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Desde los inicios de la posmodernidad, con su concreción histórica en mayo de 1968, en un movimiento proporcionalmente acelerado, el Derecho ha dejado de fundarse en la naturaleza humana y sobre la base de conceptos metafísicos, es decir inmutables, para pasar a sostenerse sobre un voluble conglomerado ideológico, y por lo tanto utópico, que por ello mismo carece de fundamento alguno en la realidad de las cosas. Ahí se encuadra el proceso de destrucción del sentido de cualquier institución jurídica que se ha llevado a cabo en España, no única pero sí especialmente desde 1982, a fin de obtener réditos políticos. La protagonista de esta espiral de corrupción ha sido la politización de la justicia, llevada a cabo principalmente por el PSOE, pero contando con la pasividad confirmatoria del PP.
La cosmovisión de la izquierda posee un entendimiento del Derecho en clave relativista, positivista y por extensión totalitaria, que no afecta únicamente a sus instituciones, sino también a sus principios rectores. Cuando el Derecho es sometido a la pura conveniencia electoralista se ha firmado ya su acta de defunción, por lo que cualquier aberración jurídica campa con absoluta impunidad y la sociedad, debidamente adoctrinada por los medios de comunicación y el sistema educativo, terminará por aceptarla. No otro es el panorama que estamos presenciando antes los últimos pactos del gobierno socialista-comunista con los herederos de las bandas terroristas ETA (Bildu) y Terra Lliure (ERC) con los liberales y socialdemócratas de Ciudadanos en el papel de mamporreros.
Al analizar la situación actual de España en modo alguno pueden pasarse por alto los efectos devastadores del envilecimiento intelectual y moral al que ha sido sometida la población a través de más de cuarenta años de sistemática falsificación histórica. Todo análisis de la actualidad que no tenga en cuenta la evolución histórica previa está condenado a limitarse a la superficialidad de los fenómenos, de las efímeras noticias diarias, al no remontarse a los principios sólidos para juzgar dichas manifestaciones. Hoy ya sólo quedan unos pocos jirones del Estado de Derecho después del continuo socavamiento de la independencia del poder judicial, como ha podido comprobarse en las últimas decisiones del ministro Marlaska referentes los mandos de la Guardia Civil.
En este contexto, cobra aún más valor el discurso que Benedicto XVI dirigió al parlamento alemán, y que ahora pasamos a sintetizar, donde expone una serie de reflexiones sobre los fundamentos del Derecho de cara a su regeneración. Si se pretende revertir el proceso de desnaturalización nihilista al que ha sido condenado el Derecho y, por extensión la política, dichos fundamentos resultan imprescindibles, pues, de lo contrario, ambos no cesarán en su degradación hasta culminar la dictadura del pensamiento único del marxismo cultural impuesta y asimilada por gran parte de la sociedad, Iglesia incluida. De ahí que, como afirmara Donoso Cortés, todo error contemporáneo entraña un error teológico porque la modernidad primero y la posmodernidad, a continuación, han llevado al hombre a independizarse soberbiamente de Dios. Expulsar a Dios de las leyes trae como consecuencia la arbitrariedad que termina por hundir el Derecho y con él la convivencia pacífica entre los hombres.
Primero la Modernidad afirmó la soberanía de la inteligencia humana al margen de Dios (el libre examen protestante), después la soberanía de su voluntad (la verdad depende del número o la democracia como fundamento del gobierno), para concluir en la soberanía de sus pasiones (la revolución sexual y la ideología de género) elevadas a la categoría de leyes democráticas. Por ello, el mismo Donoso Cortés recordaba una lección de historia política tan demostrada como acallada: «El principio electivo es cosa tan corruptora que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas». Y la salida inevitable de una sociedad gangrenada moralmente como es la española no es otra que la revolución. Así sucedió con el Frente Popular en 1936 y así va camino de repetirse hoy con el nuevo Frente Popular.
«Lo que en definitiva debe ser importante para un político, su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia para poder crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho».
«El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de malhechores?”, dijo San Agustín. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó a él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de criminales muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente?»
«Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que, en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley”».
«Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia».
«¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde la primera mitad del II a. C. Entonces se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, perfeccionada en la Edad Media cristiana, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad».
«Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya San Pablo al afirmar: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos… son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s»).
«Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que la conciencia es la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, no obstante, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que nos avergüenza hasta la sola mención del término. Cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy. Si se considera la naturaleza -con palabras de Hans Kelsen- “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético».
«Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista -y este es el caso de nuestra conciencia pública- las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública».
«El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional».
«Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. El hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana».
«Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, al final de su vida abandonó el dualismo de ser y de deber ser. Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia -añade-, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte -dice- esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto. ¿Lo es verdaderamente? ¿Carece de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?»
«En este punto, debería viene en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios Creador, se ha desarrollado la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe bíblica, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico. Para establecer un verdadero derecho que sirva a la justicia y la paz es necesaria la capacidad de distinguir el bien del mal».
Benedicto XVI. Reichstag, Berlin, 22-9-2011
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