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En el prólogo del célebre “Dioses, tumbas y sabios” de CW Ceram – un libro que muchos leímos de jóvenes (en un tiempo en que los jóvenes leían) – se preguntaba don José Ortega y Gasset por el tiempo que necesitaba la historia para que la carga emocional de la proximidad no turbase su comprensión. En uno de los pocos juicios históricos en los que no erró, don José se contestaba: “a la distancia que no permite ya distinguir la nariz de Cleopatra”. Pues solo una perspectiva como esa permitía abordar el escrutinio “sine ira et studio” de Tácito.
Ni a Tácito ni a Ortega han leído – eso es seguro – los perpetradores de la llamada Ley de Memoria Democrática, poseídos por un odio ciego y vengativo que no parece encontrar jamás satisfacción. Un inagotable resentimiento que no hace favor alguno ni a la verdad histórica ni a la convivencia de los españoles, y cuyo primer jalón fue la emotiva evocación de los cadáveres en las cunetas para desembocar hoy en la voladura de la Cruz más grande de la Cristiandad. Entre tanto, la interdicción jurídica extiende su ominosa sombra sobre un periodo de nuestra historia oficialmente declarado maldito.
Uno quiere pensar que llegará el día en que, desvanecidos los encantamientos de nuestro tiempo, el franquismo dejará de ser la expresión de una especie de mal metafísico e ingresará en la historia para ser comprendido, sencillamente, como objeto de estudio.
¿O es eso lo que se quiere evitar?
Cualquier escrutinio sereno del franquismo – lo que exige la adopción de la perspectiva orteguiana -, arroja un balance favorable a este en términos históricos. La transformación operada en la sociedad española durante la época franquista carece, sencillamente, de precedentes: simplemente listar los logros de esas cuatro décadas resultaría interminable y seguramente tedioso para el lector. Las cifras económicas dejan sin aliento, y la salud social, traducida en niveles de educación, erradicación del analfabetismo, tasas de suicidio (las más bajas de nuestra historia) o población carcelaria (once veces inferior a la que hemos alcanzado en el siglo XXI), habla bien a las claras del gigantesco alcance de dicha transformación.
A la hora de analizar estos datos incontestables, la historiografía progresista enfatiza dos cuestiones: una primera, las dos décadas iniciales del franquismo, entendidas como un tiempo perdido, algo absolutamente falso incluso en términos económicos (dejando al margen logros de otro tipo, como el mantenimiento de España fuera de la IIGM); y una segunda, el papel de las circunstancias exteriores, que habrían limitado los éxitos del régimen a un mero aprovechamiento de la situación. Dejando al margen que este solo hecho ya sería reseñable (la de la España contemporánea es, en buena medida, la historia de una serie de oportunidades perdidas), conviene señalar su falsedad.
El éxito del franquismo se asentó sobre la industrialización del país, carencia que, hasta entonces, era la causa esencial del atraso español: mientras Europa alcanzaba su cénit (imperios coloniales de Francia y Gran Bretaña, unidades nacionales de Alemania e Italia, expansión rusa), España perdía su imperio y la dinámica centrífuga se proyectó sobre el país en su conjunto. La industrialización acompañó estos procesos de crecimiento y poder nacionales en todo el continente, mientras España quedaba al margen de los mismos.
Hasta que en 1941 una decidida dirección política, que buscaba la modernización de la sociedad española, creó la base sobre la que se levantó la prosperidad española que estallaría con singular potencia en la segunda mitad del franquismo: el Instituto Nacional de Industria (INI). El INI puso fin a la distancia sideral que separaba a España del resto de Europa por la vía de convertir al Estado en el primer grupo empresarial del país. Las políticas liberales habían sido incapaces de conseguirlo durante un siglo.
Esa transformación sin precedentes que vivió España había liquidado las bases sociales que sostuvieron al régimen franquista desde el instante mismo de la sublevación: el país rural, de pequeños núcleos poblacionales, el país católico y tradicional, se había convertido en una potencia industrial con una sociedad urbana y una población secularizada.
A cambio, había generado una pujante clase media cuya adhesión al régimen era indiscutible, si bien se expresaba en unos tonos más moderados que la generación que le había precedido. Esa clase media, clara beneficiaria del franquismo, reflejaba mejor que nada los cambios acaecidos, y para mediados los sesenta comenzaba a demandar un dinamismo político que no parecía encontrar satisfacción en el seno del régimen. El desarrollo experimentado se extendía inevitablemente a otros aspectos sociales, económicos y culturales. Era cuestión de tiempo que la progresiva complejidad social exigiese un acompañamiento político.
Ciertamente, el régimen no era ya ese “estado campamental” al que se refiriese Serrano Suñer durante la guerra civil. Con lentitud – para algunos desesperante – se había ido institucionalizando, aunque nunca de forma completa, y a comienzos de los sesenta aún resultaba difícil argumentar su carácter representativo. De hecho, la “democracia orgánica” no encontró los cauces para asentarse y convertirse en una alternativa democrática real a la democracia liberal. Ese quizá sea el mayor reproche que quepa hacerle al régimen en términos políticos.
Del propio fracaso del sistema representativo se siguió la creciente convicción de que este tenía poco margen para la reforma y que había que completar el camino de la modernización convirtiendo España en una democracia homologada a las del resto de Europa. Naturalmente, con sus límites en el partido comunista y en los separatismos. La mejor muestra es la que nos brinda el propio Franco.
Este no dudó en dejar como sucesor a Juan Carlos de Borbón, advirtiéndole al tiempo que “usted jamás podrá gobernar como yo lo he hecho”. Su gran tarea sería la de traer un sistema representativo y democrático – y pocas dudas podía haber acerca de a qué se estaba refiriendo el Generalísimo – que uniese a todos los españoles más allá de sus inclinaciones políticas. Por que, continuaba razonando Franco, “si eso se lo doy hecho, ¿cuál sería su título ante la Historia y los españoles?” La legitimidad de Franco residía en la victoria del 1 de abril; la del futuro rey descansaría en la homologación del país a las formas políticas de convivencia europeas.
Desde fines de los años ´50 Franco empezó a hablar no solo de democracia, sino incluso del régimen de partidos. Y durante los años sesenta declaró en varias ocasiones que España no podía prescindir del mundo liberal capitalista en el que se desenvolvía y en el que debía aspirar a integrarse, si era necesario alterando los Principios Fundamentales. Es claro que Franco no se hacía ilusiones, a esas alturas, de que el régimen fuese a sobrevivir a su persona; de hecho, lo más probable es que ni siquiera lo deseara. El propio sistema nacido del 18 de julio había sufrido grandes cambios desde el tiempo de la guerra civil, y era previsible que a la muerte de quien había sido su Caudillo durante cuarenta años esos cambios fuesen más profundos.
Los testimonios que avalan la voluntad de Franco al respecto son abundantes. Es conocido el de Vernon Walters, a quien declaró que “España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga y qué sé yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será letal para España”. O las declaraciones de Adolfo Suárez en octubre de 1975, un político que empezaba a contar para el futuro, en las que declaraba a la revista “París Match” que Franco le había instado a “prepararse para la democracia”.
Además, las instituciones sobre las que se había apoyado desde el comienzo de su mandato, la Iglesia y el Ejército, eran bien distintas de las que él había conocido en su juventud o de las de 1936. La primera había emprendido un camino sin retorno hacia lo que entendía como “modernización”, algo no muy diferente a una rendición ante la oleada secularizadora que sacudía Occidente. Además, y con notoria ausencia de gallardía, la jerarquía eclesiástica se apresuraba a despegarse de aquel régimen que le había – literalmente – salvado la vida.
Por otro lado, el franquismo había domado al Ejército, sometiéndole por primera vez en la época contemporánea al poder político. No hay duda de que el franquismo transformó al Ejército español, alejándole de la tentación de intervenir en política al margen y contra el poder civil. De un modo tal que, cuando se produzca el golpe del 23 de febrero de 1981, los dos bandos en liza estarán seguros de servir al rey (y, en todo caso, eso fue lo que – significativamente – alegaron). El Ejército de la Victoria habría de servir a Franco, tal y como este le había encarecido en su testamento, más allá de la existencia terrenal de su Generalísimo.
Por eso, aunque en la pura teoría el régimen acaso pudiera haberse prolongado más allá de 1976, en la práctica – tal y como evolucionó y como sucedieron los hechos – era poco probable. Suponer que Carrero Blanco – como se ha hecho con absurda frecuencia, acaso para justificar el magnicidio – habría mantenido las formas más duras del régimen no tiene base alguna: Carrero, arquetipo del militar para el que la lealtad lo era todo, hubiera obedecido al monarca designado por Franco, y ejecutado aquello que Juan Carlos le encomendase. En caso de grave conflicto con su conciencia – y no es descabellado suponer que bien podría haber sucedido – cabe aventurar que Carrero se habría retirado de la escena. Los militares de Franco no se sublevaban: dimitían.
La clave última de la mutación del régimen en una democracia liberal homologable a las europeas reside en el propio régimen. La Ley de Reforma Política aprobada en el otoño de 1976 lo fue contra la postura de la izquierda, en ese momento, residual. Aunque esta pedía la abstención alegando que el régimen nunca traería la democracia, lo que realmente temían es que sí la trajese. Como en efecto sucedió.
Por otro lado, es innegable que los franquistas que se mantuvieron afectos a la esencia más pura del régimen, constituían una minoría. Si algo sorprende es su escasez. Las votaciones en las Cortes durante los últimos años del franquismo no dejan lugar a la duda; el célebre “harakiri” de 1976 que dio lugar a la Ley de Reforma Política no fue sino la lógica culminación de un proceso que venía de lejos. De muy lejos.
No olvidemos que la Ley fue aprobada por el Consejo de Ministros, por el Consejo Nacional del Movimiento y por las Cortes. Por eso, quienes dieron su apoyo en el referéndum del 15 de diciembre de ese año lo hicieron en la seguridad de que votaban en favor de la octava Ley Fundamental del franquismo. Al votar en favor de la democracia, votaban, también, por el régimen, dando la espalda a la solicitada abstención que pretendía la izquierda.
La Transición y la Democracia son frutos directos del franquismo. En eso tiene razón la izquierda cuando ahora señala el franquismo como pecado original del régimen del 78. Durante décadas esa misma izquierda ha mentido, adjudicándose una paternidad (la de la Democracia) que no les correspondía en absoluto
Ahora que ya no esconde su propósito de acometer una segunda transición, para lo que les encaja de maravilla el origen franquista de la primera, puede, por fin, decir la verdad: pues en efecto, la Transición y la Democracia (así, con mayúsculas) son hijas legítimas del franquismo. Del régimen que nació un venturoso 18 de julio en que se alzó aquella media España que no se resignaba a morir.
Su victoria nos permite hoy hablar de democracia; su derrota quizá nos tuviera todavía hablando de perestroika.
No, gracias.
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