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Cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: ¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!

«I Have a Dream» (fragmento), Martin Luther King

No ruego solamente por ellos, sino también por todos aquellos que por su palabra creerán en mí. Que todos sean uno como tú, Padre, Padre, estás en mí, y yo en ti. Sean también uno en nosotros: así el mundo creerá que tú me has enviado.

Juan 17, 20-21

Toda la riqueza doctrinal (fondo común con el catolicismo romano), litúrgica, eclesial e incluso pastoral de la Ortodoxia pareciera como que recula y rechina por causa de ciertos grupos fanatizados con los que, según tengo entendido, si son apenas significativas en efecto las diferencias doctrinales con respecto a los católicos romanos (católicos papistas nos llamaron con desprecio desde el ala protestante durante siglos), sí lo son los prejuicios, la enemistad de siglos de distancia e incomprensión.

Aunque cierto que en todas las iglesias y confesiones cristianas hay grupos fanáticos (cualquiera puede ser fanático, ¡yo mismo que estas líneas escribo, si bien no lo deseo en modo alguno y lo trato de evitar en mi día a día!), parece ser que con los cristianos ortodoxos las dificultades para el diálogo ecuménico también nacen de la propia psicología «racial o étnica» del ortodoxo, pues no en vano mucho se dice sobre la diferente psicología del oriental, desde la lejana Asia al Oriente Medio u Oriente Próximo (menos racional que la psicología del hombre occidental, más apofática, mistérica, más dada a simbolizar que a explicar racionalmente).

Qué pena. Con lo bueno que sería que la Iglesia universal, pastoreada por los obispos sucesores de los Apóstoles, respirara, desde la unidad en lo fundante y el respeto a la diversidad y pluralidad, en expresión de San Juan Pablo II en la Ut unum sint (su encíclica sobre el diálgo ecuménico) con los dos pulmones, el de Oriente y el de Occidente. Para mejor evangelizar un mundo descreído y pagano, en verdad sumido en la apostasía, el libertinaje, el materialismo…

Para mí, como católico que soy y curioso por la teología, el ecumenismo verdadero implica el retorno a Roma, cum Petro et sub Petro: Roma y su sede de Pedro debieran ser la piedra angular, pero son en verdad la piedra con la que siguen tropezando tantos cristianos que no aceptan el primado del sucesor de Pedro.

Sin embargo, no ayuda o coadyuva al ecumenismo la propia crisis actual de la Iglesia católica, en la que tras una reforma litúrgica mal asimilada nacida al calor del Vaticano II, muchas celebraciones litúrgicas han perdido toda solemnidad, seriedad, toda gravedad, todo lo mistérico propio de un acontecimiento como es o debiera ser el de la Santa Misa. Y claro, los ortodoxos, que siguen siendo hijos e hijas de una Divina Liturgia que es como un trozo de cielo en la tierra (dada su solemnidad, su sentido del misterio, su apofatismo), se dirán para sus adentros que cómo iba a ser eso de la unidad con la Santa Sede, con la Iglesia de Roma, la cual de alguna forma ha propiciado este estado de cosas.

Y tanto. Un ejemplo: en tiempos del coronavirus se discute si por motivos higiénicos es recomendable la comunión en la mano frente a la comunión en la boca. Obispos hay como monseñor Atanasio Schneider que han investigado y teorizado que en los orígenes del cristianismo no se recibió exactamente la comunión en la mano sino que esta se depositaba sobre un paño, en efecto colocado sobre la mano extendida del fiel (una especie de corporal), y el comulgante la recibía de sí mismo en su boca pero sin tocarla con la mano. Pero luego uno lee cualquier página web diocesana (la de la diócesis de Canarias por ejemplo) y ahí lee que la comunión en la mano es legítima. De hecho, el propio Benedicto XVI ha reconocido que él mismo ha comulgado así alguna que otra vez -que deben ser muy pocas por otra parte, dada su condición de clérigo, me figuro-, pero sobre todo que no ha tenido nunca ningún reparo en administrar la comunión en la mano a los comulgantes que así lo desean. Entonces, ¿en qué quedamos?

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Tal vez en lo siguiente. En general, los católicos de mentalidad más tradicionalista o conservadora tienden a comulgar según la manera tradicional: en la boca y, en algunos casos o por añadidura, de rodillas. Mi apreciación va sin segundas, porque el caso es que es así. Frente a ellos, los católicos de corte más liberal, progresista, izquierdista incluso (católicos que suelen hablar de laicado con mayoría de edad, de compromiso social y militante del laicado, de Iglesia como comunidad fraterna de iguales, democrática, asamblearia, etcétera), tienden a comulgar recibiendo a Cristo en la mano. A esta observación, pónganse las excepciones de rigor, pues yo mismo he conocido a militantes católicos nacidos al calor del movimiento obrero, sin duda militantes ejemplares, que nunca dieron el paso en su práctica sacramental a recibir la Sagrada Comunión en la mano y sí mantuvieron la más tradicional de la recepción en la boca y aun de rodillas (el caso de Julián Gómez del Castillo, por ejemplo, allende sus pecados y errores, que por otra parte tenemos todos, un militante ejemplar, maestro de militantes cristianos).

Pues bien, he de decirlo: yo, que más bien procedo de los movimientos situados en el ala progresista de la Iglesia, suelo recibir la comunión indistintamente en la boca o en la mano. Cuando la recibo en la boca, sí que hago una genuflexión. Cuando la recibo en la mano soy consciente de que mi gesto puede no gustar a obispos como el mentado Atanasio, ni a tantos piadosos católicos que consideran que un no consagrado no debe tocar el Cuerpo del Señor con sus manos de no consagrado; consciente de ello, para de alguna manera «compensar el tal vez atrevimiento de mi gesto», me arrodillo frecuentemente durante la Santa Misa, y si recibo al Señor en la mano, procuro hacerlo con delicadeza, colocando bien mi mano derecha debajo de la izquierda y haciendo que esta sea como una cunita en que recibir a Cristo y, delante del sacerdote que la administra, llevármela a la boca (no me gusta recibirla administrada por un seglar, ni me gusta que se haya generalizado en las iglesias esta excepción). Esto me parece que es lo mínimo exigible.

Sin embargo, no es que haga esfuerzos por verlos como de chismoso pero lo cierto es que uno sin querer (sin querer queriendo) observa que hay comulgantes que reciben la Sagrada Comunión como si aceptaran una galleta, un bizcochito: algunos, literalmente, extendiendo la mano como si de una pinza se tratara y así agarran la Hostia Consagrada. Tampoco es esto, me parece. Y es entonces cuando observo que la mayoría de los fieles no se arrodilla nunca, ni siquiera en el momento de la consagración eucarística ni luego de recibir la Sagrada Comunión. Nunca. Como tampoco parecen quedar prácticamente curas en España (en un país como México sí comprobé que aún algunos lo advertían) a los que se les ocurra advertir antes de pasar a administrar la comunión: «Acérquense a comulgar aquellos que sientan que están en gracia de Dios». De suerte que sobre todo en los funerales se acerca a recibir a Cristo prácticamente media iglesia, esto es, fieles que, igual con la mejor de las intenciones del mundo (solo Dios juzga las conciencias), hace un año que no pisan una iglesia y cinco o más que no pasan por un confesionario y… 

Y como que también me llama la atención el caso, que sucede en una parroquia a la que con alguna frecuencia voy, de una chica que llega casi siempre con la misa iniciada. Se trata de una joven de esas que ves luego fuera de la iglesia y ni te saluda, ni te reconoce: si te he visto ni me acuerdo. Nada de nada. Llega ya iniciada la celebración y se sienta directamente en el banco sin el más mínimo gesto reverencial, ni una simple persignación. En ningún  momento se arrodilla. En ninguno. A menudo, las manos en los bolsillos. Ni que decir que comulga en la mano.

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Lex credendi, lex orandi, mi niña. Si bien pondría la mano en el fuego para afirmar que tú no tienes ni idea de lo que es lex credendi, lex orandi. Comoquiera que sea, los curas ¿no podrían contribiuir un poquito a que no fuese tan desastroso todo esto? Que al menos dijeran algunas veces lo que yo sí alcancé a escuchar en México: «Acérquense a recibir al Señor los que sientan estar en gracia para ello». O advertir que si recibimos al Señor en la mano, que pensemos a Quién recibimos (al Señor de la gloria y de la historia, al Alfa y el Omega, al único salvador de la humanidad), que no recibimos una galletita.    

Volviendo al ecumenismo: aunque año tras año, sobre todo cristianos procedentes de la Comunión Anglicana vienen a la plena comunión con la fe católica romana, también año tras año, sobre todo en Iberoamérica, miles de católicos son atraídos por comunidades y sectas evangelistas o evangelísticas. Hasta el extremo de que ya hay países centroamericanos como Honduras con una población originalmente católica inferior al 50% total; fenómeno, como cabe suponer, que avanza imparable en toda Centroamérica, ¡y no digamos en ese gran gigante que es Brasil, ya en Sudamérica! 

Y todo sea dicho: la mayoría de tales comunidades y sectas, por no decir todas, son furibundamente anticatólicas, son fundamentalistas, y desde luego no favorecen el diálogo ecuménico y no digamos el respeto a la Iglesia católica, ¡todo lo contrario!

Vamos, que ni una suerte de colegio apostólico conformado por 12 apologetas católicos de la talla del Dr. Fernando Casanova (excristiano protestante, llegó a pastor de prósperas comunidades evangelistas…) alcanzaría a detener la sangría de la deserción de católicos. 

En definitiva, que aunque haya inequívocos signos de avance en la reconciliación en pro de la unidad original que hubo en la cristiandad en el primer milenio de la era cristiana, hay tantos nubarrones, tantos siglos de desunión, que no es que uno sea necesaria o inevitablemente pesimista, sino que a la vista está que el reto es de proporciones siderales.

A tal extremo que uno inevitablemente se pregunta: cuando el Señor vuelva en su parusía, ¿cuánta fe encontrará en la Tierra, y sobre todo, nos encontrará a los cristianos unidos en una misma Iglesia bajo el sucesor de Pedro…?

Difícil la cosa (improbable). Aunque sepamos qué debemos hacer: los teólogos de todas las iglesias (la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa; las otras comunidades cristianas son son propiamente Iglesia al carecer de sucesión apostólica válida, etcétera), que hagan teología ecuménica con vistas al reencuentro definitivo y tan querido en la unidad; los obispos de ambas Iglesias, que se abracen mucho y se perdonen y, en su nombre, se perdonen mutua o recíprocamente las iglesias de las que son pastores, como han solido hacer los papas, particularmente desde san Pablo VI en adelante (cfr. su histórico abrazo de reconciliación con el patriarca Atenágoras); los cristianos de a pie, que hagamos oración y encuentros fraternos con cualquier cristiano que, desde una actitud de buena voluntad, busque la unidad, más lo que hay en común, que es mucho, que lo que nos separa.

Allende todos estos gestos, toda esta buena actitud ecuménica, el mundo seguirá su curso, ya lo sabemos (tan ignorantes o desinformados no nos consideramos): apostasía, Nuevo Orden Mundial, actual Gobierno en España infame e infecto… Solo que Dios no nos pedirá cuentas de nuestros éxitos, sino de haberlo al menos intentado, puestas las manos en el arado. 

Autor

REDACCIÓN