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La Historia del descubrimiento del café y su larga marcha hacia el mundo conocido (Europa y América) fue uno de los “antídotos” que empleé para superar la crisis política que viví cuando, sin medir bien las fuerzas, tuve la osadía de enfrentarme al Presidente Suarez y sus Gobierno y a la casta política de la Primera Transición por el tema de las Autonomías y las Nacionalidades.

Entonces el café y su apasionante historia me sirvieron para mitigar las incipientes depresiones que luchaban por hundirme. Pues bien, aquella Historia del descubrimiento del café y su llegada al mundo Occidental es la que hoy reproduzco como “antídoto” posible para las sufridas víctimas del Covid que todavía permanezcan entre las cuatro paredes de una fría habitación de un hospital.

Pero pasen y lean, si tienen ganas y ánimos:

UN ORIGEN DE LEYENDA. 

 

Corría el verano de 1799 (concretamente, la jornada del día 25 de julio), cuando el General Bonaparte venció a los turcos en Abukir, no lejos de Alejandría, en una de las batallas «más grandes que conocieron los siglos»… aquella que años más tarde recordaría el gran Napoleón, el dios de Marengo y de Austerlizt, como «la más hermosa de cuantas he visto en mi vida»… Fue el día que recibió como regalo su famoso caballo Vizir, así llamado por el monte Vizir, lugar desde donde, rodeado de su estado Mayor, contempló y dirigió la batalla. Era un soberbio caballo árabe negro, cubierto con una gualdrapa bordada en oro, perlas y piedras preciosas… el mismo con el que otro día entrará en Moscú.

Pero aquel 25 de julio, Bonaparte también recibió en obsequio algo que pasó inadvertido a la mayoría de los presentes: varias ramas del árbol del café, rebosantes de frutos rojos y verdes, que el jeque El Bekry, el primero y el más respetado de la numerosa familia descendiente de Mahoma, había hecho traer del alto Egipto a golpe de remos por las aguas del Nilo… Quizás porque el astuto árabe ya sabía del vicio cafetero del Bien Guardado, el jefe del ejército francés, el general Bonaparte, y su vieja costumbre de tomar café hirviendo antes de entrar en combate y después de la batalla. 

Según Rustam, el mameluco que le sirvió tantos años de criado, fue aquella misma tarde -la tarde de Abukir- cuando Napoleón quiso saber por qué el café era negro y cuáles eran los orígenes de tan extraña planta. Del pintoresco relato del fiel servidor se deduce que la conversación entre el general y el jeque transcurrió en estos términos:

-¿Por qué?, ¿por qué ha de tostarse el café para que dé su mejor jugo y por qué éste tiene que ser negro?

-General (o acaso le llamaría Excelencia o Sire), ¿y por qué las aguas del Nilo son verdes, azules, pardas, negras o rojas según las estaciones de la Luna y sus proximidades al mar?… EI café es africano y el África es toda ella un misterio…

-No, jeque El Bekry, en eso se equivoca; el café no es africano, el café apareció en los montes yemenitas de Arabia.

-Ja, ja, ja —replicó riendo el viejo árabe descendiente de Mahorna—. No, Excelencia, el café nació en las faldas del monte Kaf… ja, ja, ja…

-¿De qué y por qué se ríe usted, amigo mío? ¿Dónde está el monte Kaf? —contestó muy serio el general, sacando a la luz el genio que le embargaba cuando algo nuevo surgía ante él 

-General Bonaparte, la leyenda del monte Kaf es una vieja historia de la mitología árabe que sólo conocemos los árabes… Verá, según esta leyenda, el monte Kaf fue el nombre que los primeros hombres dieron a la cordillera más alta que Dios creó para que sujetara a la Tierra. El monte Kaf se alzó como un gigante, al borde del mundo, para observar el recorrido del sol por el cielo. Hay quien asegura, incluso, que el monte Kaf es la morada de los yinn y que en sus laderas crecieron todos los animales y todas las plantas del mundo… incluido el café, claro está.

-¿Y dónde se supone o cree la leyenda que está el monte Kaf? 

-Según mis antepasados, el Monte Kaf estaba situado al otro lado del mar, es decir, en Abisinia, donde está la ciudad de Kaffa… pero, la verdad es que nadie llegó nunca a encontrarlo. Yo creo que el monte Kaf es eso, una leyenda.

-¿Y por qué ha de ser negro? —volvió a insistir el tozudo corso, mientras que por su mente pasaban los horrores negros de San Juan de Acre.

-También para eso hay otra leyenda, mi general —replicó el jeque El Bekry, insinuando una tímida sonrisa—. ¿No conocéis los cuentos de Las Mil y una Noches? Mi abuelo, el jeque Al’Jidr, el Verde, gran amante del café y buen conocedor de la historia de la Arabia feliz, me decía que cuando Dios expulsó a Adán del Paraíso le echó sobre su desnudo cuerpo cuatro hojas para que le cubriesen, pero que éstas cayeron sobre la tierra… Entonces una se la comieron los gusanos y de ella procede la seda; otra se la comieron las gacelas, y de ella salió el almizcle; la tercera se la comieron las abejas y dieron la miel… y la cuarta hoja cayó sobre Kaffa y surgió el café. También se dice que el café simboliza la vida del hombre; la flor blanca es el nacimiento, el grano verde es la juventud,el grano rojo es la madurez… y el grano quemado, negro, es la experiencia y la sabiduría, la esencia acumulada durante los años de vida, cuando el hombre sabe —y el jeque El Bekry volvió a reír— que «Dios es Dios y Mahoma su profeta».

Pero Bonaparte ya no quiso seguir y sin decir nada saltó sobre el negro Vizir y a galope se alejó en dirección Este, en pos de las Pirámides y sus mil años de Historia.

Pues bien, historia o leyenda, la verdad es que esto es lo que se conoce del origen del café. Un origen que los expertos sitúan efectivamente en el sudeste de Etiopía – Abisinia, en la ciudad de Kaffa, a pesar de su salida a la historia en el Yemen… lo cual no es incompatible con lo que conocemos, puesto que por el sur de Arabia pasaba la ruta de la India y el comercio de los árabes.

Otro tema es el descubrimiento del café como lo conocemos hoy. ¿Quién o dónde se descubrió que aquel fruto rojo tostado o quemado y vuelto negro desprendía el aroma y el sabor que ha conquistado al mundo? — ¿Cómo y cuándo se hizo la primera cocción y se bebió el primer café? Desgraciadamente, también aquí la leyenda sustituye a la historia, porque la verdad es que todo parece un cuento de Scherezade… 

Según una de las leyendas árabes, el café fue descubierto por un joven pastor llamado Kaldi, quien un día notó en su rebaño de cabras un comportamiento inusitado y encontró, al indagar las causas de esa embriaguez que demostraban sus animales, que éstos habían comido las hojas y los frutos rojos de un arbusto… Entonces el pastor probó los frutos y se sintió igualmente poseído de una extraña euforia que le impulsaba a cantar y danzar. Lo que conocido por unos monjes que habitaban en el cercano monasterio de Chebodot, fue motivo de estudio y experimentación, hasta descubrir que aquellos frutos, secados al sol y tostados al fuego, producían una aromática bebida de efectos vivificadores. A aquella primera infusión la llamaron «kawek», que significa lo que calma y vivifica.

Luego el café se hizo viajero y se expandió por el mundo. Arabia, Egipto, Siria, Persia, la India, Europa y América. Principalmente ésta, pues no hay que olvidar que andando el tiempo Brasil y Colombia se elevarían a primeras potencias en la producción de café y que allí surgirían los mejores y más ciudades cafetales de la tierra.

Pero de la llegada del café a las Américas (la hispana, la portuguesa, la holandesa, la francesa y la inglesa) y de su actual cultivo, producción y comercialización, hablaremos en nuestro próximo número, por hoy baste recordar, como cierre, que el café hizo escribir a Honorato de Balzac estas bellas palabras: 

«Las ideas se ponen en marcha como los batallones de un gran ejército en el terreno de una batalla, y se ejecuta la batalla. Llegan los recuerdos a paso ligero, con las banderas al viento; la caballería ligera de las comparaciones se despliega con magnífico galope; la artillería de la lógica llega con su tren y sus saquetes de pólvora; llegan en guerrilla las agudezas, se ponen en pie las figuras, el papel se cubre de tinta, pues la vigilia comienza y termina con torrentes de agua negra, como lo hace la batalla con su negra pólvora».

 

Talleyrand, el sibilino ministro de Napoleón, definió así al café:

 

«Es negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel y suave como el amor».

EL CAFÉ LLEGA A EUROPA

De Lorenzo de Médicis, el Magnífico, se sabe casi todo, pues no en vano su vida está íntimamente ligada al Renacimiento y a los nombres de Michelozzo, Filippo Lippi, Botticelli, Gozzoli, Ghirlandaio, Piero de la Francesca, Verrocchio, Luca della Robbia, Signorelli, Miguel Ángel y Leonardo… ¡el gran Leonardo! ¡el gran Miguel Ángel! Lo que no se sabe o nunca se aclaró de todo fue la leyenda que envuelve su muerte un día de abril de 1492 (como nunca se supo a ciencia cierta qué significaban las «rojas esferas en campo de oro» que figuraban en el blasón de los Médicis)… cuando tan sólo contaba 43 años de vida. ¿De qué murió el gran mecenas de las artes, las ciencias y las letras renacentistas? Según sus biógrafos, Lorenzo murió víctima de la gota, como años más tarde Carlos V, y tras ser atendido por los médicos más famosos de su tiempo, le aplicaron los remedios más caros y novedosos entonces conocidos: perlas orientales machacadas en mortero, diamantes pulverizados e infusiones de café (o «brebaje oscuro, casi negro, que se obtenía de unas como píldoras rojas traídas de oriente y que se tostaban al sol»). 

Lo cual, si no nos aclara la muerte del «Magnífico», pone de manifiesto que el café llega a Europa a finales del siglo XV… es decir, casi al mismo tiempo que Colón descubre América y el plátano viaja al Nuevo Mundo.

¿Cómo llegó y desde dónde llegó el café a la Florencia renacentista? Fácil es deducir que siendo Venecia la gran aliada de los Médicis, el café llegara de manos de algún comerciante veneciano y que el Dux Agostino Barbarigo lo ofreciera a su amigo Lorenzo como prueba de su afecto. Sobre todo teniendo en cuenta que los venecianos de esa época son casi los monopolizadores del comercio mediterráneo y oriental.

Sin embargo, la Historia sitúa el comienzo de la larga marcha del café hacia Occidente muchos años después. Según el experto Osorio Lizarazo, el café salió por primera vez de Abisinia (región de Kaffa) entre los años 1418 y 1429, llevado por un peregrino musulmán que se dirigía a la Meca para cumplir los preceptos de su fe. Ese peregrino se llamaba Ech – Gadzel y había salido de su tierra con una buena provisión de hojas y frutos de café, con los que se preparaba interminables infusiones. Ech – Gadzel regaló al yemenita Gemaleddin un puñado de aquellos granos para que los sembrase a su vuelta y así nació el primer cafeto de la Arabia Feliz… (curiosamente hay que señalar que el Yemen y el sur de Arabia están situados entre los paralelos 10 y 20 y cerca del Ecuador). Desde Arabia el café volvió a cruzar el Mar Rojo y llegó a El Cairo primero, luego a Constantinopla y después a la India, Java y Ceilán. Comenzaba la larga marcha. 

Porque a no tardar mucho el café se coló de rondón en Europa… ¿por dónde? He aquí un motivo de discusión. Según H.J.E. Jacob («Cuentos y victorias del café»), el café entró en Europa por Viena con ocasión de la marcha de los turcos sobre la capital de Austria al mando de Kara – Mustafá y gracias al héroe polaco José Koltschitzky, quien sólo aceptó como recompensa a sus méritos guerreros todo el café que consigo traían los turcos… Otros historiadores aseguran que el café entró en Europa por Italia, concretamente por Venecia y el año 1645, gracias a un comerciante llamado Pietro della Valle, quien, al parecer, lo había ya llevado sin éxito a la ciudad de Marsella. A Inglaterra llegó en 1650 de la mano del también comerciante Daniel Eduards, que además fue el primero en abrir al público «un café» donde se expendía el novedoso «líquido negro». Por cierto, que fue un ayudante de éste -el griego Pasqua Rosse- quien escribió el primer texto publicitario sobre el café. El «aviso» decía así:

«El café aviva mucho el ánimo y da ligereza al corazón. Suprime los vapores y es por esto eficaz contra el dolor de cabeza; contiene el paso de los reumas que destilan del cerebro al estómago, y de esta manera impide la consumición y la tos de los pulmones. Es excelente para combatir y curar la gota (¿lo ven? ¿ven cómo pudo ser verdad que los médicos de Lorenzo de Médicis quisieran curarle la gota con el café medio siglo antes?), la hidropesía y el escorbuto. Es conocida como la mejor bebida existente para las personas de edad. Figura como excelente remedio contra el splin, la hipocondría y las enfermedades análogas. Evita la somnolencia y pone al hombre en condiciones de trabajar a toda hora, por lo cual no hay que tomarlo después de cenar a menos que se desee combatir el sueño. Se observa que en Turquía, donde el uso del café es general, la gente no conoce multitud de enfermedades o el escorbuto y que todos ellos tienen el cutis excesivamente blanco y claro». 

 

Y ahora vayamos a París: año 1669… y reinado de Luis XIV. Porque es entonces cuando llega a la capital francesa el embajador Solimán Agá, en representación de Persia, y el café. Un café que el diplomático hace famoso enseguida entre la clase aristocrática, los políticos y los altos funcionarios. Tanto que el propio Rey Sol se siente atraído y tan conquistado que rápidamente quiere conocer el cafeto y cultivarlo en Francia, si es posible. Igual le sucedió a Pedro el Grande, el Zar de todas las Rusias, que incluso tuvo que acercarse hasta Leipzig para conocer «el arbolito».

 

Sin embargo, el honor de ser los primeros en el cultivo el cafeto lo tuvieron los holandeses… mejor dicho, el holandés Nicolás Witzen, porque fue este hombre quien llevó la primera planta desde Moka a Indonesia y quien consiguió el primer café no árabe. Naturalmente, Indonesia formaba ya parte de las «indias Occidentales Holandesas». 

 

Y de indonesia a Ámsterdam sólo había un paso (o sea, un viaje por mar de cuatro meses de duración). El hecho es que cuando finaliza el siglo XVII (y mientras en España desaparece el último rey de la Casa de Austria y están a punto de llegar los Borbones), el primer cafeto europeo ya está fructificando en los invernaderos del Jardín Botánico de la capital holandesa y que muy pronto, tras el tratado de Utrech, los holandeses regalan a Luis XIV su codiciado «árbol del café». Árbol que, naturalmente, los franceses cuidan como oro en paño en el Jardín de las plantas de París. «El cuidado de la planta -según Jules Rossignon- se encomendó al botánico Antonio de Jussieu, quien fue el primer botánico europeo en hacer una descripción científica del cafeto, sus flores y sus frutos. Jussieu clasificó el café (a fines de 1714) en su memoria dirigida a la Academia de Ciencias de París como «jasminus Arabicum Lauri -folio, cuius semen apud nos caffe dicitur» – «Jazmín de Arabia de hojas de laurel, cuyas simientes llamamos nosotros café».

 

El siguiente paso en esta «larga marcha hacia las Américas» sería el cruce del océano Atlántico y su llegada al Nuevo Mundo descubierto por Colón (¡hacía ya siglo y cuarto!)… ¿Cómo es posible que España, aquella España de los Reyes Católicos y del «gran Imperio», dominadora en el Mediterráneo y en casi toda Europa, no aparezca en el camino del café hasta que éste no aparece y fructifica en sus colonias de América? Indudablemente, la Historia tiene lagunas incomprensibles… O España era ya diferente.

 

Pues bien, el café cruzó el océano, por fin, durante el primer cuarto del siglo XVIII, probablemente entre 1723 y 1725, con la expedición de Gabriel de Clieu, un oficial del ejército francés de servicio en la Martinica… 

 

«En mi condición de depositario de esa planta -escribiría de Clieu cincuenta años más tarde- tan preciosa para el porvenir de Francia y de Martinica como para mi propio honor, me embarqué en el puerto de Nantes con la mayor satisfacción. El navío que me conducía a las Antillas era un barco mercante, cuyo nombre, lo mismo que el de su capitán, he olvidado por el transcurso del tiempo.

 Recuerdo, sin embargo, que la travesía fue larga y que el agua nos faltó de tal manera que durante un mes me vi obligado a compartir mi escasa ración con la plantita de café, sobre la cual fundaba las más grandes esperanzas, puesto que había vinculado a su transporte mi honor… Cuando al cabo de grandes luchas, logré que produjera su primera cosecha, obtuve cerca de dos libras de granos que distribuí a todas las personas a quienes consideré dignas…»

¿Fueron en realidad estos cafetales de Martinica los primeros de América? Seguramente, sí, ya que no pueden considerarse como tales los envíos anteriores de café que cita, por ejemplo, Williams H. Ukers en su libro «Todo acerca del café».

Otro día les hablaré de la curiosidad manifiesta que ha demostrado que el café fructifica con mayor éxito en tierras próximas al Ecuador.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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