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Autores hay, sin duda, que se han especializado en esta cuestión de la lucha contra la corrupción y participan sin sonrojo en congresos donde, dietas y turismo aparte, sólo hay sitio para ingenuos y para cínicos.
Erradicar la corrupción desde el Estado es tan difícil como lograr que los individuos sean de pronto justos y benéficos. Para aliviar la corrupción bastaría con que las autoridades públicas, por cuyas manos pasan las prácticas corruptas y las medidas de represión y prevención, se decidieran a actuar en contra de si mismos: algo que no me atrevo ni siquiera a imaginar. Y puestos a soñar con aguas milagrosas, las técnicas anticorruptivas no pueden ser más sencillas: puesto que la corrupción es en España una consecuencia necesaria de un sistema generador de estas prácticas, bastaría ir a la raíz, o sea eliminar ese sistema, para que descendiese la fiebre. Todo lo demás son cataplasmas bienintencionadas e inútiles, buenas sólo para un discurso político trivial.
Es significativo que las medidas que se adoptan contra la corrupción vayan rotuladas de ordinario con este título de «lucha» y hasta en ocasiones de «cruzada». Son expresiones retóricas deliberadas con las que se pretende sacudir ánimos adormecidos o identificar males singularmente perniciosos: hasta hace poco se luchaba contra el hambre, hoy contra el paro, siempre contra la corrupción.
El ciudadano prudente ha de mirar, sin embargo, con suspicacia a los retóricos porque suelen tener intenciones ocultas y sabido es que una de las cruzadas más famosas se levantó excitando a la conquista de Jerusalén y terminó con la conquista y saqueo de la cristiana Constantinopla en beneficio de capitanes mercenarios y de los comerciantes de Venecia. La corrupción se merece luchas enérgicas, movilización total de reservas cívicas e institucionales, apoyos éticos y hasta discursos patrióticos; pero cuanto más se vocea, menos nos entendemos y el mejor modo de disimular la pasividad es realizar aspavientos. A mí me gustaría salir al campo bajo los pendones de una cruzada nacional y pasar a sangre y fuego las tiendas del enemigo. Soy partidario, no obstante, de actitudes menos belicosas porque sé de sobra que en estas campañas no se recoge otro botín que el de unos expedientes ya prescritos ni otras víctimas que intermediarios de segunda fila. No me fío de los caudillos improvisados de la lucha anticorrupción porque mi experiencia me dice que, a todo lo más, pretenden ajustes de cuentas personales y políticas Los rateros organizados siempre tienen de reserva a uno de la banda que despista a los perseguidores proporcionándoles pistas falsas y excitándoles a correr en dirección equivocada.
En verdad que tiemblo y me sujeto la cartera cuando oigo a un político que anuncia una lucha anticorrupción, promete auditorias de infarto y asegura que va a mirar hasta debajo de las alfombras.
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