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Here Comes The Night. Llega la noche y, ¿acaso hay alguien que jamás se haya sobresaltado frente al espejo del baño en mitad de la madrugada? Ese rostro familiar e inconfundible que, de pronto, nos parece propio de un extraño e incluso amenazador. ¿Qué es lo que nos aterra del reflejo de un yo distinto que parece mirarnos sonriendo? ¿Nos amenaza a nosotros o le amenazamos a él? “¿Soy yo o es ya otro?”, preguntamos espantados ¿Es más terrible el exterior del mundo o el interior del hombre? ¿Esos fantasmas, el monstruo que acecha, provienen de fuera o lo hacen más bien de dentro?
En cualquier caso, nadie podrá librarse: Michael Myers ha vuelto para atormentarnos, amigos, porque el terror nunca muere hasta que lo hace el propio hombre; y ni aun así, puesto que sus arquetipos se transmiten de generación en generación a través de los siglos y del inconsciente colectivo en sus distintas variantes: relatos orales, leyendas populares, productos pop y películas “de serie B” solo aptas para adolescentes y weirds creciditos. Michael Myers sigue siendo Michael Myers, solo que un poco más bizarro, más asesino y, ay, más indestructible que nunca. Para nuestra buena suerte como espectadores que ansían su dosis anual de mal antes de volver al metro a vivir rodeados de mascarillas, corrección política, trabajos alienantes, relaciones mortecinas y teléfonos móviles de alta resolución.
Tras el reboot de 2018 dirigido por David Gordon Green, ahora se ha estrenado Halloween Kills (2021), su continuación directa, y que probablemente sea la mejor película que podrás ver este Día de los Difuntos si eres uno de esos nostálgicos que añoran el slasher original: aquel más salvaje y políticamente incorrecto que hoy es difícil que nadie se atreva a producir. Como si de un milagro —siniestro— se tratara, en la última película hasta la fecha —ya hay otra en marcha, la decimotercera y, quizás, última entrega en la que se produzca el duelo final entre Michael Myers y el personaje interpretado por Jamie Lee Curtis desde el título original de 1978—, de la saga, se asesinan varios niños, a una mujer negra y también a un par de homosexuales gazmoños; derrochando, todos ellos, borbotones de sangre, litros de gore y toneladas de humor negro que provocarán risa, horror, asco y miedo en el espectador: los componentes esenciales del terror en su perspectiva puramente fisiológica.
Nunca antes se había matado tanto y tan bien en la saga Halloween. Lejos queda el simbolismo de carácter mítico que Carpenter le otorgó a la primera película; el resultado final es un auténtico grindhouse que haría las delicias de Tarantino o de Robert Rodríguez y que no lleva de vuelta a una forma de hacer cine que parecía estrangulada por culpa de lo políticamente correcto y sus estúpidas normas. ¿Cabe algo, acaso, más disparatado que someter lo terrorífico a lo normativo? (Es como tratar de regular los asuntos de cama por ley… Vaya, no pretendía ofender al Ministerio de Igualdad). Como es sabido, el terror es el género idóneo para que el “id” (ello) freudiano quede desatado y empiece a dar rienda suelta a aquello que normalmente reprimimos por temor a quebrar los tabúes sociales y las normas establecidas. En otras palabras: acudimos al cine para purgar todo lo que nuestro subconsciente atesora celosamente bajo llave. Mejor así.
La película, además, tiene un contenido político evidente al mostrar cómo el temor individual puede verse proyectado en el temor colectivo de una masa que alberga claros instintos asesinos ante la amenaza interna. La caída de la noche, en este sentido, permite que lo apolíneo se apague y que otros sentimientos más irracionales y dionisíacos —lo que Stephen King, uno de los pensadores más importantes de nuestro tiempo, denominaba “Danza Macabra” en el brillante ensayo homónimo— tomen las riendas de una sociedad enloquecida. Esa muchedumbre presa del delirio colectivo capaz de ahorcar a cualquier chivo expiatorio por las razones más delirantes y puritanamente expuestas: un fenómeno tan antiguo como mascar tabaco pero al que ahora nos referimos con el pomposo título de “populismo” y para el que buscamos razones tan ridículas como las llamadas fake news. Que nadie se asuste, sin embargo, puesto que Halloween Kills (2021) no es una película de arte y ensayo, sino una muy divertida montaña rusa cinematográfica para jóvenes que demuestra personalidad al no rebajarse al nivel de esas teenager movies tan frecuentes como espeluznantes —sin pretenderlo—, y tan propias, en definitiva, de nuestros días.
Frente a ese “terror sin sustos” en boga que hace las delicias de la más alta “intelectualidad cinéfila” y que practican nombres tan prestigiosos como lo son Robert Eggers o Ari Aster, el trabajo de David Robert Mitchell refundando la saga de Halloween solo tiene parangón con lo que está haciendo James Wan: un cine de terror fiel a los grandes referentes del género, que cumple las expectativas del gran público, que ayuda a crear una nueva industria en tiempos de Netflix y que tiene unos méritos cinematográficos evidentes. El ritmo constante, el uso de la cámara lenta en momentos muy determinados, el manejo del tempo narrativo, el poder de unas imágenes impactantes —el combate con los bomberos es glorioso— que sostienen la narración; por todo ello, podemos afirmar que estamos ante un artesano del terror cinematográfico que trabaja muy bien y que no busca el reconocimiento megalomaníaco en forma de aplausos o premios por su labor detrás de las cámaras.
Para el final dejo lo mejor: hay una muerte importante en la película. No desvelaré cual pero sí que diré que es bastante inesperada y que deja abierta la trama para una tercera película que redondee esta vuelta a las andanzas del malvado Michael Myers. Ningún aficionado al terror bizarro debería perderse esta última entrega, aunque solo sea por recompensar el trabajo bien hecho, libre de prejuicios y altamente disfrutable. Como diría el asesino cuyo rostro real no es el que se esconde tras la máscara sino el que representa la propia máscara, “déjalo sangrar”. Let it bleed.
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