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El porvenir democrático de la sociedad futura no depende de meras constituciones y parlamentos; lo más importante es la capacidad y la convicción democrática de los ciudadanos, desarrollada en su propio ejercicio. Lo decisivo para el diálogo político y social no son las reglas que le dan estructura sino el derrotero del propio diálogo y la conciencia de que no se dialoga dentro de un cauce de valoraciones y convicciones preestablecidas e inalterables -lo cual implica manipulación y ejercicio de poder-. El valor de un diálogo auténtico reside en que él mismo va estableciendo y modulando convicciones y valoraciones.
Es preciso sin embargo precisar lo que significa el diálogo, ya que esta es una de las palabras favoritas y también de las más maltratadas de nuestra vida política.
Está de moda hablar de diálogo. Los políticos y funcionarios quieren el diálogo con los ciudadanos. Los planificadores y los investigadores sociales propugnan la planificación dialogada. Pero el diálogo de que hablan no es un dia-logos, no es un diálogo transparente, sino instrumentalizado. Se trata de la mera conversación del experto con el lego, del hombre de poder con el hombre de la calle, dictando el experto y el poderoso las condiciones del encuentro. Es un diálogo concebido como poiesis no como praxis, como proceso orientado a un fin previsto, no como una actividad valiosa en sí misma.
Es preciso advertir que el prefijo griego «dia» no significa «dos», como si diálogo y monólogo fueran dos términos contrapuestos. Si el logos es necesariamente social, no precisa que le añadan prefijos redundantes para hacerlo comunicativo. El prefijo griego «dia» significa «a través de». El hombre es el ser que sólo comprende indirectamente, «dia logos», a través del logos, a través de un «hablar» orientado al otro.
Con lo cual el diálogo deja de ser un instrumento para llegar a un fin, para convertirse en aquello mediante lo cual el sentido halla expresión mundana, aquello mediante lo cual el verbo se hace carne.
El hombre es un ser discursivo, es decir dialógico. A través del lenguaje va madurando el sentido de su mundo y de su vida en común. La vida política y las instituciones públicas son constitutivamente discursivas. Es de importancia evitar el discurso y el diálogo planificados, la retórica consciente orientada a un fin previsto, un diálogo en el que el interlocutor sea considerado como un mero medio para lograr nuestros fines. El diálogo de la democracia tiene que ser un diálogo sin otra intención que el propio dialogar.
Frente a un concepto de diálogo democrático encaminado a las decisiones, hay que dar paso a un concepto del diálogo político en que las decisiones no son fines, sino resultados accidentales, huellas de nuestro paso, caminos hechos al andar. Un diálogo así parte de la base de que hablando se entiende la gente pero también de que nadie opina exactamente lo mismo que otro. Podemos ponernos de acuerdo, pero nunca estar de acuerdo.
El consenso es una voluntad de acuerdo, no un estado o una meta. La decisión mayoritaria sólo puede adherirse a una frase o una palabra, nunca a un sentido o una opinión, porque tenemos necesariamente perspectivas diferentes de las mismas cosas. Al usar las mismas palabras parece que estamos hablando de lo mismo, pero una cosa son las palabras y su significado establecido y otra el sentido que cada actor les otorga en un momento determinado. La democracia y la planificación de la sociedad es una arena de discusión sobre significantes de apariencia unívoca, pero de significado siempre ambiguo.
Al hacer estas afirmaciones me habré merecido el epíteto de relativista y la acusación de ambigüedad. Pero el relativismo es un problema solamente para la angustiada razón teórica, que no puede vivir en la inseguridad y sólo concibe lo que no puede ser de otra manera. Pero la razón práctica se caracteriza por la elección y la inseguridad, pues sólo donde las cosas pueden ser de otra manera hay libertad y elección.
Y por lo que respecta a ambigüedad ¿cuándo se ha visto una razón práctica y creativa que persiga la univocidad? El mérito de un buen escritor está en escribir su propia novela, expresando así de un modo único lo que tantos otros escritores han expresado a su manera. En la acción y en la obra de arte cada uno expresa a su modo lo que sentimos juntos. Ese es el quid de toda comunicación. Dialogamos para, a través del discurso del otro y del propio, ir dando expresión al sentido de nuestra vida y comprendiéndonos a nosotros mismos.
Todo esto tiene importancia para la concepción de una ética del diálogo y de una democracia como forma de vida apoyada en una moral cristiana, que es la idea que nosotros defendemos.
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