, para serles sincero, todavía duele recordar aquella crónica de una muerte anunciada. 

Ninguna muerte pesa más que otra. Cada vida segada por ETA fue una muesca en sus pistolas y una llaga en nuestra memoria colectiva. Casi un millar de españoles reposan en los camposantos de España porque sus verdugos así lo decidieron. No busquen motivos ni razones porque el mal desconoce los unos y las otras. La dialéctica de la muerte y del terror es, en sí misma, la antítesis más visceral de la razón y bonhomía humanas. Mataron cuanto pudieron; porque sí. Sin más. La mayor parte de sus víctimas fueron previamente marcadas en la diana; otras (daños colaterales lo llaman) simplemente pasaban por allí en el momento más luctuosamente inoportuno.

Por razones que todos conocen, el secuestro y muerte de Miguel Ángel Blanco gestó lo que vino en llamarse El Espíritu de Érmua. La sociedad española escribió una de las páginas más hermosas de nuestra Historia más reciente. Aun en la adversidad y postrimería más trágicas, nos sacudimos el miedo y salimos a la calle como una sola voz. Una voz nítida y desgañitada, salpicada de rabia, clemencia y valor. Tres días en los que los que, al menos yo, recobré la esperanza en la sociedad española y me sentí plenamente orgulloso de mi españolidad.

El de Érmua, como todo espíritu honorable, ha sufrido a lo largo de estos veinticinco años las más dispares agresiones; veladas unas, manifiestas otras; bastardas todas. Cuando los miserables de la boina y la serpiente anunciaron el armisticio definitivo, un servidor, como toda persona con entrañas, experimentó una inmensa alegría pues toda bandera blanca es siempre bienvenida. Dando esto por descontado, no enjuiciaré intenciones que sólo anidan en las consciencias de los otros pero sí opinaré sobre hechos irrefutables que admiten e incluso demandan una correcta interpretación. Soslayar este cáliz constituiría una afrenta ignominiosa contra el inconmensurable valor democrático del millar de españoles, niños incluidos, que el cáncer etarra se llevó por delante.  

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Solo por motivos pedagógicos y académicos es aceptable la compartimentación de la Historia mas, para su conocimiento y fidedigna interpretación, hemos de conocerla en su conjunto. Toda realidad coetánea se entiende al albur de acontecimientos pretéritos como, por otra parte, aquella determinará en gran medida el futuro más inmediato. Un razonamiento que sonroja tener que explicarlo.

La Ley de Desmemoria Histérica y Selectiva (en sus versiones primigenia y revisada) representa, de forma sintética y clarividente, una afrenta contra el rigor histórico y la degradación de la Ley a un burdo bando publicitario. Y digo esto porque toda Ley, no sólo tiene que germinar del órgano soberano y observar el procedimiento previsto, sino que ha de ser justa, de forma que aquella sea fiel reflejo de una democracia antes sustantiva que meramente formal.  Una Ley que ignora deliberada y torticeramente la calamitosa, caótica y canalla II República Española y, por tanto, los gravísimos hechos que precipitaron lo sucedido después. Un panfleto que acota su contenido al tiempo transcurrido desde el Alzamiento de 1936 hasta la promulgación de la Carta Magna en 1978. Una ley, en definitiva, que es hija de intereses ajenos a la justicia, la concordia y la justa reparación de TODAS, ABSOLUTAMENTE TODAS, las tropelías perpetradas durante la II República y la dictadura franquista. Fragmentar la Historia para hacer otro tanto con la memoria es propio de malvados.

Pues bien. Quienes promovieron y aprobaron este engendro son los mismos que han minado y relativizado hasta la náusea la grandeza del Espíritu de Ermua. Hoy, en la sede de la soberanía nacional, se sientan enemigos de la nación española cuyos desempeños y empeños tienen por objetivo el debilitamiento y despedazamiento de la nación española. Este hecho, lejos de ser anecdótico, es una anormalidad democrática y la prueba más evidente de la decadencia intelectual de la alta política. Durante estas últimas décadas, sagastianos y canovistas han convertido el ágora en una hoguera de vanidades e intereses crematísticos en la que los principios morales y políticos han quedado reducidos a cenizas. Los descendientes de Wifredo el Velloso y de Sabino Arana (que, según las crónicas periféricas, fueron concebidos por obra y gracia del hecho diferencial),  merced a una ley electoral que antepone la tierra a los ciudadanos, han chuleado al tesoro público mientras, por Moncloa, ponían un piso a la cortesana.     

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El oprobio todavía puede empeorar. Hace escasos días, en recuerdo de Miguel Ángel, sus señorías guardaron un minuto de silencio. Algunos de los silentes eran muy amigos de quién descerrajó dos tiros en la cabeza de Miguel Ángel, silenciando su verbo para siempre. Otros silentes, compañeros de Ernest LLuch y de Fernando Múgica,  gobiernan con la muleta de los amigos de Txapote.

Definitivamente, hay silencios clamorosos que, como un cuchillo, cortan un aire irrespirable pues la memoria no se borda con apariencias  sino con integridad. Con las cosas del comer, la patria y nuestros mártires no se juega. Hoy, los amigos de Txapote, dan clases de ética democrática y llaman fascistas a todo lo que se mueve. Vivir para ver; para ver cómo la indignidad cabalga a lomos de un caballo famélico y débil. Para ver cómo el poder por el poder, en tanto estupefaciente de majaderos, se malvende por treinta monedas de plata. Para ver, digo, cómo los principios e ideales, si es que alguna vez se tuvieron, quedan relegados al sueño de una noche de verano.

Los silencios, como las palabras, nada valen si el honor anda ausente. Y un político sin honor no es nada. Nada. Nada.

Autor

REDACCIÓN