22/11/2024 01:21
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Y encerrado como estoy, ya llevo cinco meses sin ver la calle, este último fin de semana me entretuve leyendo Leyendas de la Historia de la Literatura española (española y mundial, porque empecé con las Leyendas de os griegos, después las romanas, después las del Renacimiento y hasta llegar a las castellanas del marqués de Santillana o de Jorge Manrique y Gonzalo de Berceo). Pero, de todas, al final me quedé con las Leyendas del Romanticismo español del siglo XIX, las de Bécquer y las de Zorrilla. Con Bécquer me pasé el sábado y parte del domingo y pude leer algunas de ellas. Por ejemplo: El caudillo de las manos rojas”, “La cruz del diablo”, “La ajorca de oro”, “Los ojos verdes” y “La corza blanca”.. y el domingo se lo dediqué a don José Zorrilla y ahí me tropecé con la que me cautivó desde la primera vez que la leí y que se titula “A buen juez, mejor destino”.

Ya saben, la historia de aquella joven toledana que se enamoró perdidamente de un joven soldado y le entregó su corazón y su alma, sin testigo, y solo ante la cruz del Cristo de la Vega… y el mozo, que la complació ofreciéndole también su amor y la promesa de que se casaría con ella en cuanto volviese de la guerra se fue con los tercios de Flandes y no volvió en varios años.

Y ahí tienen ustedes a doña Inés, cada vez más enamorada, contemplando desde su ventana los caminos que llevan a Toledo y esperando el retorno de su amado y esposo prometido.

Pero todo cambió cuando el mozo volvió triunfante y ya no solo Capitán de los Tercios de Flandes sino también Capitán de la Guardia Real…y el muy sinvergüenza niega conocerla incluso y mucho menos prometerle casarse con ella. Así que la pobre mujer no tuvo remedio que pedir justicia y tuvo la suerte de encontrar un juez de verdad, de los que siempre da España… Y aun así el Capitán Diego Martínez negó haber hecho ningún juramento ni conocer a la joven.

Entonces, y ya corralada y viéndose perdida en su honra y en su honor, la joven doña Inés reclamó que actuara como testigo el único que presenció el acto de amor y entrega de la pareja, que no era otro que el Cristo de piedra que los toledanos conocían como “El Cristo de la Vega”… y allí se fue la comitiva oficial a preguntarle al Cristo si era verdad lo que decía doña Inés o lo era lo que decía don Diego… y no les digo el final porque eso es lo que Zorrilla describe de tal manera que hace llorar a los corazones de las mujeres enamoradas de todo el mundo y de toda la Historia.

Así que pasen y lean a don José Zorrilla y su:

“A buen juez, mejor testigo”

I

Entre pardos nubarrones

pasando la blanca luna,

con resplandor fugitivo,

la baja tierra no alumbra.

La brisa con frescas alas

juguetona no murmura,

y las veletas no giran

entre la cruz y la cúpula.

Tal vez un pálido rayo

la opaca atmósfera cruza,

y unas en otras las sombras

confundidas se dibujan.

Las almenas de las torres

un momento se columbran,

como lanzas de soldados

apostados en la altura.

Reverberan los cristales

la trémula llama turbia,

y un instante entre las rocas

riela la fuente oculta.

Los álamos de la Vega

parecen en la espesura

de fantasmas apiñados

medrosa y gigante turba;

y alguna vez desprendida

gotea pesada lluvia,

que no despierta a quien duerme,

ni a quien medita importuna.

Yace Toledo en el sueño

entre las sombras confusa,

y el Tajo a sus pies pasando

con pardas ondas lo arrulla.

El monótono murmullo

sonar perdido se escucha,

cual si por las hondas calles

hirviera del mar la espuma.

¡Qué dulce es dormir en calma

cuando a lo lejos susurran

los álamos que se mecen,

las aguas que se derrumban!

Se sueñan bellos fantasmas

que el sueño del triste endulzan,

y en tanto que sueña el triste,

no le aqueja su amargura.

Tan en calma y tan sombría

como la noche que enluta

la esquina en que desemboca

una callejuela oculta,

se ve de un hombre que guarda

la vigilante figura,

y tan a la sombra vela

que entre las sombras se ofusca.

Frente por frente a sus ojos

un balcón a poca altura

deja escapar por los vidrios

la luz que dentro le alumbra;

mas ni en el claro aposento,

ni en la callejuela oscura

el silencio de la noche

rumor sospechoso turba.

Pasó así tan largo tiempo,

que pudiera haberse duda

de si es hombre, o solamente

mentida ilusión nocturna;

pero es hombre, y bien se ve,

porque con planta segura,

ganando el centro a la calle,

resuelto y audaz pregunta:

«¿Quién va?», y a corta distancia

el igual compás se escucha

de un caballo que sacude

las sonoras herraduras.

«¿Quién va?», repite, y cercana

otra voz menos robusta

responde: «Un hidalgo, ¡calle!»

Y el paso el bulto apresura,

«Téngase el hidalgo», el hombre

replica, y la espada empuña.

«Ved más bien si me haréis calle,

repitieron con mesura,

que hasta hoy a nadie se tuvo

Iván de Vargas y Acuña.»

«Pase el Acuña y perdone»,

dijo el mozo en faz de fuga,

pues, teniéndose el embozo,

sopla un silbato y se oculta.

Paró el jinete a una puerta,

y con precaución difusa

salió una niña al balcón

que llama interior alumbra.

«¡Mi padre!», clamó en voz baja,

y el viejo en la cerradura

metió la llave pidiendo

a sus gentes que le acudan.

Un negro por ambas bridas,

tomó la cabalgadura,

cerróse detrás la puerta

y quedó la calle muda.

En esto desde el balcón,

como quien tal acostumbra,

un mancebo por las rejas

de la calle se asegura.

Asió el brazo al que apostado

hizo cara a Iván de Acuña,

y huyeron en el embozo

velando la catadura.

 

II

Clara, apacible y serena

pasa la siguiente tarde,

y el sol tocando su ocaso

apaga su luz gigante;

se ve la imperial Toledo

dorada por los remates

como una ciudad de grana

coronada de cristales.

El Tajo por entre rocas

sus anchos cimientos lame,

dibujando en las arenas

las ondas con que las bate.

Y la ciudad se retrata

en las ondas desiguales,

como en prendas de que el río

tan afanoso la bañe.

A lo lejos en la Vega

tiende galán por sus márgenes,

de sus álamos y huertos

el pintoresco ropaje;

y porque su altiva gala

más a los ojos halague,

la salpica con escombros

de castillos y de alcázares.

Un recuerdo en cada piedra

que toda una historia vale,

cada colina un secreto

de príncipes o galanes.

Aquí se bañó la hermosa

por quien dejó un rey culpable

amor, fama, reino y vida

en manos de musulmanes.

Allí recibió Galiana

a su receloso amante,

en esa cuesta que entonces

era un plantel de azahares.

Allá por aquella torre

que hicieron puerta los árabes,

subió el Cid sobre Babieca

con su gente y su estandarte.

Más lejos se ve el castillo

de San Servando, o Cervantes,

donde nada se hizo nunca

y nada al presente se hace.

A este lado está la almena

por do sacó vigilante

el conde don Peranzules

al rey, que supo una tarde

fingir tan tenaz modorra,

que, político y constante,

tuvo siempre el brazo quedo

las palmas al horadarle.

Allí está el circo romano,

gran cifra de un pueblo grande,

y aquí la antigua basílica

de bizantinos pilares,

que oyó en el primer concilio

las palabras de los Padres

que velaron por la Iglesia

perseguida o vacilante.

La sombra en este momento

tiende sus turbios cendales

por todas esas memorias

de las pasadas edades;

y del Cambrón y Bisagra

los caminos desiguales,

camino a los toledanos

hacia las murallas abren.

Los labradores se acercan

al fuego de sus hogares,

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cargados con sus aperos,

cargados con sus afanes.

Los ricos y sedentarios

se tornan con paso grave,

calado el ancho sombrero,

abrochados los gabanes;

y los clérigos y monjes

y los prelados y abades,

sacudiendo el leve polvo

de capelos y sayales.

Quédase sólo un mancebo

de impetuosos ademanes,

que se pasea ocultando

entre la capa el semblante.

Los que pasan le contemplan

con decisión de evitarle,

y él contempla a los que pasan

como si a alguien aguardase

Los tímidos aceleran

los pasos al divisarle,

cual temiendo de seguro

que les proponga un combate;

y los valientes le miran

cual si sintieran dejarle

sin que libres sus estoques

en riña sonora dancen.

Una mujer, también sola,

se viene el llano adelante,

la luz del rostro escondida

en tocas y tafetanes.

Mas en lo leve del paso

y en lo flexible del talle

puede a través de los velos

una hermosa adivinarse.

Vase derecha al que aguarda,

y él al encuentro le sale

diciendo…cuanto se dicen

en las citas los amantes.

Mas ella, galanterías

dejando severa aparte,

así al mancebo interrumpe

en voz decidida y grave:

«Abreviemos de razones,

Diego Martínez; mi padre,

que un hombre ha entrado en su ausencia

dentro mi aposento sabe,

y así quien mancha mi honra

con la suya me la lave;

o dadme mano de esposo,

o libre de vos dejadme.»

Miróla Diego Martínez

atentamente un instante,

y echando a su lado el embozo

repuso palabras tales:

«Dentro de un mes, Inés mía,

parto a la guerra de Flandes;

al año estaré de vuelta

y contigo en los altares.

Honra que yo te desluzca

con honra mía se lave,

que por honra vuelven honra

hidalgos que en honra nacen.»

«Júralo», exclama la niña.

«Más que mi palabra vale

no te valdrá un juramento.»

«Diego, la palabra es aire.»

«¡Vive Dios, que estás tenaz!

Dalo por jurado y baste.»

«No me basta; que olvidar

puedes la palabra en Flandes.»

«¡Voto a Dios! ¿Qué más pretendes?»

«Que a los pies de aquella imagen

lo jures como cristiano

del Santo Cristo delante.»

Vaciló un punto Martínez.

Mas porfiando que jurase,

llevóle Inés hacia el templo

que en medio la Vega yace.

Enclavado en un madero,

en duro y postrero trance,

ceñida la sien de espinas,

descolorido el semblante,

víase allí un crucifijo

teñido de negra sangre

a quien Toledo devota

acude hoy en sus azares.

Ante sus plantas divinas

llegaron ambos amantes,

y haciendo Inés que Martínez

los sagrados pies tocase,

preguntóle

«Diego, ¿juras

a tu vuelta desposarme?

Contestó el mozo:

«¡Sí juro!»,

y ambos del templo se salen.

 

III

Pasó un día y otro día

un mes y otro mes pasó,

y un año pasado había,

mas de Flandes no volvía

Diego, que a Flandes partió.

Lloraba la bella Inés

oraba un mes y otro mes

su vuelta aguardando en vano,

del crucifijo a los pies

do puso el galán su mano.

Todas las tardes venía

después de traspuesto el sol,

y a Dios llorando pedía

la vuelta del español,

y el español no volvía.

Y siempre al anochecer,

sin dueña y sin escudero,

en un manto una mujer

el campo salía a ver

al alto del Miradero.

¡Ay del triste que consume

su existencia en esperar!

¡Ay del triste que presume

que el duelo con que él se abrume

al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos

preciosos y funesto don,

pues los amantes desvelos

cambian la esperanza en celos

que abrasan el corazón.

Si es cierto lo que se espera

es un consuelo en verdad;

pero siendo una quimera,

en tan frágil realidad

quien espera desespera.

Así Inés desesperaba

sin acabar de esperar,

y su tez se marchitaba,

y su llanto se secaba

para volver a brotar.

En vano a su confesor

pidió remedio o consejo

para aliviar su dolor,

que mal se cura el amor

con las palabras de un viejo.

En vano a Iván acudía,

llorosa y desconsolada;

el padre no respondía,

que la lengua le tenía

su propia deshonra atada.

Y ambos maldicen su estrella,

callando el padre severo

y suspirando la bella,

porque nació altanero.

Dos años al fin pasaron

en esperar y gemir,

y las guerras acabaron,

y los de Flandes tornaron

a sus tierras a vivir.

Pasó un día y otro día,

un mes y otro mes pasó,

y el tercer año corría:

Diego a Flandes se partió,

mas de Flandes no volvía.

Era una tarde serena,

doraba el sol de Occidente

del Tajo la Vega amena,

y apoyada en una almena

miraba Inés la corriente.

Iban las tranquilas olas

las riberas azotando

bajo las murallas solas,

musgo, espigas y amapolas

ligeramente doblando.

Algún olmo que escondido

creció entre la hierba blanda

sobre las aguas tendido

se reflejaba perdido

en su cristalina banda.

Y algún ruiseñor colgado

entre su fresca espesura

daba al aire embalsamado

su cántico regalado

desde la enramada oscura.

Y algún pez con cien colores,

tornasolada la escama,

saltaba a besar las flores,

que exhalan gratos olores

a las puntas de una rama.

Y allá, en el trémulo fondo,

el torreón se dibuja

como el contorno redondo

del hueco sombrío y hondo

que habita nocturna bruja.

Así la niña lloraba

el rigor de su fortuna,

y así la tarde pasaba

y al horizonte trepaba

la consoladora luna.

A lo lejos, por el llano,

en confuso remolino,

vio de hombres tropel lejano

que en pardo polvo liviano

dejan envuelto el camino.

Bajó Inés del torreón,

y llegando recelosa

a las puertas del Cambrón,

sintió latir zozobrosa

más inquieto el corazón.

Tan galán como altanero

dejó ver la escasa luz

por bajo el arco primero

un hidalgo caballero

en un caballo andaluz.

Jubón negro acuchillado,

banda azul, lazo en la hombrera

y sin pluma al diestro lado,

el sombrero derribado

tocando con la gorguera.

Bombacho gris guarnecido,

bota de ante, espuela de oro,

hierro al cinto suspendido

y a una cadena prendido

agudo cuchillo moro.

Vienen tras este jinete

sobre potros jerezanos

de lanceros hasta siete,

y en adarga y coselete

diez peones castellanos.

Asióse a su estribo Inés,

gritando: «¡Diego, eres tú!»

Y él viéndola de través,

dijo: «¡Voto a Belcebú,

que no me acuerdo quién es!»

Dio la triste un alarido

tal respuesta al escuchar,

y a poco perdió el sentido,

sin que más voz ni gemido

volviera en tierra a exhalar.

Frunciendo ambas dos cejas

encomendóla a su gente,

diciendo: «Malditas viejas,

que a las mozas malamente

enloquecen con consejas!»

Y aplicando el capitán

a su potro las espuelas,

el rostro a Toledo dan,

y a trote cruzando van

las oscuras callejuelas.

 

IV

Así por sus altos fines

dispone y permite el cielo

que puedan mudar al hombre

fortuna, poder y tiempo.

A Flandes partió Martínez

de soldado aventurero,

y por su suerte y hazañas

allí capitán le hicieron.

Según alzaba en honores

alzábase en pensamientos,

y tanto ayudó en la guerra

con su valor y altos hechos,

que el mismo rey a su vuelta

le armó en Madrid caballero,

tomándole a su servicio

por capitán de lanceros.

Y otro no fue que Martínez

quien ha poco entró en Toledo,

tan orgulloso y ufano

cual salió humilde y pequeño.

Ni es otro a quien se dirige,

cobrado el conocimiento,

la amorosa Inés de Vargas,

que vive por él muriendo.

Mas él, que olvidando todo

olvidó su nombre mesmo,

puesto que Diego Martínez

es el capitán don Diego,

ni se ablanda a sus caricias

ni cura de sus lamentos,

diciendo que son locuras

de gente de poco seso:

que ni él prometió casarse

ni pensó jamás en ello.

¡Tanto mudan a los hombres

fortuna, poder y tiempo!

En vano porfía Inés

con amenazas y ruegos;

cuanto más ella importuna

está Martínez severo.

Abrazada a sus rodillas,

enmarañado el cabello,

la hermosa niña lloraba

prosternada por el suelo.

Mas todo empeño era inútil,

porque el capitán don Diego

no ha de ser Diego Martínez,

como lo era en otro tiempo.

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Y así, llamando a su gente,

de amor y piedad ajeno,

mandóles que a Inés llevaran

de grado o de valimiento.

Mas ella, antes que la asieran,

cesando un punto en su duelo,

así habló, el rostro lloroso

hacia Martínez volviendo:

«Contigo se fue mi honra,

conmigo tu juramento;

pues buenas prendas son ambas,

en buen fiel las pesaremos.»

Y la faz descolorida

en la mantilla envolviendo,

a pasos desatentados

salióse del aposento.

 

V

Era entonces de Toledo

por el rey, gobernador,

el justiciero y valiente

don Pedro Ruiz de Alarcón.

Muchos años por su patria

el buen viejo peleó;

cercenado tiene un brazo,

mas entero el corazón.

La mesa tiene delante,

los jueces en derredor,

los corchetes a la puerta

y en la derecha el bastón.

Está, como presidente

del tribunal superior,

entre un dosel y una alfombra,

reclinado en un sillón,

escuchando con paciencia

la casi asmática voz

con que un tétrico escribano

solfea una apelación.

Los asistentes bostezan

al murmullo arrullador;

los jueces, medio dormidos,

hacen pliegues al ropón;

los escribanos repasan

sus pergaminos al sol,

los corchetes a una moza

guiñan en un corredor,

y abajo, en Zocodober

gritan en discorde son,

los que en el mercado venden,

lo vendido y el valor.

Una mujer en tal punto,

en faz de grande aflicción,

rojos de llorar los ojos,

ronca de gemir la voz,

suelto el caballo y el manto,

tomó plaza en el salón

diciendo a gritos: «¡Justicia,

jueces, justicia, señor!»

Y a los pies se arroja humilde

de don Pedro de Alarcón,

en tanto que los curiosos

se agitan alrededor.

Alzóla cortés don Pedro,

calmando la confusión

y el tumultuoso murmullo

que esta escena ocasionó,

diciendo:

«Mujer, ¿qué quieres?

«Quiero justicia, señor.»

«¿De qué?»

«De una prenda hurtada.»

«¿Qué prenda?»

«Mi corazón.»

«¿Tú lo diste?»

«Lo presté.»

«¿Y no te le han vuelto?»

«No.»

«¿Tienes testigos?»

«Ninguno.»

«¿Y promesa?»

«¡Sí, por Dios!

Que al partirse de Toledo

un juramento empeñó.»

«¿Quién es él?»

«Diego Martínez.»

«¿Noble?»

«Y capitán, señor.»

«Presentadme al capitán,

que cumplirá si juró.»

Quedó en silencio la sala,

y a poco en el corredor

se oyó de botas y espuelas

el acompasado son.

Un portero, levantando

el tapiz, en alta voz

dijo: «El capitán don Diego.»

Y entró luego en el salón

Diego Martínez, los ojos

llenos de orgullo y furor.

«¿Sois el capitán don Diego

–díjole don Pedro– vos?»

Contestó altivo y sereno

Diego Martínez:

«Yo soy.»

«¿Conocéis a esta muchacha?»

«Ha tres años, salvo error.»

«¿Hicísteisla juramento

de ser su marido?

«No.»

«¿Juráis no haberlo jurado?»

«Sí, juro.»

«Pues id con Dios.»

«¡Miente!», calmó Inés llorando

de despecho y de rubor.

«Mujer, ¡piensa lo que dices……!»

«Digo que miente, juró.»

«¿Tienes testigos?»

«Ninguno.»

«Capitán, idos con Dios,

y dispensad que acusado

dudara de vuestro honor.»

Tornó Martínez la espalda,

con brusca satisfacción,

e Inés, que le vio partirse;

resuelta y firme gritó:

«Llamadle, tengo un testigo;

llamadle otra vez, señor.»

Volvió el capitán don Diego,

sentóse Ruiz de Alarcón,

la multitud aquietóse

y la de Vargas siguió:

«Tengo un testigo a quien nunca

faltó verdad ni razón.»

«¿Quién?»

«Un hombre que de lejos

nuestras palabras oyó,

mirándonos desde arriba.»

«¿Estaba en algún balcón?»

«No, que estaba en un suplicio

donde ha tiempo que expiró.»

«¿Luego es muerto?»

«No, que vive,»

«Estáis loca, ¡vive Dios!

¿Quién fue?»

«El Cristo de la Vega,

a cuya faz perjuró.»

Pusiéronse en pie los jueces

al nombre del Redentor,

escuchando con asombro

tan excelsa apelación.

Reinó un profundo silencio

de sorpresa y de pavor,

y Diego bajó los ojos

de vergüenza y confusión.

Un instante con los jueces

don Pedro en secreto habló,

y levantóse diciendo

con respetuosa voz:

«La ley es ley para todos;

tu testigo es el mejor,

mas para tales testigos

no hay más tribunal que Dios.

Haremos….. lo que sepamos.

Escribano, al caer el sol

al Cristo que está en la Vega

tomaréis declaración.»

 

VI

Es una tarde serena,

cuya luz tornasolada

del purpurino horizonte

blandamente se derrama.

Plácido aroma de flores

sus hojas plegando exhalan,

y el céfiro entre perfumes

mece las trémulas alas.

Brillan abajo en el valle

con suave rumor las aguas,

y las aves en la orilla

despidiendo al día cantan.

Allá por el Miradero

por el Cambrón y Bisagra,

confuso tropel de gente

del Tajo a la Vega baja.

Vienen delante don Pedro

de Alarcón, Iván de Vargas,

su hija Inés, los escribanos,

los corchetes y los guardias;

y detrás, monjes, hidalgos,

mozas, chicos y canalla.

Otra turba de curiosos

en la Vega les aguarda,

cada cual comentariando

el caso según le cuadra.

Entre ellos está Martínez

en apostura bizarra,

calzadas espuelas de oro,

valona de encaje blanca,

bigote a la borgoñesa,

melena desmelenada,

el sombrero guarnecido

con cuatro lazos de plata,

un pie delante del otro,

y el puño en el de la espada.

Los plebeyos, de reojo,

le miran de entre las capas,

los chicos al uniforme

y las mozas a la cara.

Llegado el gobernador

y gente que le acompaña,

entraron todos al claustro

que iglesia y patio separa.

Encendieron ante el Cristo

cuatro cirios y una lámpara

y de hinojos un momento

le rezaron en voz baja.

Está el Cristo de la Vega

la cruz en tierra posada,

los pies alzados del suelo

poco menos de una vara;

hacia la severa imagen

un notario se adelanta

de modo que con el rostro

al pecho santo llegaba.

A un lado tiene a Martínez,

a otro lado a Inés de Vargas,

detrás al gobernador

con sus jueces y sus guardias.

Después de leer dos veces

la acusación entablada,

el notario a Jesucristo,

así demandó en voz alta:

Jesús, Hijo de María,

ante nos esta mañana,

citado como testigo

por boca de Inés de Vargas,

¿juráis ser cierto que un día

a vuestras divinas plantas

juró a Inés Diego Martínez

por su mujer desposarla?

Asida a un brazo desnudo

una mano atarazada

vino a posar en los autos

la seca y hendida palma,

y allá en los aires: «¡Sí, juro!»

clamó una voz más que humana.

Alzó la turba medrosa

la vista a la imagen santa…….

Los labios tenía abiertos

y una mano desclavada.

 

Conclusión

 

Las vanidades del mundo

renunció allí mismo Inés,

y espantado de sí propio

Diego Martínez también.

Los escribanos, temblando

dieron de esta escena fe,

firmando como testigos

cuantos hubieron poder.

Fundóse un aniversario

y una capilla con él,

y don Pedro de Alarcón

el altar ordenó hacer,

donde hasta el tiempo que corre,

y en cada año una vez,

con la mano desclavada

el crucifijo se ve.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.