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Yo no sé si la III Guerra Mundial ya está aquí, como quiere el título de uno de los últimos libros de la periodista Cristina Martín Jiménez, o si de momento aún nos hallamos en sus prolegómenos. Lo que sí tengo claro es que, nollens vollens, nos han implantado casi sin darnos cuenta una versión globalista y apátrida de un nuevo Reich que en esta ocasión va a resultar difícil combatir por culpa de su distópica ubicuidad y de la estulticia generalizada de sus súbditos. Para quien me tilde de exagerado o alarmista le pondré tan solo un ejemplo paradigmático basado en la presente crisis ucraniana (aunque podría también tomar otros ejemplos basados en la crisis sanitaria o en la climática) que tiene lugar en Estonia, un país báltico que conozco bastante bien por motivos familiares y por formación antropológica y que, por desgracia para sus habitantes, está gobernado por una de las élites políticas más serviles hacia ese aprendiz de Führer que podemos llamar, sin temor a equivocarnos, Herr OTAN. Estonia se independizó de la infame URSS en 1991 y, desde entonces, ha seguido una histriónica Westpolitik de manual que ha terminado arrojándola en brazos de los intereses estadounidenses por encima de los propiamente europeos (y no me refiero a los de la UE, que es simplemente una obediente sucursal de Washington). Y es que, siguiendo directrices yankis, Estonia se ha convertido en las últimas semanas en uno de los países más injustamente rusófobos de Europa, hasta el punto de pretender retirar los visados a todos los ciudadanos rusos residentes legalmente en ese país báltico (en contra de la normativa Schengen) e impedir por extensión la entrada al territorio de la Unión Europea de los turistas de origen ruso por considerarlos un peligro al dar por supuesto que todos ellos pretenderán predicar en Europa la buena nueva de Putin, convirtiéndose así en una suerte de quinta columna itinerante del Kremlin. Los paralelismos con la política antijudía llevada a cabo en el III Reich alemán parece tan evidente que no hace falta ahondar más en el asunto. Y es que los rusos se nos han convertido en los judíos del siglo XXI: una raza de apestados con independencia de su sexo, clase social, condición moral, ideología política o creencia religiosa (o ausencia de ella). Da igual que incluso se pretenda emigrar a Europa por no estar de acuerdo con la política de Putin. Si eres ruso, tu obligación es protestar in situ contra el tirano, aunque ello te cueste unos cuantos años de cárcel, o algo más. ¿Se imaginan a la UE esgrimiendo el mismo argumento para zafarse, por ejemplo, de los cientos de miles de musulmanes asentados en sus fronteras? Pero es que la cosa no queda ahí. Ya no es suficiente peligro el mero hecho de ser ruso. A partir de un futuro no muy lejano, ser ciudadano de la Unión Europea de toda la vida, pero no manifestarse abiertamente contra Rusia será considerado señal de tibieza o, peor aún, de tácito apoyo a las políticas putinianas. O sea, el lema fundamental de todos los totalitarismos aplicado a su enésima potencia: Quien no está conmigo, está automáticamente contra mí.
Sin embargo, tengo malas noticias para quienes se dejan polarizar fácilmente y su fundamentado desprecio hacia la Unión Europea los hace inclinarse casi acríticamente hacia el casus belli de la Federación Rusa. Siguiendo con Estonia como paradigma en miniatura de nuestro Zeitgeist, o espíritu de los tiempos, este país báltico se ha dedicado también en las últimas semanas a desmantelar monumentos del periodico soviético (cosa que podría haber hecho perfectamente en los años 90 en vez de esperar – ¿con mala idea? – hasta un momento tan inoportuno como el actual). Hasta ahí, todo muy comprensible pese a la intempestividad de tal decisión. Al fin y al cabo el periodo de sometimiento a la URSS no fue el más brillante y alegre de su historia nacional. Pero si los políticos estonios no han estado muy finos a la hora de evitar herir la sensibilidad de parte de su más de 25% de población rusoparlante creando fuerte polémicas en la ciudad oriental de Narva, cuya alcaldesa ya ha expresado su intención de boicotear las próximas elecciones nacionales (¿vamos hacia un Donbass estonio?), la réplica de la Embajada de Rusia en Tallinn también deja mucho que desear al manifestar su disgusto por la retirada de tales monumentos soviéticos (básicamente de carácter militar) alegando que ello atenta contra la memoria de los liberadores de Estonia frente al nazismo. Para llamar libertadores a quienes someterieron a Estonia a un régimen criminal que duró demasiadas décadas hay que tener mucho cuajo, falta de perspectiva y sensibilidad histórica o, simplemente, ganas de bronca. Así que nadie se equivoque. Un país que pretende seguir haciendo de su criminal pasado totalitario el eje de su identidad y prestigio “liberador” en el extranjero tiene más que perdida la guerra moral y mediática entre las gentes de bien y con memoria. Los asesores de Putin se lo tendrían que hacer mirar muy a fondo y dejar de lado el sovietismo como marca de una casa aún demasiado arraigada en el pasado. Deberían ser más coherentes con la célebre opinión de su actual rector en el Kremlin: “Quien no extraña a la Unión Soviética no tiene corazón, pero quien la quiere de vuelta no tiene cerebro”.
Y mientras tanto este nuevo IV Reich occidental, que es el que me preocupa porque vivo en él, avanza sigilosamente hacia el totalitarismo más aciago satanizando a las personas por su mera nacionalidad, exigiendo a sus propios ciudadanos no solo que no protesten contra sus decisiones, sino que además las apoyen explícitamente (lo cual es peor) y, por si todo esto fuera poco, llevándonos al desastre económico más atroz en nombre de unos valores que, a diferencia de la advertencia machadiana de no confundir valor con precio, en este caso son mero espejo de la codicia material de una élite política euroamericana para la que, llegado el caso, nosotros somos meros peones prescindibles y sustituibles. Si esta es la dirección hacia la que vamos en la porción occidental de nuestro viejo continente, que paren el tren que me bajo antes de llegar a la lúgubre estación de destino.
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